diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Hay amigos que saben cautivar, dice Alberto Giordano, que nos envuelven con sus historias y que son, además, generosos cuando escuchan. “Tal vez”, agrega, “esta sea una buena definición de amistad: disposición para escuchar generosamente”.
La generosidad, en el sentido del dar despreocupadamente y como ejercicio de poner en suspenso las identificaciones a fin de ver qué sucede con el pensamiento, había sido, en los diarios de Alberto y en sus clases, -cualquiera de sus estudiantes lo habrá comprobado-, la condición para enseñar. Llevada a la amistad, la generosidad también se vuelve una tentativa de impersonalidad, una manera de aproximarse al otro en tanto que tal, íntima y extrañamente a la vez. Los años Aira, publicado recientemente por la editorial Neutrinos, podría leerse en esa clave. Aquella en la cual, a través de la amistad de Alberto Giordano y César Aira, desde el mítico 1992 hasta hoy, se trasluce la escucha generosa entre la crítica y la literatura.
Habría que preguntarse qué profesor o profesora de literatura puede realmente escuchar a una escritora o a un escritor de su presente. La tarea parece fácil, pero está lejos de serlo. ¿Qué límites y potencias encuentra cuando conversa con la ficción o la poesía? ¿Está dispuesto a poner en riesgo sus propias reglas? Lo mismo puede decirse al revés. ¿Por qué caminos las lecturas de un escritor llegarían a adquirir fuerza conceptual, volverse ineludibles? Se trata de la escritura como práctica del límite. No es la primera vez que Giordano desarrolla este problema, ni que decide contarlo como una novela -cómo me hice crítico, cómo (no) me hice editor, cómo me hice profesor, cómo una vida crítica resulta inseparable de la afectividad-, pero, ahora aparece otra modulación, a través de la amistad con Aira, de la escucha con Aira. Porque si hacia dentro de los libros de Giordano, la escucha supone un elemento fundamental, -desde el amor de Manuel Puig por las voces de sus personajes hasta la propia plasticidad para subrayar los afectos suspendidos en las frases, como si desde siempre leer hubiera provocado un puente, un gran puente, tonal-, parece que, además, lo que Aira tenía para decirle a la crítica en los noventa era, (acaso lo siga siendo), radicalmente transformador. El profesor escucha al escritor, pero no para aleccionarse ni mucho menos para confirmar una certeza teórica o ideológica, sino para desafiarse a sí mismo, siguiendo de cerca algo poco sencillo de lograr. Eso que la literatura hace: poner a prueba, jugar, llevarse al límite, desarmarse. “La primera vez que vino a Rosario para participar en uno de nuestros congresos, Aira escribió para nosotros. No solo porque le dictamos el tema, sino porque el despliegue de su imaginación ensayística violentó sutilmente nuestros protocolos de lectores ´competentes´, porque su escritura les transmitió a las nuestras entusiasmo e inquietud. (…) Cada vez nos confrontó con la evidencia de que había otra perspectiva, diferente a la del saber académico, más aventurada y perspicaz para pensar lo que nos interesaba”. De Aira se aprenden las paradojas, el gusto por lo desconocido, el desinterés por el reconocimiento. “Tardé bastante en entender que lo suyo no era una pose, sino la manifestación de una paradoja: para llegar a ser escritor hay que encontrar el modo de renunciar a serlo”. Similarmente, para llegar a ser crítico habrá que encontrar la forma de no abandonar la curiosidad y el deseo que la literatura alguna vez provocó, y que la institucionalización se esmera por reducir, circunscribir, evaluar.
Al igual que sucede con los amigos, la escucha entre la crítica y la literatura no se da sin las marcas de esta “ambigüedad entrañable”. Cómo acercarse sin desvanecerse en el otro -la consagración, el reconocimiento involucran esos peligros-, cómo sostener los vaivenes de la propia singularidad sin traducirlos a generalizaciones y exigencias. Las ambivalencias son vitales. El narrador Giordano va contando en una no linealidad del tiempo, -un presente interceptado por recuerdos, ocurrencias y planificaciones-, el camino que aquella amistad le propuso, y observa, acaso reafirma o ejercita en su propia vida, la oscilación barthesiana que la caracterizó, un “movimiento descentrado, una multiplicación de los posicionamientos que impide que se fije una imagen de la subjetividad que va y viene”. El misterioso, pensativo y enigmático César Aira, ese que vemos en la calle y no sabemos si es o no es, si es o se hace, ese Monstruo que se escapa de un café, el que nos acompaña con calma en la tristeza, el que nos envía una refutación sobre Felisberto Hernández o el que nos presenta un libro hablando de su autor como un socius o una sombra. Aira, el inasible. “‘Hablemos de literatura’, propone él. ´Hablemos de cosas personales, sobre todo de las tuyas´, sugiero yo. Entre esos dos polos vamos y venimos; a veces se intercambian los lugares.”
Alrededor de la amistad con Aira, en espejo o contrapartida, igualmente tamizadas por la ternura de la ambigüedad, aparecen otras amistades. En todas, el observador festeja la diferencia. El “indio de la crítica literaria”: Juani con Gramuglio (“Decime, Juani, ¿cuándo vas a escribir otra novela como Cicatrices?”), el club de los audios largos, inaugurados en pandemia con Nora Avaro, y un “caso aparte”: Jorge Monteleone, a quien el libro está dedicado. Si Aira es el amigo evanescente, Monteleone es el amigo-refugio, el que deja todo para acompañar la lectura de El llanto. El que despierta la charla generosa. Monteleone comprueba, en sí mismo, que un amigo es un “universo variado y multiforme”.
Para finalizar, algo más sobre la generosidad. Si solo de autobiografía se tratara, el título de este libro podría haber sido “Mis años Aira”. Giordano omite el adjetivo posesivo y utiliza en cambio un artículo que define el asunto de manera amplia. No me extraña. La historia de esa amistad habrá sido suya, habrán sido “sus” años Aira, sin embargo las derivas de aquel tiempo, las del Grupo de Estudios de Teoría, las del Boletín del Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria, las de la Biblioteca Aira, las de los Congresos, fueron más allá. Encontraron, por la manera en que Alberto las transmitió, una forma común, se convirtieron en una materia al alcance de quien quiera tomarla. Los años Aira nos quedaron para todos.
(Actualización mayo - julio 2023/ BazarAmericano)