diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El poeta y el buey, último libro de Lucas Soares, quien además se dedica a enseñar e investigar filosofía, reafirma un gesto cuyos rastros ya advertimos en algunos de sus poemarios anteriores. Entre obsesión personal, su saber hacer y decisión estética, el poeta disuelve (aunque nunca del todo) el universo del yo del que tanto solemos leer aquí y allá, para llevar la fábula hacia universos referenciales menos frecuentados. ¿De qué hablar en poesía? En la tradición de los poemas clásicos o del Siglo de Oro español y en serie con una pulsión narrativa que no está dispuesta a abandonar todavía el espacio poético, su escritura muestra afán por la construcción de personajes, tan ajenos a él mismo que a veces resultan o bien en la “pura cosa” y abstracciones o bien desbordan de materia y animalidad no humana: la segunda persona innominada de Roña (2013); las soñadoras en El sueño de ellas (2014); los daneses inubicados, la sorda, el psicótico en La sorda y el pudor (2016); el alcohol y la literatura en La médium (2019), el poeta y el buey en su reciente poemario, por situar algunos emergentes.
El título nos pone en clima de inmediato y lo anticipa todo; se dice “el poeta” y se dice “el buey”. La posición atributiva hace del poeta y del buey una sustancia definida, que precedida por artículos determinados establece un pacto de entendimiento entre hablante/ oyente o escribiente/lector: no se trata ni de cualquier poeta ni de cualquier buey (hay un definido) sino de esos sobre los cuales será posible conceder un predicado y entablar asociaciones. Un determinado que, digo convencida, le gana al universal que está latente en esa construcción sintáctica. De igual forma, la estructura del poemario se preanuncia desde los paratextos en tanto título y contratapa funcionan como otras variaciones del gran motivo ordenador del libro: “hay cosas que tienen/ el mismo nombre/con distinto significado/ un buey vive/ y un poema/ también vive/ pero vivir no es/ lo mismo para el buey/ que para el poeta”. Es eso que el poeta repite una y otra vez, con diferencias en cada ocurrencia para desbaratarlo todo en cada fragmento.
Poeta, buey, vida, muerte, animal no humano, hombre forman un continuum sobre el que Soares opera con inmensa gracia actualizando una versión del método diseminativo recolectivo, que consiste en repartir palabras a lo largo de los poemas para relacionarlas todas juntas en una zona determinada. Desde ese mismo sistema reflexiona sobre el lenguaje, el arte de usar, combinar, revivir palabras e instalar una génesis arbitraria para la poesía: “según el orden/ al escribir un poema/ los versos son/ anteriores a las palabras”. En el origen, parece haber sido el verso. Y el buey, agrego, ese macho bovino, el castrado que cuenta con una larga tradición de santidad en la tradición egipcia y greco-romana. Pero buey es una palabra también, bella palabra (mucho más atractiva en su sonoridad que “toro”, según el autor) aunque se trate de un monosílabo con triptongo, difícil de pronunciar cuando se aprenden las propiedades de las clases de palabras. En el cruce entre belleza y dificultad, entre santidad y explotación animal, entre objeto de culto y bestia de carga, el buey encuentra como palabra, como referencia y como relación lógica, una excusa para decir (la predicación) y para estar en (la inherencia) el espacio poético.
Acostumbrados los lectores a pasearse por los diversos escenarios de sus otros libros, que de alguna forma moldeaban la imaginación poética –desde ciudades europeas, playas, el campo y el Lawn Tennis Club a calles porteñas atestadas de “Compro Oro”, la plaza de la infancia, el hueco para espiar a la chica desnuda o la avenida del Libertador miniaturizada en un monoambiente–, ahora ingresamos sin más y quedamos a la intemperie en una deslocalización absoluta, que sólo encuentra polos de emplazamiento en la escritura poética. ¿Dónde están el poeta y el buey del libro? ¿En qué parte será posible por fin que el buey atropelle al poeta? ¿Hacia dónde queda la muerte que se proclama contraria a la vida, tanto del poeta como del buey?
Si algunos otros libros de Soares hacían avanzar la trama (los suyos son poemas de trama) por el contrapunto entre forma y contenido (el pescador y el pequeño emperador separados por el blanco de página) o habilitaban sentidos expandidos en la convivencia de varias voces poéticas (las que sueñan, quienes median, las sordas, los enfermos mentales, las citas textuales), aquí nos enfrenta a una experiencia extraña, que oscila entre seguir las pistas del niño en sus juegos –que recuerda a su padre o que hace travesuras con amigos– y atender la búsqueda del filósofo por el saber. En el intermedio, en el “gris” que tanto se lexicaliza en el poemario, aparece el poeta para hablar del poeta sin dejar marcas personales en la enunciación (“las cosas se dicen solas”) y jactarse con trampas, que quieren pasar por sutiles pero que nos introducen en un universo de enlaces cada vez más complejo.
Este libro es como ahí mismo se dice que son las relaciones, cuya mismidad es un todo a la vez. El poeta y el buey es una sucesión de silogismos que se preguntan por la verdad o falsedad de las uniones y desuniones en las que entran el tiempo, el lugar, la acción, la cualidad, la afirmación y la negación; un cúmulo de fragmentos que podrían proceder tanto de la refranesca como del dictum presocrático; un derivado potente y siempre desviado de las teorías referencialistas del lenguaje; una combinatoria de un mismo motivo al que en ocasiones se pone en primer plano, se lo arrastra en travelling o sobre el que, por momentos, se hace zoom in; una lección de gramática que establece pautas claras en el ordenamiento morfológico y sus efectos en la sintaxis y la semántica; un solo poema distribuido según órdenes matemáticos de base lingüística (el decirse de) y de base ontológica (el estar en), inspiraciones confesas en los escritos de Aristóteles. O mejor, todo eso junto y al mismo tiempo, como en un aleph.
Si siguiéramos la afirmación de Cratilo que Jorge Luis Borges recoge en “El golem” o adhiriéramos a teorías del referente lingüístico, tendríamos que aceptar que el nombre es arquetipo de la cosa. Y que la rosa está en las letras de “rosa” y que todo el Nilo habita en la palabra “Nilo”. O también podemos tomar la huella que traza el buey en su andar y ver cómo “cuando las cosas se dicen solas” (sin referente, sin lenguaje, sin palabra, sin inscripción material), aparece el poema en su propio tiempo, en el que vive el poeta, se asienta la escritura, y atropella el buey, ese buey.
(Actualización mayo – julio 2023/ BazarAmericano)