diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Una hija le habla a su madre:
¿Por qué volvemos, ma? ¿Sabés por qué volvemos? ¿Qué vamos a buscar, si poco de lo que quisiéramos encontrar existe? Todo lo que vemos se mueve, tiene un tiempo, un antes, un después, un seguir hacia dónde. No encuentro una foto de la entrada de ese pueblo que sea como es. En la mente las imágenes no están quietas, nunca, ni son cuadradas. ¿Qué límites tienen en la mente? Esa entrada es también una salida. Un pedazo, nada más.
Ya nos encontramos con la paradoja (la entrada es también la salida, el regreso al pueblo (a la memoria, al acto de recordar) es el regreso al viaje de ida, el fin del relato también es su comienzo), pero sabemos que a menudo las paradojas son más lógicas que las ideas “lógicas”, que obedecen un orden comprensible desde otras facultades que la razón.
Una hija le habla a su madre en un diálogo que se lee como monólogo, ya que solamente la escuchamos a ella. La hija usa frecuentemente los vocativos (“vos, ma”) como prosopopeya para que la invocada acuda, afirme la veracidad de los recuerdos y verifique la realidad, los detalles, la perspectiva.
No se trata de una novela en el sentido tradicional, sino más bien una serie de escenas hilvanadas, entretejidas, a veces de meditaciones. Muchas páginas parecen poemas en prosa: no es de extrañar, ya que la autora es poeta. Citemos, por ejemplo, la secuencia de tres textos en que se demora en la descripción y el eco del nombre de un pájaro llamado “crespín-crespín”; o la escena de la rotura rabiosa de la muñeca tan deseada; o del poema (único texto con cortes de verso) “¿Cuánto podés aguantar?”.
El idioma en que medita la narradora (no digo “la protagonista”, porque me parece que esa función le corresponde a la figura de su madre, la invocada) es una lengua llana, que puede contener pequeñas joyas poéticas; es un español argentino con el sustrato de lenguas inmigrantes, el italiano piamontés: “babacho”, “patisuna”. Lengua y narración, así, son como escaleras de caracol que nos conducen hacia el pasado: “Me contaste las historias que tu abuela te contaba enredando las lenguas pobres que sabía decir, pero no leer.” Como matrioshkas o mamushkas, contienen palabras y escenas y personajes claves: de la abuela a la madre, de la madre a la narradora.
La cuestión de la pobreza se tematiza, asociada a la política del pueblo (“Partido en dos”), la política de las divisiones sociales (“Los del centro, los de afuera”). En Santa Clara, cinco cuadras podían significar “allá lejos”, “Donde las casitas empezaban a escasear, y el campo a brotar por montones.” El tren marcaba esa división: los chicos, en un gesto clásico de chicos de pueblo,
Algunas tardecitas iban a mirarlo: llegar, parar, irse. Ponían monedas para que quedaran calientes y aplastadas en los rieles, para que algo quedara. Una prueba del peso de las cosas, de la velocidad, y de la existencia de algo que pasa, incluso ahí, algo que pasa y puede irse.
La moneda como prueba de existencia: quien inventó el dinero, quien acuñó la moneda quizás no pensó en esta otra “función” de estos objetos que dividen la riqueza y la pobreza, como los rieles de tren de los pueblos.
Las lenguas “pobres” resultan ser, entonces, contra la expectativa, lenguas ricas, expansivas, bilingües. La primera vez que escuchamos (digo “escuchamos”, en vez de “leemos”, a propósito) la palabra del título, “magún”, no tenemos idea de su significado:
Me agarró el magún, me decís en esa lengua atravesada por el piamontés, y la boca se te tensa para evitar la mueca chueca que habla por vos cuando no querés hablar. Los recuerdos se te vuelven ácidos, como las mandarinas criollas del patio de atrás de la casa de tus viejos.
Nos llama la atención, en cambio, la rima interna (“mueca chueca”), la repetición paradójica (“habla por vos cuando no querés hablar”). Nos llama la atención el símil de la acidez del recuerdo con las frutas. Nos llama la atención la poesía.
La poesía se manifiesta a veces en una anécdota, como cuando el padre de la madre cambia una puerta en la casa, y la madre transforma esa puerta desechada o “inservible” en una mesa: “Quitaste con removedor la pintura al aceite verde inglés, después lijaste, pusiste barniz, y volviste a lijar, y así, hasta que la madera brilló.” Toda un arte poética, en el sentido originario de poiesis como fabricación de objetos. Me la imagino a Larisa siguiendo esta serie de pasos, de transformación (de puerta a mesa, de recuerdo a texto), lijando, barnizando, lijando, hasta que las palabras brillen.
Otras escenas e imágenes también revelan operaciones de escritura, de trabajo con la poesía. Tejer, por ejemplo. La abuela tejía, y tejió “hasta el último día”, “esperando que juntemos los retazos.” Estamos leyendo esos retazos, por supuesto; Larisa los ha juntado, a pesar de que “Dar por terminado su último trabajo nos da miedo.” La última página de este libro relata la visita al cementerio. Me hace acordar de los poemas-monólogos de Spoon River Anthology, ese libro original y espléndido de Edgar Lee Masters. Pero no hay miedo en esa visita: “Nos agarró un ataque de risa y tuvimos que salir, para no molestar la siesta de nadie.” Como decía Hamlet: “To die, to sleep— / To sleep, perchance to dream”.
Pero también suponemos algo de la naturaleza de ese estado de ánimo (por llamarlo de alguna manera) que llaman “magún”, como la célebre “saudade” del portugués brasileño: “No llega a ser angustia, tampoco tristeza. No se llora el magún, no se puede. El magún te agarra, nos agarra.” La narradora se pregunta: “Si nunca hubiéramos conocido esa palabra, ma, si no tuviéramos cómo nombrarla, ¿nos agarraría?”
El intento de definición de ese estado de ánimo da lugar a la interrogación de una cuestión de índole lingüística, enlazado con la cuestión de la posibilidad de nominar sentimientos. ¿El “mal piamontés” también se puede sentir en Santa Fe? ¿Fue parte del viaje migratorio? ¿Migran las palabras, migran los sentimientos, los estados del alma? Este libro, es, entre otras muchas cosas, una meditación acerca de esa pregunta.
La escritora, ya adulta, aprendió una lección de escritura de aquellas charlas intermitentes, a veces interrumpidas, de infancia con su madre. Una lección sobre dicción, una lección sobre estructura:
Durante años había escuchado cosas por pedacitos, y es por pedazos, ma, que yo te escuché todo esto. Por requechos que me contaste. Pedazos que tejo. Rescato. Esto alguien lo tiene que escribir, decías, si no se va a perder, y es un montón lo que se nos escapa.
Y es “de a pedacitos” como Larisa hace este relato. Teje, como su abuela, pero palabras. Rescata, siguiendo el deseo de la madre: una operación de escritura como rescate de lo “pequeño”, lo mínimo, pero valioso y enorme para quien escuche con atención.
(Actualización diciembre 2022 - febrero 2023/ BazarAmericano)