diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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“En los bordes de la ciudad, en la Pausa”
Atlas del eclipse, de Reinaldo Laddaga, Barcelona, Galaxia Gutemberg, 2022.

Desde que me encontré, hace ya muchos años, con las fascinantes Tres vidas secretas. John Rockefeller, Walt Disney, Osama bin Laden, que publicó Adriana Hidalgo, y desde que leí el manuscrito de Un prólogo a los libros de mi padre (tuve la fortuna de editarlo en Beatriz Viterbo), no dejo de quedar atrapada, una y otra vez, y apenas avanza unas páginas la lectura, en dos cualidades que me parecen únicas en el arte narrativo de Reinaldo: esa maestría para entrar oblicuamente y a la vez de lleno en la materia del libro, y ese ojo finísimo, esa forma aguda de la intuición, que vincula unos raros conjuntos mientras hace de esa trama de inclinaciones comunes y de trayectorias convergentes, una clave, al sesgo pero certera, para pensar el presente, el mundo en que vivimos. Transfigurada por el siniestro Maelström de la pandemia, atravesada tal vez por el aire tieso de ese “corredor terrible” que abrieron los primeros meses de 2020, en la ciudad de Nueva York en la que vive, esa forma oblicua y filosa de la atención reemerge, y se amplía y se intensifica, en el hipnótico Atlas del eclipse, que acaba de editar Galaxia Gutenberg, en la colección Interespecies que dirige Jorge Carrión. 

Una primera lectura diría que Atlas del eclipse es la crónica de las largas caminatas en las que Reinaldo Laddaga se embarcó durante los cien días que median entre su contracción temprana del coronavirus, en una sesión de alucinaciones terapéuticas de la que participó en febrero 2020, cuando aún “vivíamos en la inocencia”, y principios de junio, cuando las desbordantes manifestaciones antirracistas por el asesinato de George Floyd inundaron las calles, y la ciudad decidió salir del encierro, y se precipitó entonces el desenlace del eclipse que la había paralizado. ¿Pero qué tipo de caminatas? No, claramente, las deambulatorias de un flanêur de la convalecencia, sino más bien unas caminatas “fanáticas”, asumidas con aires de determinación, que el recién recuperado de covid hace siguiendo el “curso torrencial del virus y de los humanos que intentaban evadir y controlar su arrastre”, y que lo llevan entonces hacia las brumosas periferias de Bronx, Queens, Brooklyn, en cuyas áreas pobres se había concentrado el grueso de los casos, y también hacia los márgenes en que se concentraban los sitios de las escenas más traumáticas: las morgues temporarias y los camiones refrigeradores, los portones de emergencia de los hospitales y los portales silenciosos de los asilos de ancianos, los cementerios y fosas colectivas, los barrios donde viven los que cuidan los ancianos y empujan las camillas, conducen camiones, recogen basura, limpian. La foto de este mapa, que sin dudas se va trazando y revelando a lo largo del libro, tan minuciosa en detalles y coordenadas como dura y sombría en las atmósferas, no tendría sin embargo que sugerir que el atlas resulta de una prolija planificación cartográfica ni de una ordenada vocación analítica. Por el contrario, casi diría que por momentos nos perdemos en el orden de los días, o no sabemos muy bien si la secuencia de los siete capítulos que siguen a la introducción observan un orden cronológico. Lo que, por cierto, no importa demasiado, porque ya desde la primera estación, en el hospital de campaña, nos succiona un movimiento mucho más profundo e interesante. Trato de graficar un par para que se hagan una idea. Segundo capítulo, primera estación: el caminante nos sitúa de entrada en el corazón oculto del Central Park, el Paso de McGowan, donde se forman enormes montañas de aserrín, producto del reciclaje de hojas secas y residuos, lo que le hace pensar en su temperatura de horno capaz de cocer un pernil, y recordar entonces las colonias de chiqueros donde ahora hay imponentes y elegantes edificios, pero también que ese fue el sitio exacto en que las Hermanas de la Caridad de San Vicente, de coraje actuación en otras epidemias del siglo XIX, establecieron un convento y un asilo. Después nos dice que si había ido hasta allí era en realidad para ver cómo la Cartera del Samaritano, la asociación caritativa dirigida por el principal promotor evangelista de Donald Trump, estaba instalando un portentoso hospital de campaña frente al Hospital del Monte Sinaí; que mientras desciende no puede dejar de imaginar al hipnotizador del Caso del señor Valdemar de Poe en su camino de McGowan a Harlem; y que ese trayecto es el mismo que hicieron los Central Park Five, los adolescentes afroamericanos y latinos injustamente condenados por el ataque y violación a una mujer blanca en una noche de abril de 1989, y que esa furia racista es la misma que hoy enceguece el odio de Trump, y el del evangelista Franklin Graham. Otro ejemplo, siguiente capítulo: parte de la visita a la estatua de Peter Pan en el parque Carl Shurz, del recuerdo de su casi hundimiento en las aguas arremolinadas del East River, y del registro de que fue precisamente allí donde tuvo lugar, en 1904, el dramático hundimiento del General Slocum, como en un Maelström de Poe; sigue con la vaga idea de llegar a Harlem, donde se topa con los camiones frigoríficos que lo paralizan frente al Hospital Metropolitano, que le hacen recordar las inclasificables memorias de Curzio Malaparte, para cruzar luego a las islas de Ward y Randall, ir a uno de sus pasajes favoritos y descubrir que están montando un taller de reparación de esos remolques, innovación técnica que le hace pensar en la Morgue de Desastres 4 que había visitado un día (¿cuándo?) en la terminal de Bush, en Brooklyn; y para seguir finalmente, cansado de tanta impotencia ante las nuevas formas de gestión de la muerte, y tomar el camino hacia Harlem, hacia el mayor complejo de casas de retiro para veteranos en desgracia, ollas populares y obras de beneficencia. Me extendí en estas vueltas no tanto para dar una idea de lo que podemos desorientarnos quienes no conocemos exactamente las distancias en esta Nueva York ampliada, sino para hacer visible una estructura compositiva que, aún a quienes no necesitan consultar el Google maps para saber cuántas horas pudo llevarle el recorrido, los perderá en circuitos ondulantes y envolventes, que van y vienen entre objetivos, desvíos, recuerdos, historias, conexiones mentales, y retornos desviados a los impulsos iniciales. Las fotografías que fue tomando con su celular recién comprado, como registro de las escenas, como ayudamemoria, siguen también los meandros no solo de la caminata por las calles sino los de la imaginación. 

Esta descripción que acabo de hacer tampoco tendría que dar la idea de una mera circularidad en el relato. Porque esas cápsulas narrativas, en las que emergen distintos planos y capas temporales, historias y visiones, tienen sus clímax, y hasta podría decirse que todo el periplo tiende, no como a su fin –porque no sabemos si efectivamente tuvo lugar en el último de los cien días–, pero sí como a un horizonte, hacia la visita a la Isla de Ciudad desde la cual mirar la legendaria e inaccesible isla de Hart: la isla donde la ciudad enterró durante décadas a los muertos que nadie reclamaba, a los muertos de sida, a los indigentes, y en la que ahora, para horror de los neoyorkinos, se está planificando sepultar a las víctimas desbordantes de la pandemia. Las experiencias y revelaciones que tienen lugar en estos últimos episodios del libro, y a las que me referiré enseguida, le dan al tramo el aire de un conmovedor desenlace. En este sentido, diría que Atlas del eclipse contradice, o simplemente desconoce, el principio que Georges Didi-Huberman formuló para su Atlas. ¿Cómo llevar el mundo a cuestas?, la muestra que, en la estela de Aby Warburg, montó en el Museo Reina Sofía en 2010: “No se lee un atlas –dice– como se lee una novela, un libro de historia o un argumento filosófico, desde la primera a la última página.” Pues bien, el atlas envolvente de Reinaldo Laddaga, sí; se lee como todo eso: una novela, un libro de historia, una crónica, un argumento filosófico. Quizás porque, aun cuando aplique, si bien siempre supeditado a la narración, la técnica del montaje, Atlas del eclipse se compone menos como una “forma visual de saber” (así define Didi-Huberman el principio del atlas) que como elaboración de una experiencia vital. Y es que, escrito “de golpe y sin querer”, el atlas de Reinaldo es ante todo –y recién ahora voy llegando al meollo del asunto– efecto de un impulso de caminar, más aún, del redescubrimiento de la capacidad de caminar, efecto de las reservas de energía que vuelve a encontrar en su cuerpo el sobreviviente: no el sobreviviente del borde de la muerte, porque la enfermedad nunca lo llevó a ese límite, sino el de la fatiga, el de esa inconcebible fatiga “en carne propia”, esa postración inaudita, ese eclipse. El descubrimiento es impensado pero de potencias insospechadas: “No podía leer como leía antes, no podía asistir a teatros y museos, no podía visitar a nadie, pero podía caminar. Y caminando descubrí que allá afuera la vida de la ciudad, en los márgenes del limbo que nos abarcaba, seguía desplegándose, crepuscular e intensa”. Atlas del eclipse se escribe con este aire: entre la falta de aliento y la hiperventilación del caminante, entre la extenuación extrema y el ímpetu del sobreviviente, siempre bajo la forma de una determinación “fanática”. Un quantum de energía con el que, después de todo, Reinaldo Laddaga reactualiza el intercambio de fuerzas que está en el origen del titán de la mitología griega, obligado a mantener la entera bóveda celeste sobre sus hombros, como castigo a la medida de la fuerza con que desafió a los dioses del Olimpo. 

En ese aire-aliento se juega la otra, y verdadera, zona límite de Atlas del eclipse. Su otro umbral. Más bien su nudo, su vórtice: el intersticio inquietante entre la vida y la muerte, esa definición en suspenso propia de los cuerpos en coma que a los vivos les parecen más muertos que los muertos, y que es precisamente el estado en que Reinaldo percibía la esquelética New York en los meses del eclipse. A ese estado, que lee en las más variadas tradiciones del Limbo, Reinaldo también lo llama “Pausa”, menos para significar detenimiento o desaceleración que para aludir a lo ominoso de ese dominio intermedio en el que se anudan el desasosiego, la angustia, la expectativa y también la ansiedad. Los escritos de Edgar Allan Poe –”La caída de la casa Usher”, “El pozo y el péndulo”, “El caso del Sr. Valdemar”, “La máscara de la muerte roja”-, en los que ahora lee retrospectivamente todas las figuras de la Pausa, se vuelven de inmediato lente y filtro, guía virgiliana de esos meses. 

Pero la percepción y la experiencia de ese interregno no es expresión de la fantasía; es efecto de la intuición más profunda, y radical, del libro: la idea de que, producto de la multiplicación de umbrales de existencia, producto de ese limbo que ocupan individuos cuyo estatuto de vivo o muerto nuestra ciencia no es capaz de determinar de manera inequívoca, y que los miles de cuerpos sostenidos por máquinas y tubos en las salas de emergencia de la pandemia hicieron descarnadamente visible, la idea de que, producto de esos bordes cada vez más difusos, “la muerte misma ha perdido su obviedad” y hoy estamos más tentados estamos a creer, con Poe, que nada muere nunca o, con Warhol, que todo vive solo a medias. “Como cada vez sabemos menos qué cosa es la vida, dejamos de saber con certeza qué es la muerte” dice Reinaldo. Este, para mí, el núcleo de una conmoción que Atlas del eclipse liga a su vez con la que producen las nuevas técnicas de gestión de la muerte, en las que tanto se detiene y que tanto observa, porque junto con la pregunta alarmante a la que nos enfrentan –¿cómo se vinculan esos cuerpos preservados, mientras no pueden ser velados, mientras la vida sigue desplegándose?– abren el umbral de un nuevo período en la historia de la muerte. Hacia 1936, Walter Benjamin, del que Reinaldo es un gran lector, veía un nexo indisoluble entre el fin de la narración, como signo de la experiencia en trance de desaparecer, y la modificación sustancial en el aspecto y el pensamiento de la muerte. Atlas del eclipse no enciende alarmas ni pregona fácilmente nuevas versiones de ese ocaso, pero esta –la del posible efecto que un cambio en la noción misma de muerte podría tener en nuestras formas de imaginar y de narrar– es una de las preguntas que invita a pensar. 

Ahora sí, pero viniendo desde otro lado, Reinaldo comparte esa aspiración de los artistas de atlas, que es convertir lo que su colección de imágenes hace visible en una potencia de ver los tiempos. No porque Altas del eclipse se plasme como una foto de actualidad, un google earth (que por otro lado siempre llega con retraso); sino porque inscribe la intuición de una época en que “se esboza a tientas el pasaje de Nueva York de un pasado en curso de cancelación a quién sabe qué futuro”, pero sobre todo porque es testigo de una radical dislocación del mundo a través de un tiempo desquiciado. Como si dijera, con la decisiva frase de Hamlet: “The time is out of joint”.

Tiempo fuera de quicio en el dominio de la Pausa, y también “Lugar” transmutado en puro “Espacio”. Porque si miráramos las superficies, los suelos, por donde se desplaza el caminante, sería notorio, creo, el protagonismo que tienen en el libro los sitios proteicos. Propios del origen insular de Nueva York, edificada en el archipiélago de un delta, los bordes de la ciudad son muchas veces riberas frágiles, lodazales, amalgamas de arena, barro y residuo. Pero las caminatas de Reinaldo gravitan también, notoriamente, hacia esos sitios que una vez fueron basurales y sobre cuya sedimentación fueron emergiendo las islas o las edificaciones, hacia los montes de aserrín en el corazón de Central Park o hacia el valle de cenizas que Fitzgerald coloca en el centro de El Gran Gatsby. En un sentido, Atlas del eclipse es también la historia de la transformación de las cenizas, de los pantanos, y de los depósitos de residuos (y la historia de Robert Moses, responsable del trazado y perfil de la ciudad, está en el centro), aunque me parece que la reaparición continua, en el relato, de estos terrenos cambiantes resuena con más fuerza aún en esas “arquitecturas ingrávidas” que el caminante cree ver, por ejemplo, en marañas impenetrables de ramas y zarcillos, en ondulaciones inquietantes, y ante las cuales cree estar atravesando un “desierto exuberante hecho de átomos de sensación” y “de cuyo espesor parecían emerger larvas de mensajes furtivos e incompletos”.

En lo que se revela, ahora sí, el gran principio del atlas que dice que su motor no es otro que la imaginación: no la fantasía personal o gratuita, sino esa facultad –dice Didi Huberman apoyándose en el Baudelaire que habla de Poe– que percibe las relaciones íntimas y secretas de las cosas, las correspondencias y las analogías, el montaje que descubre vínculos que la observación directa es incapaz de discernir. 

Por eso, más que un conjunto de pasajes literarios que el escritor recuerda mientras camina y escribe, los escritos de Poe son la lente que a Reinaldo le sirvió “para escrutar mejor lo que veía y protegerse de resplandores repentinos”. Es la lente de los miedos y de los terrores que asaltan cada tanto (no el miedo a la muerte, sino a la voz del predicador evangelista mentor de Trump, el miedo), la lente del fantasma de la claustrofobia del que huye. 

Por eso, y porque el tiempo fuera de quicio es también, como sabemos, el de los espectros, el atlas del eclipse tiene a su vez algo de fantasmagoría, de percepción alucinada que capta la “atmósfera de inverosimilitud [que] lo impregnaba todo en la pandemia, como si el mundo se hubiera vuelto una colección de telones agitados por ráfagas de procedencia ignota”, con la impresión de que en las calles se “había abierto un portal a través del cual pasaba una nueva población de criaturas de estatuto impreciso: espejismos, reflejos, fantasmas, cosas hechas de rocío o de vapor” y una serie de “arquitecturas inestables y visiones que la mayoría desconoce y que le producían –dice– la única alegría verdadera en ese tiempo de penuria”. Las novedades y discrepancias, entre lo que recuerda de la caminata y lo que ve luego en las fotos que consulta al regreso, son otras de las variantes en el juego de ilusiones ópticas. 

Crónica de los bordes de la ciudad y atlas de la imaginación, Atlas del eclipse compone un volumen aireado en el que tiempos y superficies se sobreimprimen unos a otros, en el que se conectan historias, imágenes, experiencias. Por esto, tal vez, todo el tiempo se me hizo presente Borges, nuestro maestro de los atlas. No solo el de “El milagro secreto” o el de las “Muertes de Buenos Aires”, que Reinaldo certeramente invoca, sino también el de “Sentirse en muerte”, ese texto temprano, que incorpora luego como un testimonio, y casi como una prueba, en Historia de la Eternidad. Recordarán, Borges quiere registrar allí una experiencia –una escena y su palabra– que tuvo en una de sus célebres caminatas por los suburbios de Buenos Aires, esas orillas que también para él son de “barro elemental”: la experiencia de haberse sentido muerto, de estar realmente en 1928 y también en 1870 y tantos, la experiencia de que ese momento es exactamente el mismo, no parecido ni idéntico, sino el mismo de treinta años atrás. En Atlas del eclipse, que es también una gran experiencia en la percepción del mundo, se reitera el registro de estas identidades en el tiempo y el espacio: llegar a los lodazales donde el estuario de Nueva York está igual que en 1500, y creer que ha desembarcado en el litoral del Río Paraná, donde creció; leer “El entierro prematuro” exactamente en el mismo espacio –en el mismo sitio– en que Poe lo escribió; y sobre todo, identificar la endeblez de Manhattan, bajo una espuma de nubes, en la visita final, con la que había percibido en el Central Park despoblado de comienzos de marzo. Para Borges la experiencia de la identidad de los momentos es, en 1928, la cifra epifánica de la eternidad. Para Reinaldo, que conserva en el horizonte los cientos de muertos y de cadáveres esperando sepultura y que fue y es testigo de la Pausa de 2020, esa experiencia es más bien la cicatriz que porta el recuerdo de la tristeza, del desasosiego, de la ansiedad. 


 

* Texto leído en la presentación de Atlas del Eclipse, en la Feria del Libro de Rosario, el 16 de setiembre de 2022.


 

(Actualización diciembre 2022 - febrero 2023/ BazarAmericano)


 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646