diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El tungsteno, segunda novela de César Vallejo (1892-1938) fue publicada en Madrid en 1931, en la Editorial Cenit, dentro de su colección “La novela proletaria”. Podríamos afirmar que es un producto genuino de su “etapa soviética”: los tres viajes a Rusia desde su residencia europea, su afiliación al Partido Comunista y las profusas crónicas sobre la vida en la URSS dan cuenta de ese interés político que se fija en sus páginas, interés que sostuvo y desarrolló en obras posteriores. Al mismo tiempo, se apoya en el conocimiento directo que Vallejo tuvo del trabajo de los mineros. Ese mismo año, en sus notas al pie del Kremlin, Vallejo señala en sus apuntes los “signos de estética” que formulan los escritores bolcheviques: “los temas literarios son la producción, el trabajo, la nueva organización de la familia, y de la sociedad, las peripecias y luchas ineluctables, para crear el espíritu del hombre nuevo, con sus sentimientos colectivos de emulación, creadora de justicia universal”. El programa de El tungsteno asimila las posiciones de un escritor que trabaja para un propósito colectivo y proletario, las enlaza con la cuestión indígena y con su crítica a las políticas neocoloniales en las que la minería ocupa un papel determinante en la explotación transnacional.
Hay, en esta novela de César Vallejo, líneas que se leen con absoluta actualidad; el extractivismo y los capitales transnacionales, los estratos de poder que se constituyen alrededor de una empresa extranjera y cómo esos micropoderes se organizan y combaten entre sí, el impacto ambiental y social que provoca la minería, el pisoteo inmundo y los manejos fraudulentos que sufren las comunidades originarias y, en este caso, la extracción de tungsteno como material necesario en la fábrica de armas para la guerra en Europa. También los poderes criollos, cómplices de la explotación, que se hacen fuertes en el mandato subalterno y reprimen a la población de la cual surgieron; la conformación de cierta aristocracia local, animada por el espejo deformante de la extranjería y sus modos de hacer política y regular la economía. Como contrapartida la organización popular, el alzamiento, la insurrección revolucionaria. En el medio, la visión indigenista y las contradicciones morales de la intimidad espiritual. Todo esto le valió a El tungsteno la consideración de panfleto y el desinterés de una crítica que dejó de lado el Vallejo del realismo socialista para valorizar, en cambio, al poeta vanguardista de Los heraldos negros (1919) y Trilce (1922).
Novela escrita en tres secciones definidas por la presentación del problema y su posible solución –la explotación minera y su contraparte revolucionaria–, repleta de personajes arquetípicos, escrita “desde afuera” por un narrador que entra y sale del programa social con astucia para interponer otras escenas y dilatarlas según un interés que trasciende el panfleto y la urgencia política, encuentra su fuerza en hablar menos de la extracción detallada del tungsteno y del inframundo con epicentro en el socavón que de los sufrimientos en los contornos sociales configurados alrededor del núcleo del sistema extractivo. Gracias a la empresa minera, “el dinero empezó a correr aceleradamente” y el flujo de las transacciones comerciales no deja de crecer; cambian de manos las tierras pertenecientes a las comunidades de soras y yanaconas, las voces cambian de timbre, la vida en la región queda presa de una economía capitalista en ascenso que sedimenta a partir de los enrolamientos que requiere la empresa Mining Society para la extracción de tungsteno, y todo para hacer, con suerte, “un capitalito”.
Quisiera focalizar la reseña en la que considero la lectura más actual que podemos ofrecerle a esta novela de César Vallejo: la posición y el rol de las mujeres que configuran la fractura expuesta del libro. Capitalismo, patriarcado y extractivismo integran sus fuerzas cuando expropian los cuerpos de las mujeres; si los indios son sojuzgados y explotados por “brutos” e “ignorantes”, las mujeres son la moneda de cambio y mercancía en los favores que prodigan los comerciantes criollos a las autoridades, para beneficiarse con sus políticas y fortalecer sus apetencias de ascenso social. El poder sobre la tierra es, en simultáneo, el poder sobre los cuerpos. Queda expuesta, en el caso de El tungsteno, una expropiación y borramiento territorial en los cuerpos femeninos, apartados de la Historia y condenados a la peor de las servidumbres.
Hay tres escenas extremas, impactantes, que giran en torno a la humillación y la vejación de tres mujeres, catalogadas como “queridas”, amantes forjadas en la violencia física y las condiciones de intemperie e inhumanidad en la que viven: el abuso tumultuario y la muerte de Graciela, la encrucijada sexual de la que es víctima Laura y la necrofilia que acomete un juez al cuerpo de Domitila. En el primer caso, el criollo José Marino, antes de ir a lo de su hermano a Colca con el propósito de reclutar trabajadores para las minas, entrega en su bazar “sumido en tinieblas” a Graciela –rotulada como “su querida”– al comisario y a los demás hombres vinculados con la administración de la mina; el abuso sigue un estricto “orden de jerarquía social y económica”. Las mujeres reclamarán ante las autoridades por el asesinato de Graciela, sin ser escuchadas porque los poderosos son los autores materiales del femicidio. En el segundo tramo de la novela, Laura –una joven india que en su infancia había sido vendida por su padre a un cura y luego “seducida y raptada” por Mateo Marino– es sometida a base de mentiras por José Marino. Aunque no confían el uno del otro, Mateo y José –la “doble cabeza” de Marino Hermanos, duplicación del victimario– fortalecen su fraternidad en el aprovechamiento sucesivo del cuerpo de Laura; sin recibir salario desempeña “el múltiple rol de cocinera, lavandera, ama de llaves, sirvienta de mano” y amante de los dos hombres, quienes sienten un “desprecio encarnizado” por ella ante las miradas de los demás. Laura es una mujer que no posee territorio porque ni siquiera su cuerpo le pertenece, confinada como está a las acciones asalariadas del trabajo doméstico, su espacio de descanso y trabajo es la cocina. Figura opuesta a la mujer del alcalde, quien a pesar de ubicarse en una posición más favorable, termina convertida en una figurita social de recepción, a quien Mateo Marino dispensa una genuflexión accidental y afortunada, en el afán de acercar sus “pulmones proletarios” a la emergente aristocracia de Colca. Ni siquiera el embarazo le servirá a Laura para que uno de los dos hombres –a quienes odia en partes iguales– pueda reconocerla como esposa. En el tercero de los casos, el juez corrupto Ortega, valiéndose de su autoridad, exhuma el cadáver de “su querida” Domitila, “en secreto y disfrazado”, para poseerlo nuevamente; hay profanación en ese cuerpo de mujer arrancado a la tierra, cuerpo extraído para ser de nuevo sometido, expropiado y despojado incluso más allá de su vida.
A modo de síntesis, la observación lúcida de Verónica Gago nos ayuda a poner en el centro la problemática estructural que Vallejo apuntó, con ojo clínico, en su novela: “cuando decimos que el extractivismo no es sólo una modalidad económica sino que es un régimen político, se visualiza una articulación: las violencias sexuales como violencias políticas en una maquinaria de saqueo, despojo y conquista”.
Las mujeres de Colca y de Quivilca, que levantan sus voces contra los poderes para reclamar justicia, no son incluidas en la tercera parte, las más programática de la novela, donde las conciencias de los hombres son las primeras en despertar al socialismo, al ímpetu revolucionario y la “conciencia clasista” que les permita diseñar una táctica de lucha, encarnada en “la unión de los que sufren las injusticias sociales” y la promoción de una “acción práctica de masas”. Es combatir, como grita Servando Huanca, para “vengarse de las injusticias de los ricos”. El modelo es Lenin, quien con su lucha en Rusia “va a poner en el Gobierno a los obreros y a los pobres”. Sin embargo, una vez terminada la tensa reunión entre el agrimensor Leónidas Benites, el herrero Huanca y el apuntador, este último enumera mentalmente, antes de entrar en el descanso, dieciocho –¡sí, dieciocho!– palabras y expresiones clave que, a través del recurso vallejiano de instalar un ayuda memoria y exposición didáctica en su cabeza, definen la lucha de clases y el hacer revolucionario. El pensamiento final está reservado a la chichera Graciela, asesinada brutalmente por “los gringos, José Marino y el comisario”. El largo camino de la lucha apenas comienza.
No olvidemos, por último que esta novela “indigenista-leninista, de militancia y propaganda” como la definió César Aira, una novela donde la extracción del tungsteno se lleva puesta a “la vasta indiada” reclutada por la fuerza y el engaño, fractura el paisaje, enfrenta a los criollos y destruye las vidas de las mujeres, fue elogiada por José María Arguedas, quien le comentó a su amigo César Lévano que la había leído “de un tirón, de pie […] afiebradamente recorrí sus páginas, que eran para mí una revelación” y fueron materia fundamental en las indagaciones que le permitieron asentar, en su proyecto literario, los temas trágicos de su tierra.
(Actualización diciembre 2022 – febrero 2023/ BazarAmericano)