diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Desde la primera página de La mujer sin razón de María Martoccia parece imposible sustraerse al encanto de la voz narrativa infantil de Isabel en el centro de una constelación de personajes retratados como fragmentos al imán de su curiosidad por el mundo adulto. La narración en primera persona se impone claramente en el conjunto de voces que se escuchan en los diálogos y relatos que van conformando el universo de la familia Marini. Su presencia es insoslayable y, con ella, la de todos los supuestos que asociamos a la mirada infantil: inocencia, curiosidad por la vida adulta, hipótesis fantasiosas sobre los otros y acerca de los hechos. Habría que ver, además, cuánto de esto viene a la memoria porque la literatura nos acostumbró a pensarlo de ese modo. En la voz de Isabel parecen escucharse la de los niños de Henry James y Lewis Carroll (evocado por Luis Chitarroni en la contratapa) y los de Silvina Ocampo, entre los que hablan en español.
En el relato de Isabel no está solamente la “focalización” desde la que se narra –la perspectiva desde la cual conocemos la historia– sino su catalizador. La niña es una suerte de intérprete a través de la cual los otros personajes y las historias entran a la novela y salen transformados por los sentidos que ella ensaya atenta a sus palabras, silencios, movimientos y vínculos. Su presencia se siente aun cuando, en pocas ocasiones, la historia se desplaza hacia episodios que no la involucran y conversaciones de las que no participa.
Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura, el foco deja ver su punto ciego; es decir, aquello que constituye su lado oscuro; que se escapa a la percepción, pero cuya presencia es tan ineludible como la zona iluminada. En ese punto ciego a la comprensión de la voz narrativa, aparece “la mujer sin razón” y, en ese contrapunto, la narración se multiplica en otras historias que se desenvuelven en general en forma fragmentaria o insinuada pero que mueven la novela más allá de las convenciones reconocibles de la memoria autobiográfica en primera persona.
“En el lenguaje está todo”, decía Martoccia en una entrevista radiofónica reciente. La novela no la desmiente ni contradice. Isabel está en el centro de la vida familiar que se despliega en dos órdenes concéntricos en los que se abisman los sentidos de todo lo que se dice y se calla: por un lado, la familia nuclear de una madre depresiva, un padre vulnerable y un par de hermanos mellizos reducidos a la indiferencia de su condición doble pero idéntica. Por otra parte, la familia extendida de los abuelos paternos, de los tíos paternos; del personal de servicio de la casa paterna y hasta los amigos del padre cuyas presencias marcadas y diarias resultan de todos modos tan decisivas como el fondo desdibujado de las alusiones a la familia materna que gravitan fuera de foco como sobreentendido injurioso en las conversaciones y en las tensiones de las relaciones entre los personajes. Lo mejor de la novela es lo que pasa entre estos dos órdenes o, más precisamente, cuando ambos se encuentran en las preguntas de Isabel sobre la salud de su madre; las imposibilidades del padre o el origen de la fortuna del abuelo. También en las ocasionales conclusiones con las que pretende aprehender lo que pasa entre las sentencias de la abuela que contrarían las de su madre; las explicaciones científicas del padre y las habladurías del personal de servicio. La narración lineal –apenas interrumpida por breves referencias al pasado– vela el carácter dinámico de la interacción entre los diferentes planos, historias y niveles de realización y latencia de los sucesos o de lo que efectivamente sucede y lo que sobreviene. No es poco que la novela comience con una mudanza y termine con la decisión de un viaje, pero tampoco que la vida de los personajes se resuelva en distintas formas del desplazamiento (visitas, viajes al interior, citas, encierros) que dan lugar a que algo ocurra por fuera de lo previsto. A Isabel las voces que nombran el mundo adulto le proveen de vocabularios mediante los que, al tiempo que construye para sí nuevas representaciones sobre los otros y sobre sí misma, se revelan fragmentos desarticulados del discurso familiar: “latifundio”, “callejera”, “compuesta” (“tan compuesta, toda una señorita”). Los refranes, las frases hechas y los lugares comunes pierden su eficacia y chirrían cuando una nueva palabra entra para conmover lo conocido: “las razones siempre pueden ser otras”, le había advertido su madre.
Todo se transforma en torno al aprendizaje de Isabel. Su aprendizaje, de todos modos, no es sino una larga preparación que se sustrae a cualquier forma de evolución o de lección. De hecho, Isabel no crece y la escuela solo es motivo de conflicto: “A la escuela hay que ir nomás”, le dice su madre, que puede citar, pero no recordar que fue George Bernard Shaw que dijo que “desde muy niño tuve que interrumpir mi educación para ir a la escuela”. Su formación es un ejercicio en el que conocer no se confunde nunca con saber; la comprensión es una fuerza antes que un estado y la razón pierde esta vez la batalla frente a las posibilidades de la imaginación, la intensidad de las pasiones y la deriva de la conversación. En este devenir de la niña será fundamental el vínculo con la madre y la dilogía –los significados epistémico y moral de la idea de “razón”– que introduce el uso libérrimo del verso de Sor Juana Inés de la Cruz que se descubre en el título de la novela.
(Actualización diciembre 2022 - febrero 2023/ BazarAmericano)