diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“Durante la última semana he estado dibujando, sobre todo flores, motivado por una curiosidad que poco tiene que ver con la botánica y con la estética. Me he estado preguntando si las formas naturales –un árbol, una nube, un río, una piedra, una flor– pueden ser miradas y percibidas como mensajes. Mensajes –es obvio decirlo– que nunca podrán ser verbalizados y que no nos están particularmente dirigidos. ¿Es posible “leer” las apariciones naturales como textos?” John Berger
Las dos primeras cosas que se me vinieron a la cabeza al leer La chacra de las fresias de Emilia Pequeño Roessler, fueron las fotografías de Gabriela Mistral y de Guadalupe Santa Cruz regando sus jardines. Gabriela en su casa de Roslyn Harbor en Nueva York, Guadalupe en su casa de Pasaje Navarrete en Chile. Luego, imaginé una conversación entre ambas que escuchábamos Emilia y yo. Mistral, le preguntaba a Santa Cruz ¿cómo hace usted sus versos? Y para no “reducir [ese] capricho consuetudinario” como llamaba a la escritura la poeta, Guadalupe contestaba: “No sé escribir. Hago jardines”.
Mientras que Mistral se encapricha con las palabras y plantas y anota cuidados, Guadalupe se convierte, a medida que escribe, en una jardinera china como la ha llamado, por su carácter intempestivo capaz de hacer justicia al presente, nuestro amigo en común el filósofo Rodrigo Karmy, en Fragmento de Chile (2019) porque en ella “juega un modo de escritura concebida como trabajo de jardinería”. Es una jardinera que, como Emilia, “asume la escritura como su médium. No despierta frente al escrito, sino en él. Y no despierta en la escritura como si esta pudiera llevar consigo una última palabra, sino en una escritura que devanea en los acantilados de lo impersonal y, a su vez, de la multiplicidad inherente a ella. Como médium ha de ser una necesariamente entre otras”, escribe Karmi Bolton más adelante.
Me gustan aquellxs jardinerxs atentxs a escuchar a flores y plantas y prestar oído a sus cuchicheos y pactos, a “su lengua casi inteligible” (La chacra…), secreta y desplegada. Son jardineras que se quitan “el pan de la boca para alimentarlas” (La chacra…). Emilia es de esta laya, atenta y abierta al lenguaje de las flores se posa junto a ellas, o se arrulla, en un espacio reducido que el lenguaje va ensanchando, porque palabras y plantas son “seres ontológicamente anfibios: conectan los medios, los espacios, mostrando que la relación entre viviente y medio no puede ser concebida en términos exclusivos (…) sino siempre inclusivos [porque] la vida es siempre cósmica y no un producto de nicho”, como dice Emanuele Coccia en La vida de las plantas (2017).
Leer y escribir el lenguaje de las plantas se transforma en este primer libro de Pequeño Roessler, en amar lo que devuelve amor y en interrogación. Se abre con una pregunta sobre lo que no hay y sobre lo que crece, y como pregunta-escritura conmemora: “¿recuerdas el día que llegamos y este era un sitio eriazo?/ los hierbajos luchaban por un centímetro en la llanura/ la tierra era tan seca que si corría viento se levantaba polvo// era como estar en la pampa/ había que cerrar los ojos para no llorar”. La memoria, aunque parezca íntima, es intrusa y forastera. Se esparce como enredadera. A veces es un manchón “de sol y humedad”, un manchón de colores y otras gris y seco. En su aire, espesura y broza disparan la posibilidad de pensar y sostener el desaliento, enredándose –mezclándose– a nosotros cuando jardineamos. Crecer es una lucha, no puede un jardín desbrozar por sí mismo las amenazas y violencias. Se precisa, como escribe Emilia, “trizar vidrio y clavarlo/ sobre el cemento fresco del borde de la tapia”. Se necesita de manos y palabras para apartar la conminación. Las flores, pequeños artefactos, desactivan solo con ayuda, la lógica de la destrucción.
Lxs jardinerxs y floristas, como Mistral, Rulfo, Bellessi, Di Giorgio, Santa Cruz, Sebastián Herrera, Victoria Ramírez y Coccia, entre otrxs, y también Pequeño, harnean las páginas y se sacuden de las lógicas absolutas del lenguaje y de sus tecnologías de seguridad, que prohiben y podan no para que todo prolifere sino para destrozar. En su pequeña pero extensa parcela, Emilia dialoga con sus abuelas, con el saber mistraliano sobre las flores, y con Marosa di Giorgio, para quienes las flores son letras, un alfabeto donde podemos encontrar animales e insectos. Una tipografía entera en la naturaleza –que hace su inmersión en el pensamiento amenazado por las larvas–, fragmentos intermitentes, pequeños pasajeros que viajan con nosotros en el tiempo y la geografía, desde el pasado al ahora, sin continuidad ni valor redentor, como potencia acéfala que en el revoltijo de barro y lengua despedaza todo principio y acuerdo. Hay, entonces, que “moler con los dientes cáscaras de huevo/ (…) prevenir la podredumbre de las larvas/ que (…) asedian y carcomen los pensamientos/ la mordida del murciélago/ se acurruca en las enredaderas/ telilla membranosa/ tierra con tierra”.
Lee y escribe esta jardinera, no literalmente sino de soslayo. A pesar de la infructuosa poda, insiste en el cuidado. Entre el desorden y el apremio deja entrever el latido del lenguaje, mientras “la carne hiede entre los botones”. Las criaturas que se ocupan de estas páginas en silencio, una por una, enredadas, haciéndose hueco, forman lentamente una escritura que, palabra tras palabra, se enmaraña mientras avanza y retrocede. Centímetro a centímetro, en la intemperie y la persistencia quiere comprender. Emilia Pequeño trae su propio herbario y su propia excritura, las palabras como los hierbajos luchan por abrirse camino. El poema intenta salvarse de sí mismo, es de su propio exceso, de luz y sombra, de lo que desea ampararse mientras “moja[r] la ciénaga” y “ve[r] las flores agotando otro día”.
El deseo, en La chacra de las fresias, está unido a una férrea defensa, quizás porque articula su propia necesidad de protección y espera, mientras se pasa el invierno y se procura aletargar el malestar, en el ruego con que se intenta alejar los peligros hasta inmolarse. Pero el pensamiento, cada noche, desea evitar su intranquilidad, intentar un repliegue frente a los picoteos de zorzales y la costumbre: “pienso cada noche/ antes de cerrar los ojos/ con una piedra en el pecho/ que no fueron las abejas ni los zorzales/ la culpa fue nuestra/ por dejarlos entrar al jardín”. Hay amenazas –como las plagas, que no avisan, que muerden, destruyen, aparecen y reaparecen– cuya insistencia merma toda corrección, se hace maleza atrapada entre los muros. Escribe Emilia: “quiero que estos brotes sean bosques/ frondas azules que revistan la casa/ que las flores en su aroma perfumen los rincones/ acaricien los pimpollos sonrosados/ riego cada día de muralla a muralla el jardín”.
Pero ¿qué se riega, corrige y fertiliza?, qué cuando se muelen “pastillas fertilizantes [en] gotas de agua”. Qué protege, verdaderamente, la labor escritural de “hacer una pasta con el sedimento/ esparcirla por las hojas/ que se haga costra/ en silencio lamerle los parásitos a cada una/ petricor de enzimas trasplantadas llueve la sangre de mi sangre”. La sangre fertiliza o se vuelve estéril, dependiendo de cómo penetre e infiltre la vida y el cuerpo: “cardenales mis entrañas/ en las murallas se descascara el papel manchas de sol y humedad/ caras de vírgenes trozadas por los hongos”. Las yemas de los dedos, se hieren, rozan y toman lo que hace arder la propia lengua. Allí donde todo es fragilidad, las lavandas, las flores más débiles, arrinconadas, enfermas, en peligro de secarse siguen abiertas ante los punzones indelebles de las ortigas. La debilidad implica desamparo y defensa ante el escozor e inflamación de un delicado cuerpo que, pese a todo, gravita y se recupera entre dos cabos: enfermedad y necesidad.
Un jardín, por tanto, no es sino la posibilidad y metáfora de instalar las férreas defensas que el cuerpo necesita. Nadie sabe lo que puede un cuerpo. Nadie sabe lo que puede un poema. Sus codos, yemas, sus dedos observados por los pájaros y “los restos del sol de la tarde”, sus púas y huellas, se enconan para persistir y guardar una memoria como se enconan ciertas flores “muy pequeñas si las toman para cortarlas”. Canto y flores son acogidos y acunados entre arrullo y rasguño, pero hay que intentar nutrir, a como dé lugar, la paradoja: fuerza y debilidad es lo que extiende una vida y “se dispersa[n] con el riego”. “La paja y el polvo no se separan/ de sus nervaduras”, la escisión perdura en las yemas. “Las manos temblorosas buscan[do] la densidad de las astillas” para escribir desde sus fragmentos en un páramo donde debemos hacer crecer lo que no puede crecer, lo que está prohibido, porque después de todo escribir, como señala Czseslaw Milosz, es una estrategia de protección, de alcanzar lo que desaparece y se renueva. ¿Enredar y desenredar no es acaso la travesía que nos permite alcanzar lo que media entre un aliento y otro?, ¿entre lo que se ausenta y restituye?
La rutina, a veces “quebradas llenas de roña y aperas”, entra en el cuerpo como entra por las raíces fibrosas y los tallos huecos. Reviste y resguarda del angustiante día a día: la casa fragmenta y reparte el tiempo. Su reanudación escancia la finitud, permite escuchar ese fraseo extraño como si fuese “un ruego que se difumina con el frío”. Un cúmulo de flores, los poemas, murmuran y cuchichean; en su reciprocidad decantan nuestra imaginación y reparten el espacio: “algunas plantas se llevan mejor con otras/ cuchichean/ se ríen de nuestro cariño/ sus raíces abrazan pactos que no entendemos”.
Conversamos con otrxs jardinerxs que amamos, sabemos de sus gestos y palabras, hacemos pactos secretos con ellxs. Nada que implique nuestro pan no recoge de la poesía, lo peligroso en la poesía, como pensaba Aldo Oliva, es el futuro y la belleza que encierra. De esto no podemos deshacernos, aun cuando, entrar en ella, sea adentrarse en una trampa viscosa en que solo nos aproximamos a la salida. También a ella la sostiene un espacio vacío, también a ella se le incrustan guijarros en la carne sin piedad alguna. Emilia Pequeño se adentra en esta trampa al “caminar el tapete tupido que entrelaza/ los dedos del pie a las margaritas”. La chacra de las fresias, su fuerza intrínseca, ante un mundo y una experiencia degradados, inscribe en otro lugar el lugar propio, dislocado y descoyuntado porque, pese a todo, “el dulzor del fruto rueda en el maicillo y se lesiona”, pero hay “miel que suaviza las grietas/ hilillo de agua/ piedad de estero”.
Se riega el pensamiento como se riega un poema, el país ciénaga, el afuera dormido en su desolación. Es una obstinada defensa contra la hostilidad; y el cuerpo, que vive limitado, tironeado, incluso suprimido encuentra cuñas (palabra usada por Emilia) para protegerse. Entre cabos alcanza, vaporiza y expectora frases y, de ese modo, reaparece, resucita en medio de la maraña y de la trampa, mientras recuerda, recolecta, espiga, cuida, conserva, identifica, se resguarda y se compromete. Escribe Emilia: “las plantas son capaces de memorizar el paso del tiempo/ identificar la estación según la longitud del día/ la temperatura del agua/ y el estado anímico de quien las riega”. Narra el dolor, empolla el paso del tiempo para evitar la alteración y la novedad: “a veces no hay más que el miedo/ a que la rutina se vacíe/ si por generaciones el riego ha sido la razón/ de entrarse cada atardecer/ sellar las calles con silencio”.
Narrar los hechos y relatarnos a través del jardín, flor o poema, no es una inscripción cualquiera, no implica preeminencia, sino una avería en el curso de los acontecimientos. Este poema, artefacto verbal, cuña, llanura, planicie, hierbajo, semilla, brote afirma lo que puede desmoronarse, pero también abre y atraviesa, ajusta y hiende, calza y divide, sostiene y recibe, y así como el rincón de la jardinera sirve para enterrar a un cachorro, se sostiene y rinde ante la fuerza de la muerte: “el rincón de la jardinera/ en que enterramos al cachorro el verano pasado/ quedó tan ácido que nada pudo echar raíces/ a la mínima amenaza de viento se retuerce/ es un ánima”.
Escribe Pequeño Roessler: “cuando la oscuridad empieza a consumir las retinas/ mojar la ciénaga/ ver las flores agotando otro día/ acostarse el invierno entero a esperar/ cada año hibernando la angustia/ que el jardín no vuelva/ que todas nuestras plantas se extravíen/ antes que llegue la luz”. Pasar el invierno, echar raíces, agotar los días, detener el desasosiego en la intensidad de la ausencia y el peligro, en el ácido sobre lo que nada crece. Hibernar y escribir, escribir hibernando, avistar y esperar, como las cuñas de la cordillera que muestran lo que viene, el sol de la mañana, lo que antecede. Ese tiempo anterior, escanciado por la geografía, notifica en este poema el momento para incubar y protegerse: “antes que saliera el sol de las cuñas de la cordillera/ sentábamos nuestros cuerpos como empollando las semillas/ para salvarlas de la intemperie”.
El poema, el jardín, escribe su defensa mientras todo se desmorona y embiste la hostilidad, las plagas, los colmillos de un cachorro, el frío, la aridez. Lo carcomido es lo que lleva la cuenta del año. Cada espacio de tierra actúa como defensa ante el dolor y lo que no se puede evitar: la intemperie, es decir la poesía. El poema sin intervenir, interrumpe el cotidiano amenazante: “no cruzamos mirada/ el cuidado del suelo nos roba/ varias horas del día y las ganas de hablar”. Cuidar el jardín, la rutina, acorta el día, dilata el silencio, cuando “la insistencia es un gesto más sólido que la palabra”. Las palabras, como la tierra, se aprietan, se remueven, se criban, se cavan, sostienen una vana e improductiva creencia, aparecen desde cualquier lugar, desde el “beso del rocío” y desde “los alambres pelados que refulgen sus orillas”. No puede haber desidia, “basta el mínimo descuido/ un día sin lavativas [para que la amenaza] (…) tome[n] confianza”.
La obstinación es otra forma de escritura, exigencia y anhelo. Escribe Emilia: “creemos que los pellizcos a la tierra/ harán algo contra la terquedad de las malezas”. Pero la maleza escribe con mayor rapidez y empecinamiento. “Pienso frente a los socavones/ no hay que perder la esperanza/ cuando el sol nos queme las manos/ las fisure como cuero viejo sin curar/ y sintamos el dolor bajo las uñas laceradas/ las violetas guiarán con su perfume/ los dientes de nuestros rastrillos// no hay amor en esta casa/ más grande que este/ que les guardo”. El amor acontece porque “la razón es una flor”, como señala Emanuele Coccia, y “la razón no es sino esta pluralidad de estructuras de atracción cósmicas que permiten a los seres percibir y absorber el mundo, y al mundo estar completamente en todos los organismos que lo habitan”. De tal manera que, agrega Coccia, “las plantas representan la única grieta en la autorreferencialidad de lo viviente”.
Las jardineras y floristas, como Mistral y Santa Cruz, disponen cuñas. La flor es una, no para sujetar o atravesar, sino para proteger y evitar la caída. Acciona una rutina que aleja el temor. El lenguaje de las flores, de la jardinería, también se dona, se entrega, se traspasa, es poema y diálogo en tanto es contagio perpetuo, hojas perennes e incesantes. El riesgo, el azar al que se dirige el deseo hace plantar, jardinear, cavar, buscar una memoria, perfilar un límite, soslayar la inclemencia: “una incubadora que ataje las ventiscas/ una rejilla que proteja los brotes/ luces infrarrojas para sortear el frío/ solo un amasijo de artimañas”. El peligro está en cada uno, así como la reiteración, la privación, la duda y la insuficiencia: “en la persistencia de la cochinilla/ pudimos comprender// una casa sin el seno de una madre/ es un tabique con un forado en su centro”.
No hay, por esta falta, protección alguna. La escritura-jardín de Emilia emprende, finalmente, un deseo de complementabilidad y una protección infructuosa. Quizás a la familia, a toda familia, solo “la sostienen los espacios vacíos que dejamos en la casa/ como la mesa del comedor/ o la muralla descascarada por el moho”. A través de ese tabique, de ese agujero, ninguna amenaza puede ser detenida. No hay defensa. Sin embargo, por ese forado se puede oír aún la voz de una madre, se puede acercar el oído y extender la mano hacia un recuerdo: tramas y escrituras. Las palabras, como “la incisión fungiforme de la peste”, se rehabilitan y también carcomen con su mezclas multiformes irreductibles, como un poema que permanece de pie, que se pierde, que retorna, que se encarama por las paredes, que se desliza agarrándonos los pies.
“Un jardín es una casa [dice Emilia] que se habita desde fuera/ el sueño de poder apropiarse del lujo/ en la comodidad del hogar”. No hay otra manera posible de habitar, de ser forastero en una intimidad que se habita desde el exterior, que desordena la costumbre e intenta ponerle un cerco al miedo y a la hostilidad, mientras se “intenta a golpetones cultivar lo salvaje de la muerte”. La rutina, siempre a punto de vaciarse, escribe lo que vendrá y el sobresalto. El porvenir y la finitud que se aproxima y que, al mismo tiempo, intentamos apartar.
* Texto leído en la librería Alma Negra el jueves 16 de junio de 2022, con ocasión del lanzamiento del libro de poesía La chacra de las fresias de Emilia Pequeño Roessler.
(Actualización agosto – septiembre 2022/ BazarAmericano)