diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Monarca es un libro de seis relatos que Julieta Elzeard escribió a los diecisiete años. Obtuvo el primer premio en categoría juvenil en el Concurso Municipal de Narrativa Manuel Musto 2021. Me detengo en esto porque “lo juvenil” adopta en su escritura la potencia de la infancia, no la de la cronología temprana de una vida. Sino una enfática sensibilidad escrituraria en la cual la temporalidad es uno de los aspectos a arruinar, a descomponer, a poner en juego.
Los cuentos despliegan una variedad de gustos, tonos, texturas, están atravesados por haikus, por ejemplo:
tu aleteo
comienzo de locura
déjame en paz
En Monarca hay pasajes que nos acercan a escenarios conocidos: el río Paraná; zonas de la ciudad de Rosario que son descubiertas en la escritura, por la escritura que, de pronto, por efecto de esa composición comienza a desdibujarse y aparecen sombras de la ciudad misma, matices, pozos en forma inquietante que, por momentos, recuerdan “la zona” de Stalker, la película de Andréi Tarkovski.
Podríamos decir que todos los cuentos están enhebrados por estas sensaciones ambivalentes. Cierta familiaridad y un horror: lo siniestro, entonces, aparece. Como se advierte en la contratapa del libro hay misterio, realismo, policial, rememoraciones oníricas, buitres, amor, ahorcados, poetas suburbanos, Eduardo Wheeler, principalmente, poeta de la ciudad de Granadero Baigorria que la autora conoció visitando bibliotecas y en cuya biografía se encuentra trabajando.
Monarca conquista gestos de nudos, nudos magníficos, débiles y fuertes, entre lo concreto y fantasmagórico, como una apertura a un mundo olvidado e inolvidable a la vez, pero que quiere ser habitado en una escritura que se toca con la imagen en muchas escenas de sus narraciones. Esto es una peculiaridad del modo de escribir de Elzeard y también es literal: la autora ilustra diferentes momentos de sus relatos.
Quizás por esa hermandad entre escritura e imagen los detalles de los lugares, los espacios que se construyen son tan milimetrados como una toma microscópica y, a la vez, repentinamente, los planos se expanden y el fuera de foco nos conduce a una incomodidad que nos ubica en otra parte.
En “Beso francés”, el cuento que abre el libro, los personajes planean un día de río y arena, un paseo convencional, del cual son expulsados con violencia y terminan, fundamentalmente la personaje principal, en un estrambótico paraje: “¿Allí dónde? –dice la narradora– No lo sé. Sin embargo, puedo decirte que era un lugar en el mundo”.
Las visiones de contraste cruzan la luz y la oscuridad en “Finis Gloriae Mundi”, relato en el que resuena una armonía melódica de amores y peonías, de viejos bares de barrio, Mendoza y Alsina, Ezeiza, Jujuy, recuerdos familiares junto a buitres devoradores de carne humana. Es un cuento que se expande ? con citas de Dante, Tito Livio, una historia de amor, una investigación peligrosa y un viaje infernal ? y se comprime. La gran extensión del relato parece querer concentrarse y cuidarse de sus propios terrores y lo hace en los haikus que la condensan, y que contienen en su suavidad la brutalidad de los acontecimientos.
En los dos relatos que tienen como protagonista a la detective Luisa Brookers, “Las sonrisas de Luisa” y “Luisa y la opresión de las rosas” vamos conociendo por sus presentaciones altisonantes, por ejemplo, en una de ellas dice: “Varios ojos giraron hacia mí ¿Si me importó? Claro que no, generalmente soy de causar hartas impresiones en la gente”; vamos conociendo decía, a una protagonista que comienza a despuntar. En ambos cuentos se combinan los ambientes, personajes y las formas del policial, cruzados por cuchillazos de humor y situaciones desopilantes.
En “Las sonrisas de Luisa”, la protagonista desentraña un misterio antiguo cuando retorna al lugar donde vivió su infancia, con un plan rotundo en el que muestra la determinación que caracterizará la forma de ser de la detective. Además, deja abiertas otras aventuras que nos anuncia ya nos contará. En “Luisa y la opresión de las rosas”, Luisa, “la señorita de la boina”, como la llama el médico forense, presenta otras facetas mientras se afianza en su temperamento ingobernable. El tono cambia, el caso se orienta hacia al drama y el policial se ahueca y dilata en una trama más compleja que la anterior. La interacción con los personajes se dinamiza y se entablan vínculos donde la detective comienza a mostrar su costado más sensible sin abandonar su desparpajo intratable. El momento en el que despedaza, casi sin advertirlo, los pétalos de una rosa revelan una impotencia que parece cargar en su historia, que se va, poco a poco, develando. El mundo de Luisa se amplía, los personajes distinguen sus peculiaridades, principalmente el joven asistente del inspector, el “aprendiz confundido” Tanaka Ryu, obsesionado en tomar notas del caso y también “sobre lo lunáticas que pueden ser las personas”.
Si bien los dos relatos son diferentes los reúnen los vaivenes temporales. Así cobra fuerza la ambigüedad cronológica. Como a veces no sabemos dónde estamos otras no sabemos cuándo pasa lo que pasa: ¿instantes?, ¿el tiempo sibilino de los sueños?, ¿siglos pasados? Pistas desopilantes de Luisa: “Los caballos hacían mucho escándalo y los lugareños se encontraban atolondrados y distraídos, caminaban derechos, apurados, con la mirada hacia algo que siempre estaba a mis espaldas”. Eso que no se puede ver nos acecha y nos fascina en la lectura del libro en general.
Los personajes, además, interpelan al lector, se dirigen a él, juegan con él. Eso nos introduce aún más en los intersticios del mundo Monarca, nos entromete y quedamos impregnados.
La ubicación y la desubicación por las que nos mueven los textos tiene muchas facetas: nos dan certidumbres que rápidamente se desmoronan, nos estropean un poco para luego hacer surgir una realidad de hierro. En el cuento “El barón”, eso se pone en juego en los tensos equívocos del dialogo entre lo animal, lo humano y las cosas que comparten una extraña convivencia, una lenta agonía porque se sospecha un evento climático catastrófico del que ya nadie los salvará, y el palazo en una cabeza aclara la escena que nos había ensoñado durante la lectura y nos despierta de esa noche de abstracciones y prodigios.
Y “Monarca”, el cuento que da nombre al libro y lo cierra, intensifica las atmósferas fluctuantes y heterogéneas en las que nos mantuvo la lectura. “Monarca” crea un personaje doble que nos retrotrae a los otros relatos como si todo se hubiera tratado de una película, o de trozos de un film que se va montando entre la desesperación y la desesperanza que una mariposa hubiera pensado. “Sí, pensado”, afirma el narrador. Las delicadas capas de cada cuento, entonces, la fortaleza y los padecimientos de los protagonistas, la respiración que parecen tener las cosas, las risas, los gritos cobran más brillo en la fragilidad encantadora de una mariposa. Los puños de las palabras se abren como manos amorosas, y terminamos monarcas, con alas que generan la experiencia de un viaje, que, aunque finitas, efímeras nos dejan como lectores en un vuelo inacabable.
Los cuentos de Monarca que conviven en indeterminaciones, en cuerdas flojas, en espacios, tiempos y personajes exaltados, escritos de una manera muy singular, con voces que parecen extranjeras y cercanas, componen un libro de excesos y sobriedad, de lírica y tormentos que evocan a Edgar Allan Poe, por momentos a la ambigua infancia de Silvina Ocampo y una inédita y enorme ternura que recuerda a las películas de Leonardo Favio.
(Actualización agosto – septiembre 2022/ BazarAmericano)