diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Voy a abrir con un rodeo. Ténganme paciencia. Prometo llegar a un punto.
Comencemos por cuatro escenas, cuatro escenas del cine que podríamos llamar “escenas técnicas”, dividas en dos pares contrapuntísticos. La primera corresponde a la película El acorazado Potemkin (1925), de Serguéi Eisenstein. Sabemos que en los comienzos del cine hay un interés particular, muy especial, por la máquina, pero no solo por la máquina en términos estéticos, por su monumentalidad, por sus brillos centelleantes y sus ronroneos metálicos, sino por la máquina en términos exclusivamente técnicos. En Tiempo modernos (1936) Chaplin era absorbido para siempre por los engranajes gigantes de manera inolvidable. En el caso de la película de Eisenstein, vemos numerosos planos del interior del acorazado donde se nos muestra, en varias oportunidades, el cuarto de máquinas. La escena a la que me refiero, concretamente, dura unos pocos segundos. Digamos diez segundos. Vemos a un hombre girar unas manivelas. Acto seguido, esas manivelas activan unos engranajes rotativos –un anticipo relampagueante de Chaplin– y, por último, el montaje deriva en el movimiento exterior del cañón del barco. La secuencia hace hincapié en el mecanismo: lo que Eisenstein quiere que veamos es que existe un dispositivo por el cual el movimiento de ese cañón es posible. Un hombre activa ese aparato de poleas y engranajes. Pero aún más: ese mecanismo rotativo se parece mucho al del cine, al proyector de cine.
Pasemos a la siguiente escena, en este caso de la película Transformers (2007), de Michael Bay. En verdad no se trata de ninguna escena en particular, sino más bien de distintas escenas en donde los robots cambian de forma. En el contraste entre El acorazado Potemkin y Transformers aparece –o mejor dicho desaparece– algo: el mecanismo brilla por su ausencia. Los robots se transforman como por arte de magia. Sus movimientos no dejan de ser verosímiles, claro, pero no tenemos acceso a sus engranajes. Por otro lado, no habría que olvidar la procedencia de estos seres maravillosos: vienen del espacio exterior. Pero ¿cómo? ¿Por qué un extraterrestre tendría forma de radio, o de camión, o de avión? ¡El capitalismo es alienígena!
Pasemos, ahora, a la siguiente dupla de escenas técnicas. La primera es nada más y nada menos que La salida de la fábrica Lumière en Lyon (1895), dirigida por Louis Lumière y considerada como la primera producción en la historia del cine. ¿De qué se trata? Bueno, vemos a unos obreros –en su mayoría mujeres– que trabajan en la fábrica de aparatos fotográficos Lumière, en Lyon, saliendo por la puerta que da a la calle Saint-Víctor, después de una jornada de trabajo. Cuando terminan de salir –son más de cien– el portero cierra las puertas y eso es todo. Los 46 segundos que dura el plano son suficientes para entender que esas personas representan los engranajes de la fábrica, una de las protagonistas del cine moderno. En otras palabras: la fábrica no marcha sola, hay gente adentro de la fábrica responsable de su funcionamiento. Hay una suerte de desmitificación ahí, como cuando quitamos la sábana blanca de un fantasma y, abajo, vemos la persona de carne y hueso que la agitaba. Digamos: hay humanos adentro del monstruo, no teman. ¡El capitalismo es un humanismo! Recordemos oportunamente que Marx decía que la fábrica es una “casa del Terror”. Pero entonces ¿qué sucede en Charlie y la fábrica de chocolates? Tanto en la novela de Roald Dahl (1964) como en las versiones cinematográficas de Mel Stuart (1971) y Tim Burton (2005) el gran misterio de la fábrica es que nunca nadie ha visto salir ni entrar a ningún obrero. Es exactamente lo contrario de lo que encontramos en las apostillas del cine: otra vez, el mecanismo es un misterio y el capitalismo es representado así, como una asombrosa e inexplicable fábrica que funciona por sí misma. La fábrica de Willy Wonka es un escenario-pregunta, como una isla. Cuando en una película aparece una isla, siempre nos preguntamos: ¿qué hay en la isla? ¿Hay algo escondido? ¿Vive alguien ahí? Las islas invariablemente esconden algo, ¿no es cierto? Incluso cuando están vacías, una presencia fantasmal parece habitarlas. Sucede lo mismo con la fábrica de chocolates: ¿cómo funciona si nunca vemos entrar ni salir a nadie? La fábrica de chocolates de Willy Wonka vuelve a reinstalar la pregunta por la técnica, por el funcionamiento de la fábrica, al dar vuelta como un guante esa primera imagen originaria, el puntapié inicial con el que comienza la historia del cine. Toda la novela de Dalh va a girar sobre este misterio. Esto da pie a la organización de un concurso muy interesante, donde se sortean cinco boletos de oro para ingresar y dar un paseo edificante que resuelva, de una vez por todas, este enigma técnico. ¿Cómo obtenemos el ticket? La idea no podría ser más literal: consumiendo barras de chocolate. Dicho de otro modo: para saber cómo funciona el consumo habrá que consumir. Una vez adentro de la fábrica, llegamos a entender con lujo de detalles cómo es que se produce el chocolate más delicioso de la faz de la tierra: con irreales ríos de chocolate explotados, a partir de técnicas y procedimientos maravillosos, por una raza de simpáticos obreros llamados Oompa Loompas que aceptan como paga el mismo producto que producen ¡En un momento el joven Charlie piensa que los mismos obreros están hechos de chocolate! Willy Wonka, de hecho, se muestra enfadoso y fastidiado cuando los curiosos niños le preguntan por la técnica. A él todo le parece una obviedad: nunca hay nada que explicar. Explicar le da fiaca: ¿o acaso no ven los arbustos de donde brotan bombones rellenos de dulce de leche? ¡Willy Wonka es el gran personaje del capitalismo técnico!
Todo este extenso paréntesis es solo para decir que, en la actualidad, la reflexión sobre la técnica se impone como una de las cuestiones más urgentes y fundamentales para desarrollar un tipo de pensamiento alternativo al capitalismo. Las películas no paran de enrostrarlo. El cine popular está repleto de imaginarios técnicos: Ironman, Batman, Spiderman, pero también Volver al futuro, e incluso Star Wars, entre cientos de otros ejemplos que seguramente estoy pasando por alto. En todas aparecen tecnologías inexplicables, fantásticas, cuya existencia misma parece basarse en el borramiento de sus procesos de producción y sustento. En un contexto como este, cuyo síntoma cardíaco parece ser el de desviar nuestra atención de los “problemas técnicos” detrás de cámara, un libro colosal como el Glosario de filosofía de la técnica (La cebra, 2022) resulta no solo esencial sino absolutamente necesario.
El libro está coordinado por Diego Parente, Agustín Berti y Claudio Celis y reúne a más de sesenta investigadores y becarios de Argentina, Australia, Brasil, Chile, Colombia, España, Italia, México y Reino Unido. El resultado es una versión contemporánea del clásico Diccionario de filosofía de José Ferrater Mora, es decir, un volumen insoslayable de consulta para cualquier estudiante, becario, investigador o autodidacta interesado en las problemáticas actuales asociadas a la tecnología. El volumen fue gestionado en plena pandemia, lo cual no parece casual, si consideramos la pandemia como una crisis de la técnica biopolítica sin precedentes.
Creo que la mejor forma de tentarlos para que vayan a comprar el Glosario de la filosofía de la técnica es mostrarles un poco el índice, aunque sea de manera abreviada, como para que puedan ver tan solo algunas de las 124 entradas que conforman el Glosario:
Aceleracionismo
Antropoceno
Archivo
Artefacto
Biomímesis
Ciberfeminismo
Creatividad técnica
Cultura material
Cyborg
Desobediencia tecnológica
Diseño
Distopía técnica
Drone
Epigenética
Filosofía feminista de la técnica
Futuro
Información
Interfaz
Máquina
Medio
Mundo artificial
Nuevo materialismo
Objeto técnico
Ontotecnología
Política tecnológica
Posthumanismo
Reproductibilidad técnica
Simulación computacional
Técnica animal
Tecnofeminismo
Tecnologías patriarcales
Virtualidad
En este ínfimo recorte ya se escucha latir una preocupación multidisciplinar por las nuevas tecnologías y las problemáticas del presente que se derivan de ellas. Digo multidisciplinar porque los aportes cubren distintos campos del saber donde se cruzan la filosofía y la poesía, el arte y la antropología, las ciencias de la educación y la sociología.
Otro dato importante es el modo en que Parente, Berti y Celis abordaron la titánica tarea de coordinación del volumen. Como aclaran en el prólogo, el sistema de selección y edición de los textos para las entradas no fue el doble ciego –sistema basado en la evaluación anónima de dos personas que no se conocen entre sí ni conocen a la persona evaluada–. Esto parece un detalle pero es toda una política de la lectura, porque significa que los textos fueron leídos y discutidos a partir de un proceso de revisión verdaderamente colectivo, abierto y transparente, que en algunos casos desemboca en textos directamente escritos en colaboración.
El tono de las entradas también es destacable: lejos de la ilegibilidad del paper académico, predomina una afinación en clave de divulgación que, sin embargo, no sacrifica, en ningún momento, la rigurosidad. Lo anterior puede parecer una pavada, pero creo que es muy importante: muchas veces, los grados de especificidad de ciertos objetos hace que los mismos se vean recubiertos de un lenguaje y un vocabulario tan crípticos como la letra de un médico en una receta. Por otra parte, alcanzar el estatuto de un Glosario no es una tarea menor. La dificultad está contemplada en el significado mismo de la palabra: “Catálogo alfabetizado de las palabras y expresiones de uno o varios textos que son difíciles de comprender, junto con su significado o algún comentario.” Por lo cual habría que suponer que todo glosario es un complejo ejercicio ya no de simplificación sino de traducción, en el cual se retiene la dificultad de los temas abordados pero con un tono que podríamos llamar armónico. En latín, glossa es, en efecto, a la palabra oscura. El sufijo –arium designa un lugar para guardar cosas. Un glosario, entonces, será una especie de cofre de palabras oscuras tratadas como tesoros. En otras palabras: un glosario deberá sacarle brillo a las sombras.
Una última cosa. Contra la dureza específica del título –Glosario de filosofía de la técnica–, habría que recordar la inconmensurable amplitud etimológica de esa palabra. Para los griegos, la técnica involucraba las artes del hacer. Si tiramos del hilo de esta generalidad, veremos que un poema y una receta de cocina podrían ingresar ahí, pero también un robot y una vacuna, un árbol y un avión, un martillo y una impresora. Para Marshall McLuhan, por ejemplo, el alfabeto es una tecnología. Por lo tanto, el lenguaje, sin ir más lejos, nos sumerge en una experiencia tecnológica. Si la tecnología no es algo que nos rodea sino algo que nos habita, si estamos inmersos en ella como en un mar picado, no estaría de más tener a mano algún salvavidas para mantenerse a salvo. Aunque no creo que un libraco de este calibre flote, el Glosario de filosofía de la técnica puede ser una tabla de surf intelectual contra el tsunami inclemente del capitalismo avanzado.
(Actualización agosto – septiembre 2022/ BazarAmericano)