diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La historia que se cuenta en Memoria de las especies es la de una distopía que podríamos llamar total: como en una suerte de collage, la novela recoge las diferentes catástrofes –humanas, naturales, fantásticas– que podrían tener lugar, las despliega y las combina: inundaciones, cuerpos afectados por una extraña enfermedad de estiramiento, cuerpos que no terminan de morirse, cuerpos metamorfoseados, sueños que se confunden con la realidad.
Lo más perturbador, sin embargo, no es ninguna de esas catástrofes, pese a la forma perturbadora en que son descritas, ni tampoco el hecho de que se superpongan unas con otras y provoquen en los cuerpos de los personajes todas las destrucciones posibles, excepto la final, la única que podría proporcionar, tal vez, algo de alivio. Lo más perturbador de Memoria de las especies reside, para mí, en dos revelaciones, relacionadas entre sí, que alcanzamos en algún momento de la lectura. La primera, el escenario de la catástrofe no es otro que una zona de Argentina. La segunda, el tiempo de la catástrofe no está demasiado alejado del presente. Y es que al mundo de esta novela podría aplicarse la definición que dio Marcelo Cohen de su Delta Panorámico: es "como este mundo dentro de cinco minutos".
No es casual la referencia a Marcelo Cohen. Si Memoria de las especies combina elementos distópicos diferentes, todos son rastreables en la tradición de la distopía argentina a la que Cohen pertenece junto con, entre otros, Angélica Gorodischer y Rafael Pinedo: una tradición de mundos terrosos, húmedos, mundos de barro; mundos del futuro cercano que se parecen mucho a los del pasado más lejano que somos capaces de imaginar: el tiempo anterior a la escritura, a la civilización, a la historia.
En efecto, ni la dimensión de la escritura ni más ampliamente, la de la lengua, son ajenas a la catástrofe. En esta novela de narradores movedizos y parciales, las lenguas mutan a la misma velocidad que los cuerpos y la comunicación se dificulta donde antes, hace poco, era posible. En las pocas ocasiones en que se incluyen fragmentos de las nuevas lenguas, percibimos que es posible aplicarles a ellas también la definición de Marcelo Cohen: no las entendemos, pero en sus palabras percibimos los ecos de las nuestras, de las que no parecen demasiado alejadas.
En última instancia, de lo que habla Memoria de las especies es de la transformación, y de sus potencialidades. Pero no lo hace desde el optimismo liviano que últimamente recubre casi en su totalidad la idea de transformación ("toda transformación es para bien", "crisis equivale a oportunidad") sino más bien en contra de ese optimismo, basándose en un registro lúcido del presente y de los elementos que en él están en germen (¿bajo tierra, quizás?).
Si, en todo caso, hay en Memoria de las especies alguna esperanza, no está ahí. Habrá que buscarla en lo colectivo, que se despliega en los mismos ámbitos que la catástrofe: el sueño, la enfermedad, las migraciones, las mutaciones. Sobre todo, habrá que buscarla allí donde alguien escribe la historia (y deja entrever que la catástrofe es cíclica) en un cuaderno que alguien más encuentra y lee. En el hecho mismo de la escritura y la lectura una y otra vez comienza la historia y se vuelve posible la comunicación que la mutación de las lenguas había puesto en riesgo. Una y otra vez comienza la historia de la catástrofe que una y otra vez será, seguramente, escrita y leída. Así, en esa forma de lo colectivo que es la literatura cuando se entiende a sí misma como un eslabón en una cadena, es decir, cuando se entiende a la vez como escritura y lectura, se cifra la única, enorme esperanza de Memoria de las especies.
(Actualización agosto – septiembre 2022/ BazarAmericano)