diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La primera línea de Modesta dinamita dice “me morí a las dos de la tarde. No hubo timbales para anunciar el momento, ni melodías de Bach, ni ángeles tocando esas trompetas largas que tienen. Sólo escuché zumbar una mosca y me acordé de Raimundo. De la estrella negra en su frente”. Ya desde el comienzo, la novela de Víctor Godgel establece las reglas de juego: relato autobiográfico, sin ángeles ni música clásica. Se trata de la biografía de Floreal Goldenberg, un imprentero anarquista que participa de una estafa arltiana que lo ubica un par de años en el penal de Ushuaia.
El libro es un reiterado flashback que se deletrea desde 1999, en una Buenos Aires inundada y sin luz, en un velorio en el que el muerto habla para revelar la falsa modestia del título del libro. Porque de lo que leemos es de un relato profundamente ambicioso que excede a su protagonista nacido en 1907. Es la inmensa historia del siglo XX argentino, con sus hitos monumentales –los gobiernos de masas, las dictablandas y las dictaduras, la vuelta a la democracia, las promesas neoliberales y el anticipo del fin de fiesta–. Y sin embargo, el libro no hace pie en una épica individual –la de Floreal el joven anarquista o padre abatido por la desaparición de su hijo en los 70s–, ni tampoco se sostiene en la épica de la clase obrera, con sus debates entre la acción directa del anarquismo y la espera del momento justo del comunismo. Tampoco es una historia heroica de la lucha armada en los 70s, el estado exterminador y las reparaciones simbólicas y/o económicas de los pactos democráticos de las últimas dos décadas.
Hay algo de todo esto. Pero el título es justo, la modestia no es falsa. La materia narrativa con la que trabaja Modesta dinamita está moldeada a partir de la creencia firme en que esos grandes acontecimientos son las condiciones de posibilidad o la página en blanco sobre la que se escribe las historias menores. Aunque en verdad no son exactamente historias menores porque no se opondrían a la historia mayor como lo público se distinguiría de lo privado o lo político de lo personal. Son historias modestas, es decir, materiales y materialistas, es decir, desarticuladoras de esa diferencia entre lo mayor y lo menor. Son la tipografía que le da vida a una página impresa, son los cuerpos que escriben con su pasión transformadora el relato de las utopías políticas. Por eso el libro de Godgel no es la biografía ficcional de una persona –Floreal, el imprentero– ni de un grupo identificable –la clase obrera, el militante de los 70s, o su nieta, una chica que anticipa a las pibas del feminismo masivo de este siglo–. Se trata más bien de forjar un relato en el que se hace estallar la idea misma de identidad –individual y colectiva – para pensar en cambio que una vida nunca es de la vida de una/o sino el punteo de esas instancias en las que dejamos de pertenecer a nosotra/os mismas/os para volvernos una línea –ya sea un titular o una nota al pie – en el cuento de los otros.
En el relato autobiográfico moderno que nace con la picaresca, la vida se cuenta desde el final para responder a la pregunta cómo llegué aquí y también para sostener la idea de que todos somos hijos e hijas de nuestras obras o de nuestras decisiones. Si este libro empieza por el final –de la vida de Floreal y de la vida del siglo– es para hacer estallar esa idea en mil pedazos. Lo que aparece en cambio es un conjunto abigarrado de causas y azares. Hay azar en el balazo que recibe Raimundo, el hermano del protagonista y que permite, en su injusticia, que el relato y la vida siga avanzando. Hay azar en el encuentro con el hombre que planea desestabilizar la economía introduciendo billetes falsos en un libro de poemas. Sin embargo no todo es azar más o menos objetivo; también hay una causalidad, pero excede la voluntad y el decisionismo individual. Es una causalidad más profunda, un reguero de tinta o un balbuceo persistente que no deja de decir que las luchas emancipatorias del siglo XX, una sintaxis persistente que articula la sintaxis que va desde la acción directa de comienzos de siglo, la lucha armada y los albores de la marea feminista.
Por eso, no se trata sólo de lo que cuenta Modesta dinamita, sino del dispositivo que construye para narrarse. Podríamos decir, el diseño o de la maquetación del relato. En cada capítulo, narra alguien diferente, con su propio estilo, su punto de vista, sus vocabularios y sus énfasis. Este inmenso y modesto dispositivo dinamita cualquier noción de unidad y de fijeza para apostar por los cruces y los procesos. Procesos de autoformación en los que la lectura nos introduce al mundo de la política, en los que el debate de ideas se vuelve motor de transformación de las condiciones de vida, procesos en los que mientras se hacen planes para cambiar mucho, se traman amistades y romances que lo cambian todo. A fin de cuentas, dirían Deleuze y Guattari no se trata sólo de la revolución sino sobre todo del devenir revolucionario, es decir, de la formación de una subjetividad –no individual– que se constituye en contra de la dominación. Porque cada una de esas voces que se reconocen y se desfiguran en la marea de voces no sólo cuentan la historia de este nombre (Floreal) como una letra en el relato de los movimientos políticos del siglo XX y sus efectos en el presente, no sólo cuentan la historia de un abuelo y sus efectos en sus contemporáneos y descendientes. También van escribiendo el modo en que lo político y lo colectivo, lo familiar y lo cotidiano se va ligando a la historia de las técnicas de producción y reproducción de la palabra.
La protagonista finalmente está diseminada en ese relato coral y es la escritura. Esa arma extraordinaria y modesta –es decir, material–, esa potencia explosiva se examina, en este libro, de mil modos y en sus múltiples niveles: a partir de sus géneros (la narrativa de educación, la poesía, la literatura, la formación de cuadros políticos e intelectuales, el discurso amoroso). Y también a partir de sus técnicas que van desde la oralidad, la caligrafía y las ediciones populares, pasando por la dactilografía, que tiene algo de espiritismo, algo que se hace sin pensar, de manera automática, convocando las palabras desde vaya a saber dónde. Algo tan modesto como la escritura y tan explosivo se observa en el libro de Godgel hasta su estrato más minúsculo: la manipulación de los tipos en una imprenta, la diagramación de una página, el gramaje de un papel. Y aún más, hasta los huesos. En varios capítulos, el plomo aprovecha la ocasión fúnebre y se vuelve narrador. Cuenta su propia historia que va desde la antigüedad y su uso como edulcorante, hasta su presente de partícula elemental que envenena los cuerpos de los trabajadores de una imprenta.
En Modesta dinamita también habla el plomo. Lo hace en su doble valencia de materia que activa la circulación de palabras impresas que da lugar a conversaciones, militancias y educaciones. Y también de sustancia tóxica que envenena cuando se ingiere al barrer la imprenta o al limpiar los tipos con bencina. O que, en otro nivel, intoxica o inflama las mentes que sueñan con dar el batacazo, con la estafa revolucionaria, con todo aquello que fogueó la imaginación afiebrada del siglo y gestó sus utopías emancipatorias. Es aquí donde Modesta dinamita de Victor Godgel se suma a la imaginación material de Brummstein y Machine, del dinamarqués Peter Adolphsen o de la Cyclonopedia del iraní Reza Negarestani, que reenmarcan la historia humana dentro de esa temporalidad muchísimo más larga que es la temporalidad planetaria. Esa perspectiva posthumanista destrona el lugar asignado a la especie humana como dueño de lo existente para integrarlo como una materia más de una totalidad de la que no puede excluirse sino a fuerza de exterminio –propio y del planeta que habita–.
Tal como ocurre en los libros de estos otros escritores, en Modesta dinamita, no sólo hablan los humanos o los vivientes, también se escucha lo que tienen para decir las cosas y las materias. Pero en este relato nacional, el plomo no sólo toma la palabra para narrar la historia humana y no humana desde su perspectiva. También lo hace para rebatir con modesta sagacidad, es decir material y materialista, un lugar común de la lengua de los velorios. No somos nada, decimos para decir no somos trascendencia, somos puro cuerpo, materia finita, destino ya escrito. El plomo reflexiona: “Modestia de ignorantes. Son cantidad, en cada uno de ustedes hay 37 billones de células humanas y otros cien billones de células de otros organismos. Nadie es uno, todos lo sueñan y venden el alma por espejitos de colores. Todos menos los anarquistas”.
(Actualización agosto – septiembre 2022/ BazarAmericano)