diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Estamos, si no me equivoco, ante la primera revisión integral de la obra de Astor Piazzolla como compositor y como intérprete en el campo popular y en el académico. Revisión no es fichaje, aunque lo supone. La música de Ástor Piazzolla acude a un gran archivo para sostener la evolución de sus hipótesis. El dato preciso –musical, contextual o biográfico– emerge en el punto exacto en que es requerido para la comprensión de su objeto. Entre otras cosas, eso es posible porque el autor es uno de los fundadores de la bibliografía sobre la que se apoya el libro, que primero fue una tesis doctoral y que llegó a esta forma por decantación: todo el aparato descriptivo y de catalogación dejó lugar a la comprensión de una historia.
Hay una anécdota nuclear en la biografía de Piazzolla: su encuentro con Nadia Boulanger, pianista, compositora, una de las grandes pedagogas musicales de su tiempo. Ocurrió en Paris, en los últimos meses de 1954 y los primeros de 1955. Esta relación ha sido algunas veces mitificada y otras banalizada. Lo que habría hecho Astor con Nadia –recuerda O.G.B., retomando el testimonio recogido por Diana Piazzolla– es trabajar sobre contrapunto, fuga y variación. Después, a partir del reportaje de Alberto Speratti, nos muestra a un músico que, ante la mirada de su maestra, se achica por dos circunstancias vividas como culpa: el género tango y el instrumento bandoneón. Entonces, la palabra bautismal de Nadia: “No abandone jamás esto: aquí está su música, aquí está Piazzolla”. Como cuentan varios apólogos orientales, el destino es lo que pretendemos vanamente evitar. El episodio –apunta quien lo rescata– tiene tanto de epifanía como de conflicto.
En Paris, A.P. no solo tuvo esta iluminación, sino que tomó contacto con una activísima escena de jazz. Aparecen unos cuantos nombres, de los cuales conviene destacar los subrayados sobre Gerry Mulligan y Stan Kenton, sin olvidar a Miles Davis.
Un apunte de oyente y de cinéfilo. Muy de la coyuntura fue la concepción de la primera película de Louis Malle, una de las patas de la emergente nouvelle vague, Ascensor para el cadalso (Ascenseur pour l´échafaud), estrenada en 1957. El ritmo palpitante de ese film noir le debe mucho a la banda sonora, que Malle encomendó al cuarteto de Miles Davis, encargo del que resultó una perfecta ambientación sonora. Se dice que el procedimiento incluyó una fuerte dosis de improvisación del cuarteto mientras pasaban las imágenes precompaginadas del celuloide. De cómo una música perteneciente a la tradición afronorteamericana ambientó una obra francesa de la mitad del siglo XX me lleva a cuatro décadas después, cuando fue una obra de Piazzolla, la Suite de Punta del Este, la que tipificó el clima apocalíptico de las anticipaciones del Ejército de los Doce Monos en el film de Terry Gillian (1995): aquí, era una obra rioplatense la que daba el tono de una urbe en los albores de la devastación, en un futuro cercano. Ambos, jazz y tango, han sido parte de procesos de internacionalización, que en el lenguaje del mercado se llama globalización. Los destinos dispares de ambos géneros ilustran, en parte, el drama Piazzolla del que da tan buena cuenta este libro.
Refiriéndose a las grabaciones de A.P. en Francia en esta época (con una formación curiosa de orquesta de cuerdas y piano, aparte de su bandoneón solista), O.G.B. caracteriza: “son tangos concertantes para bandoneón y orquesta de cuerdas”. Se detiene en la versión de entonces de “Prepárense”, compuesto en el 51. Elige un solo de bandoneón que sitúa en el minuto 25 segundos de la grabación disponible, y dice esto:
“Aquí, aplica una idea nueva de variación tanguística, al tocar un solo de bandoneón pero con el concepto de un solo de jazz. No es que suene a jazz, sino que está pensado desde la continuidad propia de un solo jazzístico, en el que la construcción melódica tiene tendencia a las líneas entrecortadas y el fraseo asimétrico. Como siempre ocurriría más adelante, los procedimientos de los que se apropiaba Piazzolla resultaban tanguificados. Es por eso que no se percibe como jazz.”
No estamos solamente ante una hipótesis sobre el origen jazzístico y la utilización de un recurso (y ojo: dice que el jazz, para A.P., asume la condición de un “modelo conceptual y estratégico”), sino que intenta explicar las razones por las cuales no parece lo que es, y esas razones se hunden en una historia de las expectativas de escucha, que solo puede pertenecer al género mismo.
Vayamos al primer octeto, el Buenos Aires, a su regreso a la Argentina después del paréntesis francés, en la segunda mitad de los cincuenta. La formación (se nos explica) retoma la composición del sexteto de matriz decareana (dos violines, dos bandoneones, piano y contrabajo), a la que agrega un violoncello y (muy audazmente, y como para que rabiaran los tangueros obtusos) una guitarra eléctrica, en la ocasión interpretada por Horacio Malvicino.
En un texto breve de Ástor que por momentos se nombra como manifiesto del nuevo tango, y en otros como su decálogo, se enfatizan ciertos rasgos, sobre todo de evitación; el nuevo tango no incluye obras cantadas, no incurre en lo comercial, no se ejecuta en bailes y milongas sino en radio, TV, espectáculos, estudios de grabación. Una confirmación práctica de lo no comercial: al octeto le habría tomado casi seis meses de trabajo preparar una sesión de dos horas de sus temas. Como negocio, obviamente, no cerraba; como logro, era indiscutible.
Sobre los temas elegidos para los dos discos de esta formación, leemos:
“vale la pena enumerar el repertorio del octeto, porque es indicativo del canon que Piazzolla quería construir como un nuevo parámetro para el tango: «A fuego lento» (Horacio Salgán), «Anoné» (Hugo Baralis), «Arrabal» (José Pascual), «Boedo» (Julio De Caro), «El entrerriano» (Rosendo Mendizábal), «El Marne» (Eduardo Arolas), «Haydée» (Héctor Grané), «La Cachila» (Eduardo Arolas), «La revancha» (Pedro Láurenz), «Lo que vendrá» (Astor Piazzolla), «Los mareados» (Juan Carlos Cobián), «Marrón y azul» (Astor Piazzolla), «Mi refugio» (Juan Carlos Cobián), «Neotango» (Leopoldo Federico), «Taconeando» (Pedro Maffia), «Tango Ballet» (Astor Piazzolla), «Tangology» (Horacio Malvicino), «Tema otoñal» (Enrique Mario Francini) y «Tierra querida» (Julio De Caro).
La lista configura la antología esencial del género en la escucha de Piazzolla. En ella están la Guardia Vieja, representada por el pionero Rosendo Mendizábal y por un compositor de vigencia permanente, Eduardo Arolas; la escuela decareana, con el propio Julio de Caro y los bandoneonistas Pedro Láurenz y Pedro Maffia, así como su contraparte de alto vuelo compositivo e interés armónico y melódico en Juan Carlos Cobián; tres exponentes contemporáneos de tango moderno: Salgán, Grané y Pascual; finalmente, obras de cinco integrantes del octeto, incluido él mismo.”
¿Cómo encara Piazzolla estas versiones? Según O.G.B., respetando el orden de las secciones y la duración (en términos de cantidad de compases) de cada sección; por momentos, altera la resolución melódica (algunas notas), el tempo (a veces ralentando, la mayoría acelerando); en los acompañamientos, evita el marcato y apela entre otros al bajo caminante (aquí retoma el tratado de Julián Peralta sobre las formas de ejecución de la orquesta típica), similar al walking bass del jazz.
Quisiera relacionar estas modalidades con las que aparecerán en un ambicioso proyecto, cuando el músico se vincule con el sello Philips, en los años 60. Ahí hubo tres emprendimientos: su long play autorreferencial sobre veinte años de vanguardia piazzolliana, su asociación con Borges en el disco que se llamó, por farolera antonomasia, El tango (y que solo resultó interesante en las milongas), y la llamada Historia del tango, concebida en cuatro partes de las que solo aparecieron dos: La Guardia Vieja y La época romántica.
Como una de mis formas de leer esta obra fue ir, cada vez que podía, a las grabaciones, mi lectura ha sido lenta y accidentada, pero provechosa. Así, noté que a diferencia del repertorio clásico del primer octeto, en el LP de la orquesta dedicado a la Guardia Vieja (desde “El Choclo” a “Mi noche triste” y desde “Sentimiento criollo” hasta “A media luz”) Piazzolla se toma muchas libertades con la secuencia del tema y con la forma de introducirlo. O.G.B., por supuesto, indica en cada caso las maneras, y en “La Cumparsita”, por ejemplo, advierte que arranca desde la segunda parte del trío, es decir, muy promediada la composición. No que este tipo de decisiones de performer sean exclusivas de él –la era de la orquesta típica abunda en ejemplos–, solo que importa cuál es el sesgo con que las practica.
Aparte, las derivas de los arreglos enrarecen en algunos casos la escucha hasta que van insinuando la consolidación de un motivo. Y ahí se produce el reconocimiento gozoso del oyente. Apunto: hace falta mucha historia del género y la formación de un público experto (aunque en parte lo compongan necios conservadores resistentes a todo cambio) para disparar esa identificación. El género ha madurado y está listo, como habría dicho Tiniánov, o bien para su parodia o bien para pasar a otra etapa.
Para completar este aspecto, voy a una página del libro en que se evoca una noche holandesa:
“Resulta antológica la grabación de Amsterdam, 1989, cuando coincidieron en el mismo escenario la orquesta de Osvaldo Pugliese y el Nuevo Sexteto de Piazzolla. Parece que están tocando juntos «La yumba» (obviamente, se destaca en primer plano la orquesta de Pugliese) y, cuando termina la versión, comienza a improvisar Gerardo Gandini sobre ese tango. Poco a poco va transformando el motivo de «La yumba» hasta que emerge el de «Adiós Nonino». Desarrolla entonces aproximadamente la introducción pianística dedicada a Amicarelli mientras, de vez en cuando, sigue filtrándose y emergiendo una cita de «La yumba», lo que finalmente provoca la hilaridad de Piazzolla y del público.”
Me permito recomendar el registro del encuentro, disponible en YouTube. Allí, detenerse en la gestualidad de Pugliese cuando sigue las travesuras de Gandini: el desconcierto va cediendo lugar a la aceptación y a la celebración.
No puedo dejar de relacionar estas piruetas magistrales de Gandini con sus Postangos, grabados años después en Alemania y luego ampliados con Flores negras. Postangos en vivo en Rosario. Allí, en un productivo aprendizaje que tiene tanto de Ginastera como de Piazzolla, pero especialmente de su amplia experiencia con la música académica, brilla el arte de la deconstrucción de su repertorio. Gandini atomiza los grandes tangos: encuentra partículas significativas, las desgaja del conjunto, las deja vibrar, las inserta en otros contextos melódicos y armónicos, las reintroduce paulatinamente en su estructura original, pero que ya, por obra de la distorsión, es otra: las desconoce y las hace felizmente familiares en su rareza.
En la antología esencial del género que construyó Piazzolla, en su Aleph, se oye eso. Y algo más. En algunas de las piezas de la Historia del tango, de pronto, creemos notar en un tema de la Guardia Vieja, extraña pero inevitablemente, no diré un momento fugaz, pero sí, tal vez, un aire de “Adiós Nonino” o de “Verano porteño”. Puede ser algo que está sucediendo o un efecto imaginario de nuestro trasiego de otras escuchas. Pero sin duda tiene que ver con la energía piazzoleana y (por qué no) con su propia megalomanía: para hacer algo grande, primero hay que creérselo, aunque estoy convencido de que, en una segunda instancia, no haya que creérselo tanto, ni tango.
Ricardo Piglia encontró, en la traducción que hizo Borges de las Palmeras salvajes de Faulkner, un fragmento que evoca el inicio de “Las ruinas circulares”, uno de los grandes cuentos de El jardín de senderos que se bifurcan, en Ficciones. Toda traducción es una versión. Y las mejores versiones pertenecen a los creadores. Versionar es crear, como nos ha enseñado el jazz, o más bien la música, por sobre los géneros. Y en La historia del tango de A.P. está, intentando poner un imposible final a esa secuencia interminable, como si se tratara de su espíritu absoluto, el propio Piazzolla. García Brunelli nos ayuda a entenderlo: sí, Piazzolla, encontrando en la Guardia Vieja y en lo que vino después su propia huella anticipada. Como si dijera: “Yo ya estuve allí”.
No hay historia sin anacronismo.
(Actualización agosto – septiembre 2022/ BazarAmericano)