diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
La música en el Holocausto, de la investigadora inglesa Shirli Gilbert, es el primer libro de la colección de música dirigida por Diego Fischerman, que edita Eterna Cadencia. Si pretendemos encontrar un antecedente en esta estimulante propuesta, habría que citar a la editorial Adriana Hidalgo cuando había publicado en su colección Los sentidos trabajos sobre Debussy, Bartók, Gershwin, Mahler y Wagner. Son, por lo tanto, tan raras como bienvenidas esta clase de colecciones que permiten al público no especializado acceder a valiosas investigaciones académicas.
La melodía como misterio mayor o acaso el mayor misterio, sostenía Lévi-Strauss. La pregunta cae por su propio peso: por qué persiste la melodía en condiciones tan extremas como fue el Holocausto. Las otras artes resisten, si es que lo hacen, en el sigilo más recóndito; parecieran desaparecer, replegarse a la espera de momentos mejores. La música, en cambio, subsiste.
El libro de Gilbert hace centro en el encuentro de dos singularidades que acaban por complementarse. Si la melodía sugiere la idea de continuidad, de ciclo, es decir, la de la lógica de un discurso que se desarrolla en el tiempo, en Auschwitz nos encontramos en presencia de la singularidad más pura, del fin de toda experiencia. Lo indecible irrumpe con la potencia que lo define. Por lo tanto se instala una clase de orden que, incluso, y así lo refieren testigos citados por la autora, llega por momentos a ser incómodo para los mismos que perpetran el genocidio.
La melodía, entonces, como reaseguro de cierta continuidad; un discurso que se abre donde otro discurso se ha cancelado; donde no hay sucesión porque todo acontece por primera vez siempre.
Más allá de cualquier cometido, la música, antes que nada, delimita un orden interior: esa es su función general en el sistema concentracionario más allá de quien sea el oyente.
La melodía implica coherencia e integridad en el paso de un sonido a otro. La capacidad de anticipar el sonido es lo que demarca su orden. Un orden que, más allá de lo estrictamente musical, se integra a uno mayor en algunas de las canciones de la Shoa: los suplicios del campo se enlazan con otros acontecimientos vividos por los judíos en su Historia: progroms, plagas, levantamientos. Las canciones colocan a Auschwitz dentro de una secuencia que consuela en tanto se acepta como parte de una continuidad prevista desde un principio.
Partiendo de un enfoque funcionalista, la autora intenta explicar qué papel cumple la música tanto en la lógica de la resistencia como en la de la aniquilación. Materia para la salvación, instrumento de tortura, la música en los campos y en los guetos no tiene la omnipresencia que se pudiera concebir a priori. El primer mandato de los prisioneros es la supervivencia y eso equivale a saciar el hambre infinito, obtener descanso y reparo. Recién después de todo eso la música consigue proteger del frío.
La autora cuestiona de entrada el papel que se le asigna a la música (acaso por su impronta épico- poética) como baluarte espiritual de la resistencia. Fue tolerada por las SS porque distraía la atención de los confinados y ayudaba a desviar cualquier deseo de resistencia. Es cierto también que la música de los partisanos, de los prisioneros políticos alemanes, “promueve una narrativa de optimismo y solidaridad”. De hecho, en el campo de Sachsenhausen y en Vilna las canciones “eran audaces y desafiantes, optimistas”. Para los prisioneros checos, por ejemplo, la música implicaba un sentido de comunidad, de identidad nacional. Ante la persistente impronta de esta actitud se debaten dos lecturas. O bien las SS son “demasiado estúpidas” para advertir la implicancia de las letras o bien se trata de un mecanismo de control. Veamos. En una escena de la película La lista de Schindler, el protagonista toma una manguera y rocía con agua los sofocantes vagones repletos de prisioneros con el fin de refrescarlos. Es usted muy sádico, comenta riendo el comandante Amon Goeth, les está dando esperanzas.
En los guetos la música daba la ilusión de que la vida conservaba cierta estabilidad. Un repertorio musical conocido por los oyentes refuerza la idea de familiaridad. Básicamente, las letras versan sobre la pérdida: el hogar, el sustento, la familia; un obvio espíritu de tristeza, desesperación y de cinismo las animaba. Por otra parte, lee Gilbert, las canciones contribuían a la definición y articulación de una nueva vida. Lo que es interesante de remarcar es que esa ilusión de que la vida había cambiado más o menos poco podía observarse en los espectáculos teatrales y los de cabaret de los guetos. Las preocupaciones dejaban lugar a la ostentación de una riqueza que de nada serviría para la supervivencia, más allá de señalar el status de quienes en breve igualarían sus destinos con los que mendigan a la salida de esos lugares. Una cita de Wladyslaw Spilzman, el músico de la película El Pianista, de Roman Polanski, es más que elocuente. Refiriéndose al café donde tocaba cada noche, escribe: “Perdí dos ilusiones allí: mi fe en nuestra solidaridad en general y en la musicalidad de los judíos.”
Por el contrario, se lee en el último y demencial capítulo, en Auschwitz la función de la música es múltiple, y por lo tanto, estremecedora. Humillación y resistencia. Tanto “conecta a los prisioneros a una red más abarcadora en la cual el sentido de su experiencia podía alcanzar una dimensión comunitaria compartida” o bien suena como banda de sonido de torturas y ejecuciones. Puede calmar o atemperar el estado de shock de los recién llegados al bajar de los trenes. Facilita el recuento de prisioneros al hacerlos marchar (es imposible desobedecer al ritmo, aun cuando las fuerzas declinan). Para el verdugo es solaz y esparcimiento, a la vez que reafirma la autoestima, el dominio y la superioridad ya que ellos encuentran su tarea como algo menor respecto de quienes van a pelear al frente. Finalmente, la música establece jerarquías y por lo tanto divisiones entre los prisioneros: quiénes tenían el beneficio del ocio y quiénes, no.
Si la metáfora es inevitable en el lenguaje, las canciones ofrecen descripciones absolutamente explícitas, el grado cero de la objetividad. La siguiente declaración de un prisionero podría explicar la ausencia de metáforas: “La gente no soñaba en Auschwitz, vivía en un estado de delirio.”
Y el libro, sin navegar jamás en el océano de la sensiblería, ofrece escenas de tal índole. La refinada, exigente y solidaria orquesta de Alma Rose, sobrina de Mahler. El consuelo que encontraban los verdugos cuando luego de las ejecuciones se dirigían a las barracas a escuchar un poco de música clásica. “Lloraban. Parecían humanos”, afirma un testigo. La oportunidad de los prisioneros alemanes de Sachsenhausen de escuchar tanto a un refinado cuarteto de cuerdas como también a los Sing-Sing Boys, un grupo vocal que imitaba instrumentos musicales con su voz e incluía jazz en un más que variado repertorio. El episodio -también consignado por Pascal Quignard en su notable ensayo El odio a la música- en el que la orquesta del campo ejecuta una serie de villancicos a los enfermos del hospital: tras el silencio, el llanto que primero es congoja, luego gemido y sollozo y queja y gritos suplicantes y violentos que obligan a la orquesta a retirarse de una buena vez.
“Las melodías –escribe Primo Levi- son la voz del Lager. La expresión sensible de su locura geométrica, de la decisión de otros de aniquilarnos primero como seres humanos de manera de matarnos después, más lentamente.” Pero también, como expresó Karel Stancl, uno de los cantantes de los Sing-Sing Boys: “Es casi increíble el poder de nuestro canto, cómo nos ayudaba a humanizar las relaciones en un medio inhumano y en un tiempo inhumano.”
(Actualización diciembre 2010-enero 2011/ BazarAmericano)