diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Laura Wittner (Buenos Aires, 1967) es poeta y traductora. Entre sus libros de poemas aparecen El pasillo del tren (1996), Los cosacos (1998), Las últimas mudanzas (2001), La tomadora de café (2005), Lluvias (2009) y Balbuceos en una misma dirección (2011). También escribió libros infantiles, como Cumpleañeros (2007), La noche en tren (2008), Gato con guantes (2009) y el reciente Eso no se hace (2015). Tradujo a Charles Tomlinson, James Schuyler, Charles Reznikoff, Kenneth Rexroth, Anne Tyler, Frank McCourt, Henry Green, Sarah Thornton, Homi Bhabba, Leonard Cohen y H.C. Lewis, entre otros.
El acercamiento a la traducción suele ser, para muchos traductores, un poco fortuito. Me gustaría saber cómo se dio ese acercamiento en tu caso, hasta el día en que empezaste a pensarte como traductora.
Empecé a estudiar inglés en serio a los 15, cuando ya me la pasaba leyendo y escribiendo. Así que apenas pude lo más natural fue probar ese proceso de traer un texto a mi idioma a ver qué onda. Como ejercicio, como juego. Uno en esa época tiene tiempo y la mente disponible. Lo realmente absurdo es que lo primero que recuerdo haber intentado traducir es un soneto de Shakespeare, respetando rima y métrica. Una chiquita pretenciosa. Pensarme como traductora fue dándose de a poco. A principios de los ’90 tradujimos, con José Villa, algunas cosas para la revista 18 Whiskys: Yeats y unos poemas japoneses que Rexroth había traducido al inglés. Creo que ahí empezó la cosa con más seriedad, ahí empecé a traducir mucho y a pensar la traducción. Siempre mucha más práctica que teoría, pero digamos que empecé a teorizar para mis adentros. Tuve varios trabajos de traducción no literaria (en los que creo que gané más de lo que gano ahora por traducir literatura) y finalmente en 1998 traduje mi primera novela para Editorial Sudamericana (Patchwork Planet, de Anne Tyler) gracias a la confianza de Luis Chitarroni.
En tu caso, la traducción es un trabajo. ¿Cuál es tu diagnóstico sobre el estado de la traducción literaria como profesión en nuestro país?
Lo que veo es que en los últimos años son cada vez más las editoriales que encargan sus propias traducciones y los editores que aprecian y se involucran en el proceso de traducción. Ojalá en algún momento esto lleve a condiciones de trabajo más optimistas: a que un traductor, digamos, pueda vivir dignamente de su trabajo.
En relación con lo anterior, ¿qué te parece una iniciativa como el proyecto de una “Ley de traducción autoral” para Argentina?
Me parece fundamental, y acompaño con entusiasmo la iniciativa. He regalado muchas veces los derechos de mis traducciones, por juventud, ignorancia, ingenuidad o necesidad de trabajar. Y más de una vez me encontré con mis traducciones publicadas en otro país, en una editorial diferente, con mi nombre consignado como traductora, eso sí, pero sin que nadie me avisara y mucho menos me pagara.
Este proyecto de ley no sólo se ocupa del derecho de propiedad intelectual de las traducciones; es más amplio, crea todo un contexto para que los traductores podamos vivir de la traducción: pagar las cuentas, la comida y la ropa con lo que ganamos por traducir libros, digamos. Lo cual no es un dado en la actualidad. Para nada.
Tradujiste para diferentes editoriales como Edhasa, La Bestia Equilátera o Gog y Magog. Según tu experiencia, ¿cuan variable es el rol, la responsabilidad y las posibilidades de intervención del traductor en cada proyecto según la editorial para la que traduzca?
Es muy variable. Hay editoriales que te proponen una traducción sin más comentario que “lo necesitaríamos para tal fecha”. Otros editores te cuentan detalles sobre el proyecto. Con otros nos juntamos a charlar en persona e incluso a ponernos de acuerdo sobre detalles técnicos de esa traducción particular. Qué vamos a hacer con cierta característica del texto, qué decisiones vamos a tomar respecto de determinada cosa.
Y también puede pasar que la traducción venga propuesta por el traductor. Creo que es algo que se está dando cada vez más, esto de que el traductor “salga a buscar” autores que le gustaría traducir. O/y cuyo país de origen subsidie la traducción.
El libro de James Schuyler que publicó Gog y Magog, por ejemplo, se basó en traducciones que yo ya tenía hechas hacía tiempo, a las que sumamos otras. Además agregamos fotos y una entrevista, gracias al entusiasmo del editor.
En términos generales, más allá de su relación con las marcas que definen la poética particular de un autor, ¿cómo describirías la lengua que utilizás en tus traducciones? ¿Cuáles son sus rasgos, sus características formales?
Salvo que se me pida explícitamente otra cosa, yo traduzco a la lengua que se habla en Argentina y, me temo, un poco a la lengua en la que me expreso yo. Siempre partiendo, como señalás, de la base lingüística de cada autor. Lo cual casi revierte eso de “la lengua en la que me expreso yo”. Si pensamos, por ejemplo, en elecciones léxicas, supongo que lo primero que me viene a la mente es la palabra que yo elegiría para decir esa otra en castellano; pero casi simultáneamente me planteo si ese autor, ese texto y ese contexto lingüístico específico (sonido, métrica de la frase, del párrafo) también preferirían esa determinada palabra. Cada pequeño paso es una elección que se basa en todos estos filtros y varios más.
¿Tuviste que respetar determinadas exigencias o lineamientos en relación con esa lengua en alguna de las editoriales con las que trabajaste hasta ahora?
Hasta hace unos años algunas editoriales manejaban para las traducciones el esquivo concepto de “lengua neutra”. Ahora no tanto, pero es cierto que la mayoría de las editoriales distribuye o intenta distribuir en otros países, y muchos editores siguen preocupándose por que la terminología no resulte “demasiado argentina”. Ya nadie me va a pedir que llame “fontanero” al plomero (¡espero!) pero tampoco se acepta con facilidad el voseo (de todas formas incluir el voseo implica también una decisión estilística del traductor, no solamente editorial).
Además está más difundida la práctica de adaptar un poco las traducciones al registro de cada país: acá se están “desespañolizando” un poco algunos libros así como en España se “desargentinizan” otros. No siempre con los mejores resultados y a menudo con el riesgo de producir un adefesio lingüístico; pero de todas formas creo que es una muestra de comprensión y respeto hacia los lectores. En particular en los casos de textos que por su naturaleza exigieron una toma de decisión drástica, digamos, por parte del traductor. (En otros textos simplemente bastaría con un poco de sentido común a la hora de traducir. En muchísimos casos hay maneras de decir que, con mayor o menor naturalidad, entenderíamos y aceptaríamos casi todos los lectores de lengua castellana).
En la trayectoria de un traductor suele haber algunos autores y títulos que son más determinantes que otros, más decisivos, por diferentes razones. ¿Cuáles dirías que son los tuyos y por qué motivos?
Ah, qué difícil. Bueno, sí hubo. Decisivos en distintos sentidos. Se me ocurre ahora que el primer autor de quien traduje un libro entero fue el poeta inglés Charles Tomlinson. Lo hice como parte de una beca, viviendo en Nueva York, escribiéndome con el autor (cartas manuscritas) y nunca intenté que se publicara. Pero para mí fue importantísimo. Fue sumergirme por primera vez en la tarea real del traductor: traducir todo un libro, línea por línea; resolver cada una de las dificultades e incógnitas.
Después estuvo el primer libro que traduje para su publicación, como trabajo: A Patchwork Planet, de Anne Tyler (Un mundo roto). Ése fue otro libro decisivo. Ahí comprobé que sí quería trabajar como traductora. Y fue la primera novela; el anterior había sido un libro de poesía. El cariño que conservo por esa novela es casi como el cariño que puedo tener por un primo con el que crecimos juntos.
Y después estuvo el libro que puso a prueba mi templanza como traductora: Beautiful Losers, de Leonard Cohen; un delirio plagado de referencias, interreferencias, intrarreferencias, inventos inexplicables. Creo que si hubiera tenido que traducir ese libro sin Internet (como fue el caso con el de Anne Tyler y alguno que otro más) habría necesitado una beca para viajar a Canadá y recorrer lugares, consultar bibliotecas y entrevistar gente hasta saciar mi lista de dudas. Y no me habría venido mal otra para retirarme a algún monte nevado y poner mi mente en flotación Cohen durante unos meses.
En una entrevista anterior señalaste tu preferencia por los poetas de la Escuela de Nueva York, como Frank O’ Hara y James Schuyler, dos que tradujiste. ¿Por qué te resultan tan interesantes estos poetas?
A Kenneth Koch lo conocí mucho antes que a todos los demás, a través de una publicación a la que estaba suscripta a comienzos de los ‘90. Había traducido algunas cosas suyas sin tener idea de quién era. Unos textos cortitos sobre animales que nunca volví a encontrar. A Ashbery lo leí un poco después, pero no lo traduje demasiado. Siempre me intimidó un poco esa especie de muralla que parece levantar; se la respeto. Me compré los Selected Poems de O’ Hara en un viaje, sin haberlo oído nombrar nunca, sólo porque me sedujo el formato del libro. Me puse a traducir algunas cosas en el acto. Es que es de esos poetas que te empujan a intentar la traducción. Tiene esa coloquialidad que te da ganas de convertir en tu propia coloquialidad. Y finalmente llegué a Schuyler unos años después, en otro viaje. Recién ahí los relacioné a los cuatro como miembros de ese grupo de amigos que el galerista John Bernard Myers llamó “the New York School of Poets”.
Es decir que cada cual me sedujo por su lado, por distintos motivos, y me alegró descubrir que además habían hecho tantas cosas juntos. Al que más me dediqué fue a James Schuyler, supongo que porque es el más cercano a mi propia manera de percibir y, un poco, de escribir.
En relación con lo que acabás de decir: en el caso de los escritores traductores se suele marcar, tal vez de manera un poco esquemática, la relación entre lo que escriben y los autores u obras que traducen. ¿Cómo ves ese vínculo en tu caso en particular?
Claro, es lo que estaba empezando a decir. Lo que yo puedo ver, y me parece lógico, es una conexión entre la propia escritura y los autores que uno elige traducir. Cuando leo un poema y, además de gustarme, me resulta cercano en cuanto a la escritura, suelo tener ganas de traducirlo. Aunque también es cierto que a veces intento traducir textos por el desafío que implica trabajar con algo tan diferente de lo que yo podría llegar a escribir. Pero tal vez me preguntabas por el recorrido opuesto: si los autores que traduzco pueden influir en mi escritura. Esto ya es un poco diferente. Más aun cuando traduzco por encargo. Es cierto que la convivencia tan íntima, a veces casi promiscua, con un mismo libro durante algunos meses puede producir una influencia momentánea. Como quien toma el tonito de un país que visita. Pero así como el trabajo se entrega uno vuelve a entrar en razón.
Además de dictar un taller de poesía, dictás un “taller de traducción de literatura”. ¿Cuáles son tus objetivos como coordinadora, cuáles las expectativas de los talleristas y de qué modo funciona el taller?
Respondo de atrás para adelante: cada integrante del taller traduce en su casa un texto que le interese o uno en el que nos hayamos puesto de acuerdo previamente (es decir que a veces todos traducen lo mismo y otras cada cual trae su propia traducción). Lo que hacemos durante las dos horas que dura el encuentro es, en primer lugar, despejar dudas técnicas, y después ir puliendo la traducción desde distintos puntos de vista.
A veces comparamos traducciones de un mismo texto hechas por dos traductores diferentes, algo que sirve para ir eligiendo las posturas que se van a tomar en el propio trabajo. Algunas veces hemos leído también algunas cosas teóricas, aunque no muchas. Sí intercambiamos material y links por mail.
Mi objetivo como coordinadora es ofrecerles herramientas duraderas a quienes concurren al taller. Y entiendo que para que sean duraderas tienen que ser forjadas por ellos mismos. Por eso trato de no imponer una versión como “la que vale” sino más bien de propiciar una discusión grupal que lleve a confrontar posibilidades.
En cuanto a las expectativas de los talleristas, creo que tienen que ver con manejar con naturalidad ciertas cuestiones técnicas y al mismo tiempo adquirir una visión crítica de su propio trabajo y de las traducciones ajenas.
Tras todo este palabrerío me gustaría aclarar que nos divertimos mucho, conocemos autores interesantes e intercambiamos información fundamental sobre el mundillo literario, editorial y, de manera más amplia y maliciosa, cultural.
(Actualización julio – agosto 2015/ BazarAmericano)