diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Mis encuentros con René Char
¿Qué es lo que cita Dick cuando cita a Joyce?

1.

¿Cuántas veces no hemos conservado los programas de los ciclos de cine de la Sala Lugones no sólo por el recuerdo personal que significan, sino más que nada por la extraña fascinación que nos provocan las sinopsis de las películas exhibidas? Para cada película son ocho, diez líneas angostas, debajo de una foto. Cada programa incluye los comentarios sobre una decena de películas. Hay una emoción particular en el hecho de recibir ese programa, en hojearlo, en imaginar, tal vez sin haberlo leído, pero también habiéndolo hecho, cuál es la naturaleza de ese texto. “Comentario”, “sinopsis”, “resumen”, son términos utilizados sin mayor precisión. Hay un juego entre el texto mayor, el programa completo, y los textos menores, que son los comentarios sobre cada película. En su brevedad, en el juego entre sus gramáticas, en su función, los programas de la Lugones son pequeños artefactos de lectura y escritura que nos acercan a una suerte de puesta en abismo del ejercicio narrativo.

Los hermanos Kaurismaki, Jacques Rivette, el cine negro norteamericano, el nuevo cine japonés, Truffaut, Fassbinder… En principio, cada programa encierra una manera de narrar, un mundo narrativo particular. ¿“Encierra”? Mejor pongamos “transcribe”. Porque se trata más bien de superposiciones que de cuerpos limítrofes. A veces, un par de líneas de una sinopsis alcanzan para que nos asomemos al vértigo de esa narración diferente. Nos dan un concentrado narrativo. Por narración entendemos algo así como cierta gramática argumental, pero también lo gramatical puede ser la ausencia de una gramática argumental. En ese caso habría que pensar en lo argumental. Pero, en el mismo sentido, lo argumental también puede ser una ausencia.

Siempre se articula un relato cuando se presta atención. Mirar, prestar atención, subrayar, son formas de relatar. La dificultad de definir relato es que el relato parece estar antes que las definiciones. Hay que llegar hasta el final para comprender de qué se trataba. (Por eso sigue siendo tan problemática la literatura de Aira. Porque para Aira el final no existe. Que no haya final vuelve casi incomprensible, en el sentido de gratuito, lo que sucede. ¿Qué es un relato entonces? ¿Cuál es la gramática argumental que lo rige? ¿La recuperará en algún momento, en el sentido estructural del relato que tiene la recuperación en Proust, por ejemplo? La recuperación es el momento en que una sucesión de escenas se transforma en literatura. Casi indefectiblemente, la crítica a la máquina aireana implica un reclamo de restitución de categorías superadas.) Los programas de la Lugones son formas de atención sobre formas de atención. Es fácil imaginar la serie: formas de atención, sobre formas de atención, sobre formas de atención…

Félix Fénéon fue una especie de Mallarmé, con quien compartió una intensa amistad. Fénéon tenía una revista que se llamaba La Revista Blanca, que escribía y editaba prácticamente él solo (como unos años más tarde haría Karl Kraus con su revista La Antorcha. ¿Qué hay en esa voluntad, en esa necesidad, de escribir uno solo una revista? ¿Por qué esa forma de intervención textual?) Fénéon escribió un librito sobre la pintura de Seurat. Creemos que inventó un género, el de las tres líneas, pero también es posible el género estuviese en el aire de la época. Que lo hubiese inventado la época. Alphonse Allais, o Alfred Jarry, podrían haber hecho lo mismo.

Diariamente, Fénéon escribía para la tapa de uno de los matutinos de mayor tirada de París, en tres líneas, uno de los hechos policiales de la jornada anterior. Él mismo elegía el hecho policial (el faits divers) y la forma en que lo resumiría. La mayoría de las veces utilizaba una sola oración. Tres líneas, literalmente. Era el espacio del recuadro que tenía, en lo alto de la página, junto al nombre del diario. En su miniaturización, Fénéon impugnaba la forma en que esos sucesos eran narrados en las páginas interiores, in extenso. Fénéon sabía mejor que nadie que las noticias policiales las escriben los policías. Porque es un uso policial de la lengua, de la narración, el que se hace. La inteligencia conspirativa, el morbo identificatorio de las situaciones, el sadismo de los detalles. Fénéon era anarquista. Fue acusado de poner una bomba en un restaurante. Mantenía en paralelo a dos familias que se desconocían entre sí.

Hoy solo quedan los relatos en tres líneas; de los hechos que los inspiraron no sabemos nada. Tampoco importan. Los relatos en tres líneas siguen funcionando como artefactos discursivos, a la manera de las sinopsis de los programas de la Lugones. El mundo narrativo, en ese caso, ha quedado reducido a una frase. Como si un relato, o la forma de relatar de una época, finalmente, fuera reducible a una frase. La frase de Fénéon tiene un algo de simbolista: es compleja, retorcida, oscura. En su reducibilidad parece enfrentarse a la narración in extenso del hecho. Fénéon abre líneas de fuga en la anécdota, como si quisiera cambiarle la perspectiva, el foco. Los anarquistas creían que escribían con sus actos, aunque no sabían bien qué. A la postre, creían, una mirada sobre sus actos descubriría una frase. En esa frase estarían la anécdota y el sentido de sus actos.

En su texto dramático Los últimos días de la humanidad, Karl Kraus acumula durante cientos y ciento de páginas toda la fraseología rancia de una sociedad que terminará, precisamente por la forma en que habla, en que se expresa, precipitándose en la guerra.

Un hombre regresa a medianoche a su casa en su carruaje, sube las escaleras y en vez de dirigirse a su habitación se dirige hacia su estudio; apoya la cabeza sobre su escritorio, escondiendo la cara entre los brazos, y comienza a llorar. Así comienzan las novelas de Iván Turgueniev. Es el principio de la historia, pero también el final. ¿No está ahí condensada, formal, anecdótica, y hasta casi diríamos visualmente, toda una novela?

Visualmente la imagen es casi idéntica a la imagen de El sueño de la razón engendra monstruos, el famoso aguafuerte de Goya. Y esa imagen de Goya, esa frase que equivale a esa imagen, en la cual además está inscripta ¿no condensan formal, anecdótica, y hasta diríamos visualmente, toda una época?

La frase, la imagen, la novela, la época. Si uno piensa en Kraus, y en otro sentido en Joyce, puede suponer que algo de esa correlación se ha perdido. Tal vez porque entretanto lo que se ha perdido es la idea de estilo. En Turgueniev la frase es la novela; en Joyce la frase va en contra de la novela. Es esto lo que parece estar en juego de manera tan significativa en esa frase inolvidable que abre Respiración artificial. “¿Hay una historia?” es también: “¿hay una historia en esta frase?”.

Todas esas novelas, esos relatos que quieren replicar el efecto antes mencionado, escribir una primera frase que condense de manera premonitoria, porque conocen el final, el texto entero, hoy nos suenan como apuestas anacrónicas, o posmodernas. Los escritores posmodernos norteamericanos sentían una admiración muy genuina tanto por la fraseología como por el imaginario de las novelas de García Márquez (porque hay una equivalencia evidente entre imaginario y fraseología). La admiración de los norteamericanos por Cien años de soledad no era porque creyeran en la narración en primer grado, en el verosímil del realismo mágico, sino porque, suponemos, lo leían como una literatura en segundo grado. Como si García Márquez no creyera en su estilo, y su escritura fuese una estilización abiertamente artificial. Digamos: como si su estilo fuese más una impugnación del carácter verdadero del estilo, una exhibición de la naturaleza artificial de la forma de escritura que otra cosa.

Y sin embargo: Philip Dick. Hace unos años le comenté a un amigo que estaba escribiendo una nota que me habían encargado, sobre Dick, para una revista, y él me preguntó si iba a poner que Dick escribía mal. Estábamos conversando en una reunión y el tema pasó. La escritura de Dick había estado siempre en un primer plano en mis experiencias de lectura de sus libros, y sin embargo nunca me había preguntado por ella. No creo que me pareciera “mala”, tampoco podría decir lo contrario. Finalmente, además, leía traducciones. Pero algo me incomodó del comentario de mi amigo: seguramente fue que me hizo ver que estaba pasando por alto algo que sabía que era fundamental.

Decimos Dick pero podríamos decir cualquier otro. No es que sea el único, tampoco sabemos si no lo es. Philip Dick, instrucciones de uso, un libro de Luciano Alonso (Buenos Aires, 1985), publicado por la editorial Alaska, nos ha vuelto a enfrentar con estas cuestiones. Lo que contiene el libro de Alonso es el resumen argumental de cada una de las novelas de Dick que han sido traducidas al castellano, ordenados según la fecha de publicación original de los libros. Desde Lotería Solar (1956) hasta Mary y el Gigante (1987), Alonso dedica entre tres y seis páginas a resumir cada novela, y encabeza su texto con un breve índice descriptivo de los personajes principales.

Stendhal quería que la novela fuese un espejo que alguien paseara a lo largo de un camino. Pero siempre hay un artefacto, así sea un espejo, hay refracción. En las sinopsis de la Lugones leemos las películas refractadas por partida doble: al pasar de imagen a texto, y al pasar de una determinada cantidad de texto a otra muchísimo menor. Ya sabemos, porque lo sabíamos de antes, que lo que leemos en el programa no son las películas. Así que ya sabemos que lo que leemos no son las películas. Pero entonces nos damos cuenta, y de eso surge una de las fascinaciones que esas pocas líneas nos provocan, que las películas también están ahí.

En esa miniaturización, se conservan.

Nos resulta más valioso seguir lo que se continúa que quedarnos en lo que se interrumpe. Ir a lo mismo y no a lo diferente. Porque es en lo mismo, y no en lo diferente, es en lo que la sinopsis ordena, en esa frase que a su manera refracta y condensa, donde el relato manifiesta su valor. Y el valor del relato está en su poder de transustanciación.

Dick, que comprendió como pocos el sentido que podía llegar a tener una idea de narración a fines del siglo XX, precisamente tituló su última novela de ciencia ficción La transmigración de Timothy Archer. Transustanciar, decíamos. Ahora es transmigrar. También podríamos decir transmutar.

 “Barefoot dicta sus seminarios en su casa flotante de Sausalito”. Así empieza La transmigración de Timothy Archer. ¿Cuál es el centro de gravedad de la frase? ¿Lo tiene? ¿O están, por su acentuación, todas las palabras, las sílabas mismas, flotando a la misma altura? ¿No coincide la frase, en su dinámica material, rítmica, con su sentido? ¿Qué se puede esperar, de una rítmica tan particular, a nivel argumental? ¿Se puede escribir mal la frase y ser un buen novelista? ¿No hay una identidad entre una cosa y la otra? Y esa identidad: ¿no expulsa, por impropias, consideraciones sobre lo que está bien y lo que está mal?

Dos escritores argentinos capaces de escribir una frase así, que en su literalidad extrema linda con lo abstracto (si hubiese una gravedad, si la frase fue más solar, con términos centrales y otros orbitales, lo literal comenzaría a desvanecerse bajo el peso de lo simbólico) son Martín Rejtman y Sebastián Bianchi. El Atlético para discernir funciones, de Bianchi, es el libro de gramática de lo que iba a ser una fraseología del futuro antes de que la posibilidad de futuro se convirtiera en un esperpento. Una especie de arqueología de la idea de vanguardia.

Artefacto y refracción: sin desmerecer el trabajo de los traductores, pienso que comparativamente con otros escritores, debe ser “fácil” traducir a Dick (la versión de la frase citada es de Carlos Peralta). Dick es lo literal llevado a un punto extremo. Un ultra realista. Creo que algo de eso hay en la eficacia notable del trabajo de Alonso, resume las novelas de Dick de manera literal. En cualquier otro escritor la elección podría ser muy problemática: ¿qué es, finalmente, lo literal? Lo literal sería todo, línea por línea, letra por letra, signo por signo. Y ni siquiera. Ahí está el caso de Pierre Menard para recordárnoslo. Un imposible. Lo literal sería, casi por definición, lo que no se puede transmigrar. No el texto puro sino el puro contexto.

La opción de Dick parece ser una tercera: entre lo particular y lo general, opta siempre por lo particular. De ahí sus neologismos tecnológicos: términos que todavía no tienen significado. Sus mejores novelas son especies de neologismos argumentales. No es necesario, en la traducción, buscar el significado más preciso, porque ese significado no existe: simplemente se pone la palabra. (¿Sería entonces lo literal lo que transmuta automáticamente, lo, paradójicamente, “intraducible”?)

Se puede narrar, y también se puede narrar una narración. De hecho, sospechamos, siempre lo que se está narrando es una narración. Las novelas, y eso Faulkner lo ha demostrado como nadie, son narraciones de narraciones de narraciones de narraciones de narraciones de narraciones de narraciones… Los que han querido narrar “lo real” han debido volcarse muchas veces al campo de la descripción, tecnologizando la mirada.

La de la crónica es una tradición agotada. Agotada como tradición, entonces, ha mutado en una suerte de renovada literatura conceptual. Lo mejor de la crónica de hoy es la que da cuenta de ese agotamiento: está en Mario Levrero, en El discurso vacío, en Modo linterna, de Sergio Chejfec, o en el recientemente editado Un verano con Rhomer, de Débora Vázquez (Buenos Aires, 1970).

La idea de la “Crónica de una retrospectiva”, tal el subtítulo del libro de Vázquez, produce una felicidad inmediata. Vázquez se propuso escribir la crónica de un ciclo de películas de Eric Rhomer, rhomerianamente proyectadas un verano.

 ¿Cómo cronicar una película si no es contándola? (Alonso, podríamos decir, hace la crónica de las novelas de Dick. Está relatando. Obviamente, resumir es narrar. Por eso Alonso es un narrador, aunque no sea tan obvio.) En la idea de la crónica de Vázquez está la superposición inmediatamente de dos narraciones: la propia, sobre la del film. Vázquez superpone el mapa con el territorio. Chejfec lo había hecho mejor que nadie en su Giannuzzi: el libro es la crónica de una clase que él mismo da sobre Giannuzzi, que coincide prácticamente en un todo con la clase, con lo que se dice en ella.

Habría que abrir un paréntesis acá, solamente para preguntarse por qué Rhomer. No porque el libro no lo diga. Es como cuando uno se pregunta: ¿por qué Dick? ¿Por qué un libro de este tipo sobre Dick, y no un ensayo, por ejemplo? Siempre hay en casos como los de estos libros, conceptuales también en el sentido de performáticos, un hiato, una vacilación que no habría que subestimar ni leer en negativo. Un hiato entre la intención y el resultado, entre la tapa y el cuerpo textual. Es un hiato particular, habitado por tensiones diferentes a las de un ensayo o las de una ficción. En estos textos está muy marcada la tensión de la operación, del procedimiento. Tal vez porque el procedimiento mismo marca de manera especial ese hiato. Uno podría pensar que la literatura de procedimientos es una literatura de hiatos. Los momentos de continuidad están habitados por mecanismos “diferentes” de construcción del objeto.

Como aporte anecdótico, podría decir que dudé varias veces antes de comprar el libro de Alonso. Varias veces que fui a la librería donde estaba lo tomé, leí algunos párrafos, intenté comprenderlo. Y sin embargo, después de haber vuelto a hojearlo, lo dejaba de nuevo donde estaba. Era como si algo me resultara insuficiente. Tal vez, también, como si me resultara innecesario, en el sentido de que la información que me daba era insuficiente. No lograba concebirlo como objeto, a lo mejor. Se trataba de un texto que en mi ideación permanecía en un estado intermedio. (¿Trans?) Hasta que me di cuenta de que esas dudas, que tomaba como señales de disconformidad con el libro, eran en realidad parte de la lectura que el libro me estaba proponiendo. En esa aproximación inicial, casi objetual, de concepto, el libro ya había provocado un hiato en la naturaleza de mis expectativas, proyectándome hacia una zona de vacilación con respecto a la naturaleza de lo narrativo.

En la página de apertura de Un verano con Rhomer, la autora exhibe la “regle de jeu” (¡sic!) que dio origen al libro: acotar la crónica a escribir sobre aquellos films de Rhomer, su cineasta favorito, que aún no ha visto. En total, escribirá sobre trece películas: El signo de leo, El amor después del mediodía, El rayo verde, Pauline en la playa, Las noches de luna llena, El árbol, el alcalde y la mediateca, Cuatro aventuras de Reinette y Mirabelle, Perceval el galo, Cuento de verano, Cuento de invierno, La mujer del aviador, La rodilla de Clara y La marquesa de O. Las películas están ordenadas según la fecha en que fueron vistas, entre enero y febrero de 2006, en algunos casos a un ritmo de dos por día. La crónica de cada película tiene entre tres y siete páginas de extensión.

A estos textos, que constituyen la crónica propiamente dicha, siguen otros perfectamente encadenados: “un documental de dos capítulos sobre su persona, un cameo en la ópera prima de Luc Mallet, la reedición tardía de una novela de juventud, una película de época que probablemente vaya a ser la última y dos o tres cosas más que supe de él”. Dos o tres cosas que sé de él, es un texto maravilloso en el cual Vázquez simplemente acumula, sin articular, como en bruto, como cosas puestas una al lado de la otra, sintagmas de información, enunciados de aquello que sabe sobre Rhomer. Empieza así: “Escribe a mando y a veces le cuesta descifrar su letra. No empieza a redactar ninguna historia sin conocer su principio y fin. Casi todas las ideas le surgieron entre los 20 y los 25 años. Toma notas constantemente en sus múltiples libretas para no tener que enfrentarse a la página en blanco. Considera que un diálogo debe escribirse tan rápido como se dice. Es guionista de todos su largometrajes pero de ninguno ajeno…”

Perfectamente encadenados significa que participan del régimen narrativo de la crónica, del tono y tipo de crónica con que Vázquez ha narrado su asistencia al ciclo de cine. Incluso el último de los textos, Ni visto ni oído, fechado en enero del 2010, en el que cuenta el momento en que se entera de la muerte de Rhomer, viene a cerrar de una manera orgánica, también en lo anecdótico, todo el libro.

Lo anecdótico quiere decir la crónica de la crónica, el campo expandido, el momento en que el narrador se exhibe actuando, narrando. Es también una marca de género, un gesto de inscripción, de selfish. Las marcas de la crónica que emplea Vázquez son muy discretas. No sabemos bien en qué ciudad se da el ciclo, sí que es un Museo, que hay una Alianza Francesa. Sabemos que la autora traduce, tiene hijos, uno pequeño, con el que mira televisión. Una de las películas de Rhomer incluso la ve por TV5, otra la alquila en un video club. La autora nos transmite sus dudas sobre en qué momento hacer sus anotaciones sobre los films, y menciona un par de veces a Silvina Ocampo y una vez a Bioy, quien, nos dice, también consideraba a Rhomer su director favorito.

Muy discretas, pero al mismo tiempo, leyéndolas ahora, en el párrafo superior, muy significativas. Significativas porque no remiten al exterior, sino al interior. Uno podría encontrar en estas referencias, más que una marca vitalista directa (el vitalismo no reside, a lo beatnik, en las marcas de una vida, sino en la forma en que esa vida es contada), una suerte de función discursiva, que sería la de poner el relato en una suerte de intergenericidad. Que ya está dada, en la medida en que va a recortar un relato contra otro relato, en que va a sostener el texto en esa zona de recorte, como dos círculos que se intersectan, pero que al hacer de eso una crónica, es reformulada.

Vázquez lleva la narración a un campo genérico muy abierto. No como gesto en sí mismo, porque el debate por los géneros, a esta altura ya se ha, de alguna forma, normalizado, sino como una forma de contextualizar su escritura.

Bioy y Rhomer, por ejemplo. El vínculo que los une no habla un elemento de coincidencia biográfica en la autora, habla de Rhomer. La traducción y los diálogos, lo mismo: no habla de la disponibilidad de versiones de una película que hay en un videoclub de barrio. Habla de Rhomer. Esa intergenericidad lo mismo. No habla del objeto libro que construyó Vázquez, habla de Rhomer. Bueno, bárbaro. ¿Y de qué habla Rhomer, entonces?

Vázquez cita una frase extraída del prólogo de Rhomer a la edición de sus Seis cuentos morales. La frase que cita Vázquez dice: “¿Para qué filmar una historia si podemos escribirla?”

No es, claro, como si Vázquez hubiese sido capaz de escribir las historias que Rhomer tuvo que filmar. En todo caso es como si Vázquez fuese Rhomer, escribiendo las historias que el director tuvo que filmar. Pero Vázquez no viene a reemplazar, sino a continuar. Está después de Bioy, después de Rhomer. Escribir, filmar, escribir sobre lo que se ha filmado. Es como un juego de lentes. ¿Dónde está el foco? ¿O de lo que se trata es de cómo enfocar? ¿Y qué es enfocar sino seguir, de lente en lente, un hilo de nitidez?

Las crónicas de las películas no son “limpias” en el sentido de que no cuentan despojadamente los argumentos de los films, sino que más bien los van comentando. Y finalmente lo que se termina contando tiene mucho que ver con el comentario. La introducción de elementos argumentales sirve como punto de partida para un comentario más general, y ese comentario general sirve a su vez para derivar en otras marcas argumentales. General quiere decir también que muchas veces el comentario excede el film en cuestión para proyectarse sobre toda la obra de Rhomer, o que viene proyectado del resto de la obra de Rhomer para destacar en determinado film.

Hay un todo, un saber previo a la crónica, a la visión y narración del film, un saber tácito que inevitablemente se imprime sobre la narración de esa visión. Ese saber previo es todo lo que la autora ya conoce de la obra de Rhomer. Cada film narrado entonces se compara siempre con ese conocimiento no necesariamente compartido. Ese saber tiene una marca textual importante, por ejemplo en las notas al pie, que funcionan casi como las notas al pie de un texto ensayístico. Y no es gratuito, porque hay mucho de ensayístico en esta crónica. Como ademán, sobre todo. Como ademán hacia lo ensayístico.

Estamos en el comienzo de una crónica, y en el comienzo de un ensayo. La idea de introducción no es ajena al libro: bien podría ser una suerte de introducción guiada a la obra de Rhomer.

El continuo que se da entre comentario y relato es, para decirlo de algún modo, temático. Vázquez nos habla de las características de los personajes, de su personalidad y de su fisonomía, de su entorno, de las características de sus vaivenes. Parece haber una empatía inmediata entre la autora y esos personajes. No está explicitada, en la medida en que no está explicada, detallada. Pero no es necesario. En algún momento, Vázquez habla de una “educación sentimental”.

Pero también hace alusiones constantes a la peripecia del argumento: su matriz, sus figuras, sus metáforas. Que no son otra cosa que reflexiones sobre la forma del relato. Básicamente, cuando Vázquez nos cuenta las películas de Rhomer, está reflexionando sobre la forma de relatar de Rhomer. Uno entonces podría pensar que esa disposición intergenérica del texto no es sino otra forma de pensamiento sobre la forma del relato. ¿Cómo contar lo que se ha contado?

La frase del principio, es también la frase del final. La última línea de la crónica es una cita tomada del primer cuento moral de Rhomer. “¿Es usted novelesca?” (“Frase con la que Babert Schroeder aborda a la protagonista de La panadera de Monceau”). Sí, parece que es de eso de lo que se trata: de lo novelesco. Ahora: ¿cómo saber si uno es novelesco? ¿Qué es lo novelesco, en todo caso? ¿Es ese hilo de nitidez que continuamente se va de foco? ¿Es ese algo que transmigra? O mejor aún ¿qué importancia tiene preguntarse por lo novelesco? Una novela no es un artefacto discursivo que opera sobre la distribución de espacios en el campo literario. La novela no la escriben los estrategas del combate literario. Sin educación sentimental, no hay novela.

Hablábamos de una frase, de la forma de relatar de una época, de la forma en que una época escribe una frase, de la forma en que las épocas escriben sus frases.

Hay algo de balzaciano en la escritura de Dick. Un impulso a poner en la frase siempre un poco más, a estirar, si se quiere, aprovechando la tensión de la construcción y por momentos también venciéndola. La escritura, la frase (hasta diríamos: la trama argumental), están sobre-exigidos. Hay una potencia que no alcanza a ser absorbida por las articulaciones de la oración, hay elementos que quedan casi desprendidos. Como si el campo escriturario se prolongara hacia la desorganización. (Uno podría imaginar que la Comedia Humana nace precisamente de una necesidad de entretejer en un todo un cuerpo que fluye hacia su desorganización).

Se ha dicho que la figura económica de la literatura de Balzac es la del usurero, pero estas especulaciones que tienen que ver con su escritura nos generan la duda. Así no escribe un usurero, alguien que lucra prestando pequeñas cantidades a individuos que están fuera del sistema y atesora, también fuera del sistema, sus monedas. El usurero es el avaro. Balzac parece ser otra cosa.

En cualquier caso, la escritura de Dick se corresponde con su entramado argumental. Mencionamos esto para despejar algunas cuestiones que tienen que ver con el texto de Alonso. Una es la siguiente: cuando se agarra el libro y se lo hojea, se lee alguno de los resúmenes, o parte de ellos, lo primero que se percibe es que ahí no está la escritura de Dick. Es, claro, un poco decepcionante. Pero pensemos esa decepción como otro hiato. Alonso cuenta de manera escueta y total a la vez los movimientos argumentales de los personajes. Lo cuenta desde fuera. Es decir: jamás interpreta, jamás generaliza. Si hay alguna opinión es porque es imprescindible para comprender la acción, porque esa opinión ha sido explicitada por el mismo Dick. Alonso observa las novelas de Dick como quien estuviese describiendo el comportamiento de unos animales en un laboratorio.

No es que alguien pueda esperar que el resumen de un libro traiga algo del eco de la escritura del original, pero al leer a Alonso uno comprende la importancia capital que tiene la escritura en las novelas de Dick, que mucho menos que significar en negativo, es uno de sus valores más perdurables.

Otro recurso que Dick maneja de manera muy particular, muy propia, muy lograda, es el montaje. El montaje argumental: cómo intercala grandes pedazos de narración, en qué momento corta con uno y con qué comienza el siguiente. Ese montaje tiene algo de fuga, en el sentido de que ataca al tema principal viniendo desde lugares diversos. La sensación de espacio que produce esa procedencia de lugares diversos, de espacio intermedio, vacío, pero a la vez tensionado, que es una sensación que podríamos llamar casi religiosa, en el libro de Alonso queda muy reducida. Esto es así precisamente por una cuestión de espacio narrativo. Al resumir la novela, las partes también quedan resumidas, y la relación entre las partes sufre una distorsión. La diferencia entre un párrafo y un capítulo, en una novela, es una diferencia física que se impone por sí misma, y al imponerse significa. Es una cuestión rítmica, si se quiere, también, si uno piensa toda la novela como una composición. Los grandes movimientos se desdibujan. En la versión de Alonso, la importancia de esos silencios, de esos cambios de perspectiva constructiva, (que tanta velocidad dan a las novelas de Dick, al punto de que por momentos uno sospecha que se trata de una aceleración sin destino) pierde casi toda su relevancia.

La cuestión física de la frase es un tema inmenso. Dick tiene una conciencia iluminadora al respecto. Uno podría pensar perfectamente que lo que ha hecho Alonso es un ejercicio de escritura un poco “a lo Oulipo”. Uno de los ejercicios de los oulipianos consistía en resumir relatos preexistentes. Instrucciones de uso, se subtitula el libro de Alonso. Tal vez haya que leer ese subtítulo no tanto como una indicación de empleo, sino además en referencia al subtítulo de la mayor novela oulipiana: La vida, instrucciones de uso, de Perec.

Pero pensaba lo siguiente, en relación con lo físico: Alonso vuelve equivalentes capítulos con párrafos. ¿Cuál es entonces la dinámica puesta en evidencia ahí? Quiero decir no ya en Dick, sino en la escritura de Alonso. El tempo de la escritura. ¿Qué otros escritores trabajan sobre esa misma idea de tempo? ¿Qué escritores hacen jugar lo literal sobre lo simbólico, produciendo ese tipo de dinámica? Una frase para cada acción, digamos, por ejemplo, así haya acciones que podrían ser mucho más significativas que otras. Es un trabajo sobre lo significativo, también, que por algo a primera vista parece teñir de insignificante lo que se relata.

Sobre lo “no humano” en Dick, esa escena de civilización cyborg, replicante, de cuyo surgimiento y conformación estaría dando testimonio o anticipación su literatura: por supuesto que no es que quiera negarlo, pero sí me gustaría relativizarlo. Dick no es el hombre que deja de ser hombre y comienza a confundirse con la máquina, ya sea vía una tecnología dura, física, o una blanda, química, genética. La disolución de lo humano en Dick no es hacia lo tecnológico, sino hacia lo divino. Lo humano no se subsume en un post tecnológico, sino en un post religioso. Lo tecnológico, en todo caso, está puesto en función de lo divino. Cuando se pregunta si sueñan los androides con ovejas eléctricas no se está preguntando por los androides, se está preguntando por el sueño de los androides. Por la religión de la nueva tecnología.

Otro componente de la literatura de Dick que queda relegado en el trabajo de Alonso es el registro de la vida sentimental de los personajes. Esto porque el punto de vista es exterior, físico, visual, diríamos. Si menciona intenciones, son solo las explícitas, y las menciona como enunciados y no como verdades del relato. Fenomenológicamente, los artefactos que ha construido Alonso son muy particulares, muy autónomos. Claro que son relatos en sí mismos. Dick es uno de los escritores norteamericanos que mejor ha sabido captar los estados emocionales de sus contemporáneos. Este sentido del registro también lo acerca a Balzac.

Los “retratos”, si se quiere, de las relaciones de pareja, de los estados de las relaciones de pareja, de las dinámicas de las situaciones anímicas en una relación de pareja, son incomparables. A diferencia de Balzac, Dick acompaña siempre a sus personajes. Sin embargo, este trabajo no se da tanto a nivel argumental, de trama, sino discursivo. Forma parte de aquello sobre lo que se escribe, y no necesariamente involucra acciones. En ese sentido, queda fuera del registro de Alonso.

Si he marcado todo aquello que se pierde en la operación de Alonso, todo aquello que hace que a primera vista uno establezca cierta distancia con el libro, en el sentido de que parece difícil que los resúmenes puedan transubstancializar algo de la materia que creemos que hay en las novelas de Dick, es precisamente para resaltar finalmente aquello sobre lo que el libro termina haciendo foco.

Y eso es el armazón argumental de las novelas de Dick. Hablábamos arriba acerca de la literalidad, hablábamos de ese juego entre lo literal y lo simbólico. Dick lleva los argumentos a un punto en que lo simbólico se pierde. Dick trabaja sobre la literalidad de los argumentos hasta el punto de desprender de ellos lo simbólico. El desprendimiento de lo simbólico, el asomarse a ese punto en que el espacio parece abrirse a un abismo, será precisamente lo que en el renueve el pensamiento religioso.

Pero sin llegar hasta ahí, porque lo que nos interesa es otra cosa: los argumentos de Dick constituyen, por sí mismos, una literatura nueva, en la misma medida en que uno puede decir que constituyen una literatura nueva los argumentos de Kafka. Hay algo en la estructura argumental, en la concepción de la estructura argumental.

Es algo que sobresale en las novelas menores. Las mayores son más “novela”, quedan prisioneras de una constitución argumental más simbolizada. Lotería solar es, en ese punto, casi insuperable. Leer el resumen del libro que hace Alonso, después de haber leído el libro hace años, es una experiencia epifánica. Cómo todas esas irregularidades, esa extraña mezcla entre lo verosímil y lo inverosímil, esa dificultad para hallar el motor del relato, esa sensación de descentramiento constante, y al mismo tiempo la sospecha de que por algo es así, pierden el tinte de desconcierto que las teñía para convertirse en una verdadera propuesta narrativa para el siglo XXI. Esa es, en todo caso, la ciencia ficción de Dick. Hay puesta ahí una imaginación argumental fabulosa. Porque Dick no opera en contra del argumento, sino a su favor.

Por supuesto, mucho de eso tomó William Gibson, y lo utilizó en su Neuromante. Pero Gibson se acerca más a una concepción burroughsiana (joyceana), donde la frase, como decíamos, va en contra del argumento, y ahí es donde su novela se torna fallida. Fallida en el sentido que su búsqueda argumental queda a mitad de camino. Por eso termina transformándose en imagen, en metáfora. Por eso Matrix. Por eso también hay que ir en contra de Dick como metáfora del cyborg. O de Dick como metáfora.

Un trabajo en cierta forma similar al encarado por Vázquez y Alonso es el que encaró Reinaldo Laddaga en Tres vidas secretas, donde lo que, a su manera, resume, es el universo biográfico, el universo de biografías, que constituyen a las figuras de Nelson Rockefeller, Walt Disney y Osama Bin Laden.

El trabajo de Laddaga parece ir en sentido contrario, porque su reducción se da por multiplicación. El relato de vida se atomiza a tal punto que implosiona. Es imposible encontrar en el acto, subdividido una y otra vez, una conciencia teleológica de lo que sucederá. Todo son micro momentos decisionales aleatorios. Y cuanto más se busca, más se desintegran. Es como si Laddaga nos mostrara en lo mínimo la imposibilidad de escalar en un relato biográfico. Como si el paso de lo literal a lo simbólico estuviese cortado. Para eso trabaja justamente con tres personajes que, a través de las biografías, han sido construidos precisamente como símbolos.

Si Dick, como parece verse en Alonso, crea una nueva forma de novelar en el sentido argumental, Laddaga encuentra otra. Tres vidas secretas es una obra muy significativa en la literatura contemporánea.

 

2.

Unos días después de haber abandonado la redacción de los párrafos precedentes comencé a leer una novela de Dick: Planetas morales. Se trata de un libro escrito en 1956 y publicado en castellano, según Alonso, ya en 1960, por la editorial Cenit, con traducción de Orta Manzano (por lo que veo, es el libro de Dick más tempranamente traducido). 1956, recordemos, es el año en que Dick, después de un lustro de publicar cuentos en revista de género, edita su primera novela. Son tres, en realidad, las novelas que edita ese año: Lotería solar, El tiempo doblado y Planetas morales. De las tres, probablemente Planetas morales sea la más genérica, en el sentido de que no abundan en el libro las “imperfecciones” donde asoma lo más asombroso del genio de Dick.

Sorprendentemente, al promediar la novela, Allen Purcell, el protagonista, un creador de contenidos, ha cometido un acto “vandálico” en contra de una estatua de quien controla los ultra dominantes medios de comunicaciones, pero no puede recordar los motivos ni la situación concreta en que lo ha hecho. Va a ver a un psicólogo que le provoca una suerte de deriva semi consciente. En esa especie de recordar, Purcell relata que en una zona degradada de la ciudad ha dado como con un trasto con “un ejemplar de un libro gordo, enmohecido, encuadernado en gris”. Estamos en el 2114. Lo abre, y lee (cito): “Stephen Dedalus miraba a través de la enmarañada ventana, los dedos de lapidario probaban una cadena sombreada de tiempo arañando el polvo, la cortina y los rayos de un polvo oscurecido con los dedos trémulos de uñas buitrescas…”. Después cita otro fragmento: “El polvo dormía sobre féretros lúgubres de bronces y plata, losanges de cinabro sobre rubíes, piedras leprosas color de vino oscuro…”

Purcell dialoga con el buhonero que vende el Ulises. Todas las novelas del siglo XX han sido quemadas, proscriptas. Ahora es una suerte de reliquia de anticuario, como lo son ejemplares de diarios de los años de la Guerra Fría. Se preguntan cuál podía ser el propósito de esos libros. “Esos tipos”, le dice el buhonero, “escribían en la forma en que podía hacerse en la Era de la Disipación. Eso lo dice todo. Todo está ahí. Dicen la verdad”.

 

Pregunta:  ¿Qué es lo que cita Dick cuando cita a Joyce? 

Cuando termino la novela, voy al libro de Alonso a leer el texto que ha escrito al respecto. Ninguna mención a Joyce en su resumen de Planetas morales. Es cierto: es un grano de información demasiado pequeño, apenas las líneas transcriptas. “(Purcell) acepta que el psicólogo investigue su cerebro”, escribe Alonso. Ahí adentro está el diálogo de Dick con Joyce. Sin embargo, sería injusto decir que el trabajo de Alonso no ha registrado la presencia de Joyce como problema, como estímulo, en la literatura de Dick. De hecho, ha sido la lectura de su libro el que ha promovido en nosotros estas cuestiones, antes de haber visto mencionado el nombre del irlandés. Es decir: leyendo a Alonso sobre Dick hemos debido pasar por Joyce. 

Decíamos que Planetas morales es un libro sin demasiadas imperfecciones. Tiene una dinámica argumental fluida, muy lógica. El resumen de Alonso sigue esa evolución medio impersonal. Y sin embargo, en el último párrafo, Alonso parece encapsularnos en un párrafo, otra vez, ese avanzar maravilloso, específico, que hay en las narraciones de Dick. 

Dice Alonso, contándonos la novela: “Antes de ser detenidos por la policía, Allen y su esposa huyen. Se dirigen hasta el aeropuerto intergaláctico y tienen la posibilidad de escapar. No obstante, a último momento, Allen cambia de idea y decide entregarse”.

Son el cambio y el último momento. Es lo imprevisto. Es lo que nos hace recordar esa otra frase, de Peter Handke, que tanto intrigó a los filósofos italianos del pensamiento débil.

“Decidió no afeitarse”, escribió Handke. “Era una decisión, y esto le dio ánimos. Después, se afeitó como de costumbre, y se sintió extremadamente orgulloso con esta segunda decisión”.

 

 

(Actualización marzo – abril 2014/ BazarAmericano)

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 




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