diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La ética del monstruo
El pintadedos, de Carlos Catania, Sante Fe/ Rosario: UNL / Serapis, 2022.

La contingencia histórica (la dictadura, el exilio, la censura) puede explicar verosímilmente que Las Varonesas de Catania no haya sido leída por casi nadie, sin embargo esas razones    –que mitifican el texto, lo malditizan y en parte tranquilizan acerca de su deslectura– no aplican una vez que El pintadedos se publica en democracia en una editorial de buena circulación como Legasa que editaba en su época autores contemporáneos con proyección. Para decirlo con claridad: la indiferencia sintomática hacia la obra de Catania no deja de tener razones intra-literarias. No hablamos de la calidad del texto –dato evidente para cualquiera que lea una sola línea de sus novelas– sino de algo en su propia construcción que hizo que esa obra no pudiera ser asimilada por sus contemporáneos: el horizonte de legilibilidad alfonsinista no podía tolerar o comprender la existencia monstruosa de aquello que pervivía larvado en el presente y se quería voluntariosamente dejar atrás. En este sentido, la reedición El pintadedos por Serapis y UNL es un verdadero acontecimiento –tal como los franceses nos enseñaron a pensarlo: nada la hacía prever, nadie la esperaba y nada debería continuar sin más en nuestras letras después de su aparición.  

No obstante, El pintadedos no dejará de encontrar resistencias en su camino, sobre todo porque su ética monstruosa adopta varias formas que, si bien fascinan, pueden complotar contra su propia recepción. En parte porque la monstruosidad literal, físicamente insoportable, es lo que organiza –en un nivel elemental– la anécdota. El episodio central de violencia de la Moira –quizás la mejor escena de la historia de la novela argentina– marca por su carácter inesperado, salvaje y alucinado el devenir de todo el relato: el pasado mítico, la irrupción del hecho traumático, su posterior represión y su reelaboración en el presente (el retorno de Carlos el pintadedos –o perito dactiloscópico– al pueblo con la excusa de un crimen da inicio a la novela y permite reconstruir la historia del grupo de amigos). Dicha escena hace a su vez sistema con el resto de la obra de Catania: hay de hecho en sus novelas una centralidad de una sexualidad perversa que estructura las relaciones y las acciones; por un lado un cierto imaginario infantil –en el sentido en el que Adorno dice que Kafka parece, si uno advierte la reiteración de ciertas figuras, quedar aferrado a las fantasías tempranas– (la mujer mayor y experimentada que viene a instruir al niño, la relación incestuosa como producto del ensimismamiento de la familia, el homoerotismo difuso de la barra de amigos), luego un erotismo oscuro y transgresivo (la mujer que canta en los orgasmos, la violación de la niña en El pintadedos o de la esposa a la usanza de Perros de paja en Las Varonesas, las relaciones cuasi-fantásticas entre los “mongolitos”, las perversiones sadeanas entre la Gúdula y Antonio) y finalmente una concepción sagrada del erotismo que permite recuperar miméticamente una experiencia pre-subjetiva o pre-lingüística. Así, el mencionado episodio de la Moira puede funcionar hiperbólicamente como la síntesis de una imaginación asocial más allá de toda consideración moral común. 

En este sentido, el desprecio hacia la lógica intra-familiar (“el nido del exterminio”), la banalidad de las clases medias (“la ética de esa legión condenado al mate cocido, el bizcocho de grasa y el deber”), el inmoral decoro burgués (“los asesinos de las sombras, los eficientes que ignoran la vida”) y la razón científica (“sólo conduce a la estupidez”) marcan no solo el tono sardónico y crítico de la novela (la indiferencia, cuando no complicidad, del pueblo ante la dictadura es uno de los temas no menores de los que se despliegan a lo largo de sus más de 390 páginas), sino a su vez el conflicto de quien vuelve al pago y debe, tras reencontrarse con los camaradas de antaño, revisar la propia vida. El funcionario, el revolucionario, el empresario, el intelectual: formas arquetípicas que adopta el grupete y que obligan a la pregunta retrospectiva sobre qué es una vida digna de ser vivida. Sin embargo, late cada tanto en Catania la idea de que, al margen de las contingencias históricas y los destinos personales, sólo mediante el contacto con el “absoluto” puede recobrarse algo de aquello que la homogeneización social tiende a neutralizar. 

Aunque esta posibilidad también puede ser desmentida por la propia novela. A riesgo de utilizar bárbaramente categorías filosóficas, todo el tiempo el relato está punteado por reflexiones o escenas que exceden la tradición del existencialismo (al que Catania adscribió con modulaciones a lo largo de su vida) y desembocan en una misantropía casi metafísica. El ser humano en El pintadedos –al menos para algunos personajes– está condenado desde antes mismo de su nacimiento, o mejor: hay algo inhumano en los hombres que no puede ser redimido ni por la amistad, el sexo o el amor. El nihilismo tiñe así toda la novela y es una de las razones no menores por las cuales la obra de Catania puede ser disonante para una consciencia contemporánea. No obstante, tal como lo dice el propio pintadedos, “la clarividencia de que el hombre se asentaba sobre la tierra como un elemento extraño, que él y la tierra eran dos cosas distintas condenadas a compartir, me llenaba de dicha y terror”. Esa dualidad salva a la novela de su propia sofocación: el pesimismo aparece siempre atenuado, aquí y allá, por momentos de verdadera y explosiva felicidad. 

Esta visión oscura de la vida tiene por supuesto en Catania un correlato en la propia concepción estética. La monstruosidad en El pintadedos está en el nivel mismo de la estructura del texto: multiplicación exacerbada de voces, puntos de vista, estilos, historias. Es verdad que, como afirma Arce en su ensayo en Revista Präuse y el posfacio del libro, la lógica more geometrico busca darle una suerte de orden al caos reinante, y sin embargo uno puede llegar a sentirse realmente desorientado en el discurrir de la lectura ante tal tendencia a la multiplicidad desbordante. En este punto es interesante pensar que hay una tendencia en la novela a la heteroglosia, a la imposibilidad de ceñir un punto de vista que organice jerárquicamente el resto de las voces, que nos diga dónde está finalmente Catania. En este sentido, cuando el pintadedos manifiesta tendencias estéticas y asiste a un grupo de teatro lo primero que rechaza es esa “afectación de las éticas artísticas”, ya que “aquellos (los del teatro popular) eran lacayos de la moral; inventaban un fin para sostener el viaje, la debilidad de querer justificarse, no hacen sino traicionar al arte, al hombre y la naturaleza”. La ética del compromiso (que ya había sido vapuleada en Las Varonesas) supedita la verdad artística –su escandalosa y feliz soberanía– a un fin que le es externo y con ello no hace sino traicionar tanto al arte como a la política. La literatura, al margen de cualquier coartada que la justifique, termina por volverse problemática, en tanto su gloria es proporcionalmente opuesta a su utilidad social. Sin embargo, la reivindicación romántica de la escritura no puede hacerse sin exponerse a sí misma al escarnio: en El pintadedos ni siquiera el arte tiene garantizado el derecho a la existencia, ya que tal antipopulismo estético riñe a su vez con la idea incomoda de que todo arte –inclusive el de vanguardia, o sobre todo el de vanguardia– no deja de ser un esparcimiento burgués o un escapismo sofisticado, o mejor: una religión –tan dogmática como las otras– que no habría que tomar tan en serio. 

Ante esas preguntas sin solución nos empuja a cada paso la novela. La paradoja es que, así como hoy muchos de sus excesos pueden resultarnos más afines a nuestra sensibilidad pos-lamborghiniana, un cierto anacronismo de sus temas (el tópico de “las armas y las letras” está marcado a fuego en Catania y es lo que le da vida a la última parte de la novela: un desenlace en el que la discusión cuasi sartreana le cede su lugar a un estallido repentino digno del Aira de los noventa) puede incomodar hoy al lector demasiado conectado con las demandas de actualidad (aun cuando otros momentos de la novela –el testimonio desgarrado de una madre buscando a su hijo desaparecido– puedan garantizarle a esta su inclusión automática en los programas de cátedra de Literatura Argentina) y no obstante hay en la novela una fuerza que la hace resistir a sus puntos de cristalización ideológicos: una intensidad que dimana de lo imprevisible e incontrolable de las situaciones a las que nos vemos llevados, a veces por nuestra propia voluntad. 

 

(Actualización mayo – julio 2013/ BazarAmericano)

 

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646