diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Lo que el cine nos da
Adiós al registro (con fiesta de chicas y autos)

Leí hace poco un comentario sobre una vieja película soviética, Pasaron las grullas. Parece que en el momento de su estreno era común escuchar expresiones admiradas sobre un plano técnicamente heroico. ¿Cómo habían hecho los rusos para sacar la cámara por la ventanilla de un colectivo en movimiento y mantener la toma, sin cortes? Revisé la escena en Youtube. En efecto, es muy impresionante.
Este tipo de asombro está hoy en retirada. Es fácil entender por qué: nace de una admiración que sentimos cada vez menos debido a que las computadoras explican las imágenes extraordinarias por sí mismas, sin necesidad de recurrir para entender su origen a esfuerzos físicos o ingenios mecánicos prodigiosos. Antes, una toma en continuidad certificaba, por ejemplo, la unidad del espacio; cuando era tan compleja como para imaginarla imposible obligaba a pensar en habilidades atléticas fenomenales, en inventos secretos y revolucionarios o directamente en la magia. Ahora, en cambio, las imágenes suelen venir hacia nosotros después de pasar por el spa informático, de manera que su fortaleza documental, que es una de las condiciones del viejo asombro, resulta cada vez menos importante para nuestra experiencia como espectadores.

Por supuesto, la sospecha de manipulación no es nueva. Sabemos que en el mundo analógico se podía borrar a un personaje o reunir en un encuadre elementos que jamás habían coincidido en el mismo lugar y tiempo. En realidad, sabemos mucho más: que la foto y el cine mintieron siempre. Lo que es nuevo es aquello de lo que dudamos: no ya de los contenidos de la imagen sino de su propia naturaleza. Esta sospecha de nuevo estilo se resuelve necesariamente a favor de la invención y el retoque. Es decir, frente a una toma como la de Pasaron las grullas hoy nos diríamos: puede que haya digital. Lo que aproximadamente quiere decir: puede que la continuidad haya sido simulada mediante efectos que pusieron en la imagen algo nunca fotografiado.

Esta actitud de recepción asume al menos tres cosas. Primero, que la duración del plano no coincide necesariamente con (o no tiene por qué ser un corte de) la duración de la toma. Segundo, que el plano en continuidad no implica necesariamente la existencia de un espacio también continuo. Tercero, que todas las imágenes son posibles.

De modo que vivimos un tiempo interesante, en el que el debilitamiento de la predisposición al asombro coincide con la multiplicación de imágenes asombrosas. Pero –y esto es lo que importa– antes que en el espectáculo de lo maravilloso en el que la industria pone a prueba sus innovaciones tecnológicas año tras año –paisajes, multitudes, explosiones, criaturas extrañas, planos para los que no se puede ni siquiera imaginar la participación de una cámara– la radicalidad del fenómeno tiene su emblema en la dificultad de creer en eso que se parece tan notablemente al viejo modo del cine. Llamémoslo el modo-grulla, para recordar una vez más aquella toma increíble y contribuir a la unidad del texto. O mejor, el modo-registro, para darle pie a Bazin.

En su clásico ensayo “Ontología de la imagen fotográfica” Bazin señala que la invención de la fotografía (y su prolongación en el cine) modificó la psicología de la imagen, fundamentalmente por su potencia de credibilidad. También el digital ha terminado por provocar un cambio en esta psicología, pero justo en el sentido contrario al que mencionaba Bazin, ya que si hay algo que existe en el digital es una potencia de incredibilidad mayor a cualquiera que haya existido hasta su arribo.

A tal punto es así que en el nuevo mundo de las imágenes incluso el cineasta más fiel al registro ha terminado por perderlo, porque los espectadores no estamos ya interesados en distinguir aquello que fue capturado por la cámara de aquello que fue conseguido por medios digitales. Convivimos tanto con las imágenes, dudamos tanto de ellas, que nuestra percepción se ha modificado, y con ella se ha modificado también lo percibido. Es perfectamente claro que los travellings de Hugo o el larguísimo y fascinante plano secuencia que abre Gravedad existen solo en la pantalla en que los vemos, que no ha habido un esfuerzo físico continuo como el del camarógrafo que cargó la máquina durante diez minutos en el final de Principio y fin, subiendo y bajando escaleras, manteniendo al personaje en cuadro, o que no ha sido necesario, como en el último plano de El pasajero, un ingenio para que la cámara atraviese las rejas de la ventana y siga adelante, como un espíritu. Pero si El pasajero se hubiese hecho hace un año, y Principio y fin hace tres, dudaríamos de la continuidad, no ya buscando trucos como en el comienzo de Halloween o en el de Ojos de serpiente, sino desentendiéndonos del juego, digitalizando también aquello que respeta el registro, o al menos digitalizando sus detalles, las costuras más difíciles.

El cambio del mundo analógico al mundo digital –que se está completando en estos años y necesita con urgencia una descripción y una genealogía– puede ilustrarse de muchas maneras. Por ejemplo, revisando lo que dice Bazin sobre las imágenes filmadas en 1947 durante el viaje de la balsa Kon-Tiki por el Pacífico y poniendo a trabajar sus ideas en relación con la película de 2012 que reconstruye aquella fenomenal aventura a puro CGI. O reflexionando sobre la fascinación que desde los Lumière en adelante produjo el movimiento de las hojas a la luz de la selva de Avatar, que nunca fue registrada. Pero si yo tuviera que elegir la representación más atractiva de este cambio histórico recurriría a un diálogo de Death Proof, la obra maestra russmeyerana (aunque sin tetas, todo sea dicho) de Tarantino. Al diálogo y a la película entera, en realidad, ya que tres de los personajes son dobles de riesgo (un oficio en problemas) y Tarantino insistió en presentar las espectaculares escenas de persecución automovilística como efectivamente rodadas, sin trucos digitales de ningún tipo, con las trampas viejas del encuadre, el sonido y la edición. El diálogo es el siguiente

- ¿Viste que a veces en las películas hay choques de autos en los que es imposible que alguien sobreviva?
- Sí
-Bueno, ¿cómo pensás que lo hacen?
- Mmm… ¿CGI?
- Lamentablemente, Pam, hoy en día es así en la mayoría de los casos. Pero en la época del todo o nada, en la época de Vanishing Point, Dirty Mary Crazy Larry y White Line Fever los autos de verdad chocaban contra otros autos de verdad, y gente tonta de verdad los conducía.

 

Stuntman Mike–el personaje que le explica la situación de las imágenes a la tal Pam, interpretado por el gran Kurt Russell– es un psicópata rutero matachicas baziniano. La cabina de su auto, especialmente preparada para soportar choques violentos, es en sí misma un emblema del tiempo del registro, cuando las cosas pasaban de verdad. Igual que Bazin, Stuntman Mike comprende el cine como una ontología. E igual que Bazin está un poco fuera de época, con su peinado símil Elvis, su campera plateada y sus historias de actores y series de televisión que nadie recuerda.

Dobles de riesgo, entonces. Tarantino despide el registro homenajeando a una de sus figuras heroicas y secretas, representada en la película por el villano y dos chicas bravas. Pero no es este el único homenaje de Death Proof. En efecto, hay al menos otros tres: a las salas de cine trash y doble función (la película nació en pareja con Planet Terror, de Robert Rodríguez), al celuloide como material con cuerpo e historia, perceptibles en la decoloración, en los rayones y en los fotogramas dañados, y especialmente a la naturaleza indicial del analógico, que es la clave de todo este asunto, tanto para el asombro como para la ontología. Bazin encontraba esta naturaleza especialmente respetada por un director como Rossellini y por procedimientos como la toma larga y la profundidad de campo. Tarantino, con su lectura torcida y juguetona de la historia, prefiere observarla en las películas de autos de los años 70, ciertamente más editadas que las de Rossellini, a tal punto que la reiteración de un choque desde puntos de vista distintos es un clásico de su montaje.

Hay una cuestión argumental que, vista desde la oposición analógico / digital, cobra importancia. Death Proof es una película de venganza, como Django sin cadenas, Kill Bill o Bastardos sin gloria, por no salir de la filmografía de Tarantino. En la primera parte Stuntman Mike mata a un grupo de chicas; en la segunda trata de matar a otro, pero se topa con la horma de sus zapatos. La venganza, cuyas historias guardan una coherencia entre la falta y el desquite, exige un espacio simbólico común, dentro del cual todos sus implicados se mueven. Tarantino, que evita cualquier tipo de motivación psicológica (y que se burla de las interpretaciones de ese estilo haciéndole decir a un policía que cuando Stuntman Mike arroja su auto sobre las chicas sublima su impotencia) lo reduce a tres elementos: una ruta, dos autos viejos y un oficio en retirada. De esta operación surgen tres condiciones. 1) Solo unas dobles de riesgo fanáticas de los autos de los 70 pueden terminar con un doble de riesgo fanático de los autos de los 70; 2) El enfrentamiento solo puede suceder en una ruta; 3) La venganza solo puede tener lugar en un tipo de imagen. Obviamente, esto último es lo fundamental. Death Proof es un réquiem festivo para el cine de registro filmado como cine de registro; por ello sus tomas son también a todo o nada, y autos de verdad chocan contra autos de verdad, y un doble debe tomar el lugar de Kurt Russell en las escenas de riesgo. 

Un último comentario. Existe, ciertamente, la posibilidad de que ante estas observaciones alguien diga: -Sí, claro, todo muy lindo y muy analógico, pero la pierna que a mitad de película vuela por los aires seguro que es digital. Quienes creemos en Tarantino diremos que de ninguna manera, e incluso invocaremos motivaciones éticas para determinar que la pierna es de plástico, de gomaespuma o madera, tanto en el aire como en el asfalto, y que además la sangre es kétchup. Pero lo cierto es que ya no podemos estar seguros, y que es esa incerteza, junto con el desinterés que promueve y terminará borrándola de nuestras preocupaciones, lo que define nuestro tiempo.

 

(Actualización marzo – abril 2014/ BazarAmericano)

 

 




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ISSN 2314-1646