diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Un día soleado de 2011 nos metimos con María Negroni en el umbrío Museo de Ciencias Naturales de La Plata. Cualquiera que lo conozca sabe que a los anacronismos de la decadencia (apenas disimulada, poximix y presupuestos lastimosos mediante) el sitio suma extravagancias que son más que curiosidades simpáticas o asquerosas (van de los moluscos fetoidales y la taxidermia casi centenaria al perfume dudoso del mobiliario del lugar, de la discronía de los emparches arquitectónicos a la puerilidad pedagógica del escritorio reconstruido de Francisco Pascasio Moreno). María quería conocer el museo y yo, que lo he recorrido infinidad de veces -hasta hace añares con mis padres, desde hace años con mis hijos, que no se cansan de repetir la visita- descubrí de nuevo, como cada vez, la rara y temblorosa jovialidad infantil que me produce. Entonces advertí que María sabía lo que hacía: cuando le hablaron de ese museo -a ella, que conoce tantísimos en Europa y América- supo adivinar que a cierta gente le sucedía allí algo muy semejante a eso que sus poemas, relatos y ensayos vienen persiguiendo desde que empezó a escribir: el vestigio o la inminencia de un resto, una reverberación perturbadora del goce (si lo es del goce, toda resonancia trauma, se sabe). Algo sin nombre que está, parece, en el borde de lo que se deja ver u oír o leer.
Igual que, por azar, en esos recorridos, también en la literatura se le sabe al museo la incoherencia fatal de su anclaje materialista –su intimidad con los cuerpos incontables de los seres- y, luego, su ideológico e inútil afán de enciclopedia y de orden. Como cuando lo recorremos con mis hijos o con la poeta, en la literatura moderna el museo degenera: aun cuando no se arme deliberadamente como anti-museo para atacar un orden o producir su pérdida, la literatura suele hacer del museo colección aleatoria que deschava siempre sus anaqueles vacíos, galpón atiborrado a fuerza de cirujeo paranoico, rejunte en el altillo, desparramo en el desván, disforme diorama para la "feria de ciencias" escolar, taxonomía en ruinas como exageró Foucault leyendo a Borges (Las palabras y las cosas), o Barthes cuando contraponía la figura rimbauldiana del barco ebrio al museo totalista de un mundo cerrado y dominable que quiso leer en La isla misteriosa de Julio Verne (Mitologías). La literatura y la crítica organizan esa guerra entre el orden imaginado por una razón afiebrada en las geometrías de un derrotero, y la derrota por la fuga del que empieza a vagar y -como se dice- agarra para cualquier lado. Vaivén entre alguna sospechosa o inocente racionalidad de catálogo y cierta compulsión indiscriminada de acopio y de revoltijo, entre acantonar y explorar, encierro y viaje, foliación sedentaria y gitanería del encuentro fugaz y a la deriva con piezas, partes, porciones y restos de porciones, avíos, aperos o arreos, cachos, cachivaches, chismes, chucherías, bártulos, trastos, trebejos, esquirlas, escorias, vestigios, vejestorios. Porque esa variante de la adicción es la forma de la museomanía: alguien que siempre quiere más, y que nunca termina de satisfacer el apetito de armar y atesorar una colección, fijar una memoria sobre cosas sensoriales, tangibles. El tópico -que debe hartar a los arqueólogos reales- es infaltable en cada entrega de la zaga de Indiana Jones, donde siempre se pasa de la academia a la aventura, de la furia expedicionaria por saciar el hambre a la conservación, y vuelta. Por supuesto, el mercado cinematográfico de cultos se especializa en la multiplicación de museos de memorias inventadas, más o menos todos aspirantes al libro Guinness de los records o a sus equivalentes en la TV: Star Wars, por decir, se filmó interminablemente para engrosar una red multidireccional de baratijas que tiene nodos en garages, playrooms, repisas, galpones, sótanos y covachas de cada rincón poblado del planeta (aunque tratándose de la web ya todo disparate carezca de mucho interés, ahí se leen sin embargo cosas como: "Los conocidos «clicks», pequeños muñecos de plástico de la empresa alemana de juguetería Playmobil, triplican la población de la Tierra, al sumar más de 21.100 millones de unidades desde que se iniciara su producción a principios de los años 70"; hay museos y clubes de clubes de coleccionistas etcétera, por supuesto; ignoro si ya se están haciendo sumas de los muñequitos de Lego, que con tanto videojuego y ahora hasta largometraje recién estrenado deben estar reproduciéndose como conejos).
Si los museos son narrativas más o menos demenciales de la memoria gregaria, entonces se puede sospechar no sólo que en el tráfico social de literatura esa función museográfica habría provocado las teorías académicas del “canon” (o las no tan universitarias de “los clásicos” o la “literatura nacional”), sino además que ciertos modos de la literatura contemporánea se caracterizan precisamente por oponer alguna forma de resistencia y de fuga a esos relatos de la civilización ciegos a la pérdida, o resignados a esconderla.
Entre 2012 y el año pasado, La Bestia Equilátera editó las bellas traducciones que hizo Laura Wittner de dos libros de David Markson, La soledad del lector (Readers´s Block, 1996) y Esto no es una novela (This Is Not a Novel, 2001). Algo así como cuadernos de notas y citas para futuros e improbables libros sobre casi nada, los dos son museos o más bien rejuntes de fragmentos, dichos, anécdotas y curiosidades más o menos disparatadas, simpáticas, sorprendentes, escandalosas, bizarras o asquerosas de la historia literaria y artística. Las cosas que han sido capaces de decir, de dejar escritas o de hacer los pintores o dramaturgos célebres, de qué enfermedades o modos del suicidio han muerto los escritores más o menos famosos, qué han dicho unos artistas de otros, pequeñas miserias y grandezas de Dante o de Joyce, de Pollock o de Munch... Todo en objetos coleccionables, es decir en frases breves, de entre una y cuatro líneas, a veces apenas el nombre de una ciudad, un lugar, unos pocos sustantivos coordinados. El recurso es bueno porque Markson es un lector muy diversificado, mordaz y curioso, y se ve que conoce el síndrome de ansiedad severa que impide al afectado mantener la atención por más de unas pocas líneas; pero el género mismo no es capaz de sostener durante tantas páginas (más de 200 cada libro) la curiosidad o el interés que despierta. Precisamente como los museos: fatigan, o no hay modo de no abandonar los recorridos que nos proponen y, erráticos ya, saltearlos al picoteo, porque en la acumulación de rarezas y en la serie, y en la serie de series de rarezas, la rareza queda por supuesto limada o rancia o algo fané, como el maquillaje o la llegada de los invitados rezagados cuando la fiesta o el calor del día se prolongan hasta muy pasadas las horas y las salsas y las cremas se oxidan como manzanas a medio morder.
En la tradición literaria argentina (si es que pudiésemos saber de qué hablamos cuando la mentamos tal), “museo” es un fetiche a medias vacío que, cargado de la tentación por convertirlo en metáfora crítica, nos depara no un itinerario sino, precisamente, una anti-enciclopedia de ocurrencias y usos bastante variados: las “zoología[s]”, los catálogos, las bibliotecas y los “museo[s]” de Borges. El borgiano Museo del chisme de Edgardo Cozarinsky. El “museo municipal” de los “Pensamientos de un profano en pintura” en La mayor, de Juan José Saer. Galerías, exposiciones y muestras, más que museos, en The Buenos Aires affair de Manuel Puig. Pero también, ya alejándonos de las acepciones menos figurativas de la palabra, el Museo salvaje de Olga Orozco (1974). Se puede reducir el vértigo de un acopio semejante recordando que en la literatura argentina del siglo XX “Museo” es un lugar común de las experiencias de vanguardia, es decir de experiencias de sesgo contestatario y rupturista que utilizan la palabra, por tanto, en la flexión irónica: las credenciales de “museo” han sido entregadas parece que de manera definitiva a Macedonio Fernández y a su escrito más comentado y conocido, el Museo de la novela de la Eterna. Sería posible entonces acotar el asunto a las intermitencias más o menos esporádicas de “museos” con resonancias macedonianas en la literatura argentina luego de la invención de la leyenda sobre ese libro y de su posterior edición póstuma. Para mi gusto, Noé Jitrik saturó el tópico y quiso sacarle más jugo del que tenía, y Ricardo Piglia lo solemnizó (o sacralizó, no sé bien). Por algún motivo que tal vez resida en los tonos (no digo en la impostura, pero sí en tonos que repondrían su simulacro) el exceso me fatiga en Jitrik, me fastidia en Piglia, pero me sigue capturando en María Negroni (releer por enésima vez su Museo Negro en los libros que le siguieron: regala lo mismo, aunque más no fuese en una página, en un puñado, da todas las veces lo que nunca se espera ni se teme; por lo cual estaríamos, acá sí, ante un "exceso" merecedor de tal nombre).* Entonces, es posible que haya que preguntarse si "museo", la palabra y la figura, no viene a nominar una cierta energía de constancia, de tenacidad y resistencia: "museo" (la palabra y la figura) puede algo, y lo que puede no sería desdeñable ni poco si su pertinacia de sí pudo con Jitrik, con Piglia, con el Macedonio de Jitrik y de Piglia y, en los entremedios, con un más o menos largo inventario de nombres, firmas, revistas...
Los museos, como sus curadores, están de moda y hace ya años está de moda hablar de que los museos están de moda (es lugar común la impresión de que -con buenos motivos o sin ellos, vaya a saberse- a los curadores ya casi les pasa lo que a los entrenadores de fútbol o a los directores de cine respecto del plantel o del reparto: las estrellas son ellos, ya no tanto el museo ni la muestra; aunque ahora parece que los curadores deben compartir el protagonismo con los públicos o visitantes o usuarios, con sus supuestas necesidades o demandas o algo así: agarrate Catalina). Una causa de la moda de los museos (hay tantas) fue la última oleada de rebelión cultural del siglo XX, que los atacó de un modo pseudo-vanguardista (es decir con un destructivismo casi meramente fingido), más o menos hippie, más o menos pop: había que entrar y tocar. Si uno le pide a google la frase "prohibido no tocar" aparece una cáfila interminable de "museos interactivos", instituciones que incluyen la frase misma entre sus principales estrategias de propaganda, autobombo, festejo de sí. Está muy lindo (a mis hijos y a mí también nos gustan esos ex-museos, o cuasi-museos, o post o trans-museos, que se convirtieron en centros de entretenimientos culturales o en patios de juegos de arte o de maestra particular enmascarada de animadora de fiestitas), pero ya estamos hablando de otra cosa y en todo caso y sin que por eso haya que exagerar, la gracia estaba también en husmear o tocar o probar o morder lo prohibido. O también, en una idea entre antipática y perturbadora, que es la idea de una cierta o necesaria o impuesta guarda de las cosas, de ciertas cosas que dejan de ser cualesquiera nomás por estar así guardadas. El interés que pueda mantener, en fin, la figura del museo se juega en esa contradicción o en esa divergencia más o menos inadvertida: se expone, se pone fuera, lo que por el mismo acto está guardado y mantenido bajo una guardia. Los uniformes del vigilante, el más largo de los modelos de linterna de la marca americana Maglite -de lejos, igual que una cachiporra antimotines-, las resonancias sadomasoquistas y la ferretería disciplinaria no se hacen esperar: "una noche en el museo". Respecto de estos laterales de la cosa (donde el pasado cobra vida en cera o cartapesta y Pocahontas interactúa con Marilyn Monroe y las dos con simulaciones de dinosaurios), es por lo menos cómico el candoroso aviso que distribuyó el 14 de noviembre de 2013 el MACLA de La Plata, que decía así: "EL ARTE CALLEJERO EN EL MACLA. El martes 12 de noviembre quedó inaugurada la muestra Arte Patricios: Arte callejero, en las salas 2 y 3 del Museo de Arte Contemporáneo Latinoamericano de La Plata, organizada por el Banco Ciudad de Buenos Aires, que permanecerá abierta hasta el 8 de diciembre de 2013". Mi aparato mental de asociaciones es un tanto elemental: me imaginé a una callejera que se vuelve madre y esposa ejemplar por un mes para mostrarle a la gente decente lo que es un yiro; me imaginé a un recuperado de su adicción al alcohol emborrachándose en una fiesta temática para aleccionar en acto a los invitados sobre los estragos del trago; me imaginé a un gitano con domicilio; me imaginé a un hippie limpito.
Pero los museos están de moda también porque la obsesión cultural de la "memoria" es una máquina de multiplicar debida a esa imperiosa necesidad social que se deriva del trauma (y de la impunidad, y por tanto de la amenaza). Proliferan los llamados "Museos de la memoria" (como si dijésemos... "memorial de lo memorado"), que fuera del marco presente de la tragedia y de su remanencia insuprimible, otrora hubiesen sonado como una puesta en abismo o bien se hubiesen confundido con la mofa que inventó Borges para pavonear su fórmula "superlativo hebraico": prólogo de prólogos como rey de reyes. También sucede que los museos salen muchísimo más seguido en los noticieros de la televisión porque desde hace unos cuantos años tienen cada vez más cámaras de seguridad, como los bancos, pero en cambio en los museos es muy fácil entrar una y otra vez y aproximarse mucho a sus tesoros más codiciados y "estudiar" sin apuro el modo de llevarse algo.
A finales de enero, el semanario Ñ abundó a doble página en este tema a propósito de la aparición de dos libros sobre "los públicos de los museos" (siempre enfocan en esas cosas: sociologías del "público" o de las "audiencias", o de las determinaciones sociales del gusto; casi nadie corre el riesgo de perseguir y vislumbrar la experiencia de la desubjetivación con las obras o cosas de arte).** Superé la frase en que, a poco de su inicio, la nota espetaba el calificativo "museales". Seguí unas sesenta líneas hasta que me dije que ya estaba bien y que podía dedicar mi tiempo de lectura a algo que hubiese pasado al menos una vez por las manos de un corrector decente, cuando llegué a la parte en que se informaba, en un colmo de cacofonía y repetición, que mientras en la Argentina "no hay una fuerte tradición en la realización de estudios de públicos, Francia sí tiene una fuerte tradición en este tipo de estudios" (sic). Alcancé a ver que en las páginas siguientes a esa nota venía primero una sobre la "realidad" de las imágenes y simulaciones virtuales, y luego otra sobre los cementerios como lugares de memoria. No me abandona la sospecha de que la imaginación cultural contemporánea se hace ilusiones un poco faroleras, un poco exageradas, un poco -en fin- fantasmáticas y noveleras, sobre la tan mentada extinción de la "experiencia", un asunto del que por fortuna la poesía y el arte siempre tienen algo inesperado para manifestar.
Hay una cierta analogía entre lo que nos sucede en el Museo de Ciencias Naturales del Bosque de La Plata y lo que pueden sobre nosotros los libros, digamos los que releemos o habremos fatalmente de releer (o los que no toleramos todavía no haber leído). Las bibliotecas personales son museos privados que es muy riesgoso abrir al público y que los otros, siempre, queremos saquear o por lo menos mermar sin que se note. En el museo, como en la biblioteca personal -lo sabe cualquier lector compulsivo o fetichista-, late una amenaza de hecho contra la propiedad, por más homeopática o moderada que suela ser. En fin, más Perogrullo: ¿qué es un lector de libros, sino una especie del ladrón? O también: el lector que no haya robado un libro, que se haga el Astier y tire la primera piedra contra las museólatras vitrinas de incunables de la biblioteca nacional de su país (y que se lleve uno).
* Ana Porrúa reseñó en este mismo sitio los libros de Negroni Elegía Joseph Cornell (2013) y Pequeño mundo ilustrado (Caja Negra, 2011). Desde Museo negro (Norma, 1999) fueron entrando en esa misma serie Galería fantástica (Siglo XXI, 2009), Buenos Aires Tour (Aldus-CONACULTA, 2006), El testigo lúcido (Viterbo, 2003) y la reedición en 2007 (Bajo la luna) de los ensayos reunidos en Ciudad gótica (1993). Cartas extraordinarias, que salió a fines de 2013 (Alfaguara), conserva una cierta familiaridad pero parece abrir otra serie o al menos no entrar en esta que listamos.
** Uno es la reedición de El amor al arte. Los museos de arte europeos y su público, de Pierre Bourdieu y A. Darbel (Prometeo). El otro, una compilación de Eidelman, Roustan y Goldstein titulada El museo y sus públicos. El visitante tiene la palabra (Ariel/Typa). Si en su momento, el título de Bourdieu pudo espantar burgueses y lograr algo del efecto profiláctico que se proponía (todos sus escritos sobre "arte" lo hacen), hoy ya suena ineficaz e inútilmente ofensivo, una cosa ya casi por completo -como se dice- extemporánea o fuera de contexto.
(Actualización marzo – abril 2014/ BazarAmericano)