diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Primera lectura de la mañana: una escritora comunica en su face la muerte de una de sus hermanas. Conozco a la escritora. Veo una foto. Me conmueve. ¿Qué decir, qué poner? Miro esos me gusta y esos comentarios de condolencias con extrañeza y pudor. El día es luminoso, fresco. Dejo todo y me voy a caminar por el río con Moreira, para exorcizar sucesivas ideas funestas. Cecilia sale para la Siberia y nos deja en Italia y Wheelwright. Cruzamos al parque. Caminamos -él corre, yo camino y escucho Amy Winehouse… Moreira se agarra con algún que otro perro; neurosis de destino, diría Tununa Mercado, pienso. Seguimos. Caminamos desde Italia y el río hasta el barquito de calle Francia, volvemos. Miro las torres de costado. Vistas desde Avenida Francia y el río, desde el barrio de casas bajas, esas torres parecen una amenaza, leí en algún lado que decía el “Colo” Rois. Vistas desde acá también. Damos la vuelta, miramos el río. Me acerco a la barranca y me tienta cruzar a la plataforma que está detrás de la baranda. Pero el perro se puede caer, pienso, y sé que a Pelle esa idea le da vértigo y no quiere llevarlo a caminar a este parque por eso. Winehouse hace silencio. Los lapachos y los paraísos ya están en flor, pero los paraísos no huelen hoy. Me cruzo con Julia y me pregunta si Moro es más grande que el perro de su tío. Sí, Moreira es muy grande, la mayoría no. Me cruzo con dos tipos que hablan y caminan en jogging, sesentones. Hermoso perro, me dice uno. Gracias. Seguimos. Dudo si quedarme en el parque de atrás, el Sunchales, donde hay menos perros, para leer tranquila. Dos mujeres se ejercitan con una bolsa roja en la espalda, ¿pesas?, qué ganas… Cruzo otra vez por la escalera del Macro hacia el Parque de las Colectividades. Están haciendo de nuevo el piso del Davis. La luz en el Paraná es una delicia y me traje, La flor pisoteada, de Firbank para empezar a leerlo. Me entraba justo en el bolsillo de la campera, y además Edmund Wilson había escrito un ensayo sobre Firbank que hace unos años me tocó traducir para un libro. Elijo uno de los bancos de hormigón. Pienso si atar a Moreira o no. Me siento. Busco el libro y le pongo la correa al perro. Se acerca un hombre, un poco sucio, canoso, mayor que yo, con un jean y un sweater verde limón, gastados. No sé si vive en el parque o si salió a caminar desde muy temprano, o si cuida autos. Me mira, mira al perro. Me pregunta la raza. Me pregunta si es de caza. Le digo que sí, pero que no caza. Me pregunta si está enseñado. Le digo que no, que está todo lo desenseñado que se puede estar, y ya me voy hinchando. Abro el libro. El tipo me señala con el mentón el suelo, un poco más atrás y del otro lado del banco. Acá se mató uno, me dice. Y veo los guantes de siliconas, la bolsa de residuos de consorcio que había visto cuando me senté en el otro extremo, todo arriba del banco. Y miro el suelo y el charco de sangre. Los guantes me habían parecido raros. Sin usar, y había dudado entre si serían guantes de la gente de parques y paseos que estaba cortando el pasto más adelante o de los que recogían la basura, y me había preguntado por qué usarían guantes tan finos. Ahora pienso qué tarada. No vio la sangre, no ve la sangre, me dice el tipo. Veo, ya escurrida entre el pasto y la tierra, una raja de sangre de casi un metro, levemente romboidal, como una concha. Acá se mató uno, repite. Cuándo, le digo. No sé, cuando yo pasé 9 y media o 10 los del ¿Same? ya habían terminado, dice. Nos vamos, digo, y miro al perro. Pero es así, dice el tipo y se apoya en la baranda, como aferrado a la mancha. Qué le va a hacer. Camino hacia Italia, hacia la parte “parquizada” del parque, que empieza con el bar de Dorrego, el Río Mío. A pocos metros una pareja se besa, abrazada, de pie, al lado de la barranca. No son jóvenes, no son viejos, no son flacos. Están vestidos con ropa de invierno, abrigos, botas, ropa negra y marrón. Un beso largo, largo... Se separan, caminan diez pasos y se abrazan y se besan otra vez. La intimidad desnuda de este parque, pienso, y me acuerdo que hace uno o dos veranos, cuando todavía veníamos mucho acá, una noche, mientras caminábamos al perro (él corre, nosotros caminamos) entre una multitud de ejercitados ciudadanos, casi llegando al Macro, un flaco totalmente desnudo se hacía la paja, frenético, estirado boca arriba en uno de esos bancos. Nadie se acercó, nadie se alejó, nadie dijo ni mu… Cruzo la baranda y me siento a mirar el río. Pienso si el tipo habrá estado de cara al río cuando se mató o de espaldas, si habrá sido de día, si habrá elegido por el río ese parque y ese banco, si habrá sido un tipo o una mujer, si realmente se habrá matado uno... Un tipo pesca y dos miran el río sentados casi al borde de la barranca. El perro le ladra a cada perro que pasa del otro lado, desesperado por cruzar. Vuelvo a cruzar y elijo otro banco. Intento empezar a leer, y una columna de chicos de capacidades diferentes, como los llaman hoy, tutoreados por dos adultos, pasa cantando ca-sa-miento, ca-sa-miento, ca-sa-miento, pavotes como cualquier grupo de doce años, cargando a dos del grupo, pesados. Me quedo mirando a la gente y veo grupitos de dos, de tres, jóvenes la mayoría, que pasan interesados en el paisaje, como el que no es de acá. Me pregunto si serán poetas que vienen del parque España, del congreso de la poesía, o van. Cruzando desde las torres de enfrente se acerca hacia nosotros un flaco en ojotas, con mate y termo, canoso, un poco pelado, y se sienta en el suelo casi al lado, en el pasto. Toma dos o tres mates, se descalza y mira el río y respira. Se estira. Viene un cachorro de bóxer a husmear el banco y Moreira le empieza a ladrar. El flaco, de cara al río, ajeno a todo, abre una sesión de yoga, elástico, experto, oxigenado. Abro Firbank y empiezo a leer. Moreira se calma y se acuesta al lado, sobre el banco. La flor pisoteada: un libro irónico, ligero, cortesano, prístinamente traducido, en el que los personajes critican la novela anterior del mismo autor. Un libro de príncipes y archiduquesas. Es muy bueno tener a Firbank de regreso, escribía Edmund Wilson cuando lo reeditó New Directions, por el 49. Según él, uno de los escritores ingleses más delicados, acaso un clásico. El flaco de al lado llegó ya a una postura de yoga que intuyo no es en absoluto básica y me pregunto cuál será el nombre. Vuelvo a leer. Leo, ya bajo el sol del mediodía, que “A lo largo de la costa se extendían vastas alfombras de maíz y centeno, interrumpidas aquí y allá por algunos olivos a cuya escasa sombra bueyes de ojos macizos parpadeaban y azotaban sus colas bajo los ataques de los tábanos que revoloteaban en torno a ellos”. Leo, y todo alrededor, los parques, el sol, el maíz y el centeno, los muertos del día, los poetas y los perros, se vuelve irreal…
(Actualización noviembre – diciembre 2013. enero – febrero 2014/ BazarAmericano)