diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Unas semanas atrás, quienes veníamos siguiendo sus pasos y episodios como esos lectores decimonónicos de folletines que siempre quisimos ser, acompañamos con un dejo de tristeza los agónicos últimos capítulos de Breaking Bad. La ficción que recibió tardíos reconocimientos de la crítica especializada pero que constituía un secreto demasiado estruendoso desde hace un par de años tuvo un final a la altura de sus expectativas. Entre su comienzo y su final (del 2008 al 2013), la lógica de producción y consumo de ficciones audiovisuales terminó de dar otra vuelta de tuerca. Una vuelta completa. Las reglas de la distribución y exhibición de este tipo de ficciones ya no están atadas a la grilla de programación de una señal. La forma de mirar series es una construcción de los usuarios. Se puede celebrar el ritual semanal de visualizar el “último” episodio en las señales locales, cuya diferencia con la emisión original suele no tardar más que una semana pero en varios casos solo se separa por 24 o 48 horas. Los más ansiosos navegarán en las bahías de la disponibilidad en línea y algunos pocos puristas esperarán la edición completa de cada temporada en soportes materiales más palpables como el DVD o el Blu-ray para poder disfrutar de sus historias de una sentada o a través de homeopáticas sesiones diarias. El caso es que la televisión ya no necesariamente organiza nuestra manera de ver ficción y se ha rendido a la evidencia de que las plataformas de internet, lejos de quitar audiencias, constituyen enormes océanos de público cuyas costas estamos lejos de conocer.
En ese mismo momento, y mientras la anunciada quinta y última temporada de Breaking Bad se partía al medio para poder programarse en dos años diferentes, se inauguró una nueva forma de distribuir y consumir ficciones audiovisuales que tuvo como mascarón de proa a otra de las mejores series de los últimos años. Se trata de House of cards, la ficción político-parlamentaria protagonizada por Kevin Spacey y dirigida por David Fincher que llevó el piso de calidad y el nivel de producción a un escalón lo suficientemente alto como para que aquellas señales tradicionales que en su momento declinaron la posibilidad de producirla y emitirla tengan ahora que alcanzar su estándar. La ficción finalmente estuvo disponible completa para los usuarios de Netflix el primer día del último mes de febrero. Decisión lógica para una plataforma como Netflix que ofrece películas y series como si se tratara del delivery que la empresa en su prehistoria noventosa supo ser, pero absolutamente innovadora para los parámetros de la programación televisiva. Recapitulemos: Netflix no es un canal, nunca lo fue, sino que es una plataforma de streaming -o sea de visualización on line- que en su pasado remoto fue un emprendimiento para la distribución y posterior venta de películas (VHS, luego DVD, más tarde Blu-ray y así hasta llegar al streaming, esta nueva forma de distribución mediada, como casi todo, incluso este texto, por internet) y en este último año incursionó en la producción de contenidos de ficción para ofrecer en su propio catálogo a una audiencia cautiva que cualquier canal televisivo quisiera para sí (32 millones de suscriptores a mediados de 2013). Pero House of cards no es un rara avis audiovisual porque lo que se hizo con ella en términos de distribución es exactamente lo mismo que una enorme cantidad de espectadores hacemos para ver las series que nos interesan: buscar, descargar y visualizar en nuestro propio tiempo de ocio.
Tal vez Breaking Bad constituya la última gran producción de televisión deudora de la prolífica última década en lo que a ficciones audiovisuales se refiere. Pero en sus estertores se cruzó, sin que esto afectara para nada su calidad, con las nuevas lógicas de distribución y consumo. Mientras House of cards empieza a definir una nueva manera de producir, distribuir y consumir ficciones audiovisuales, Breaking Bad cierra cinco excelentes temporadas que la ubican en el podio de Los Soprano o Mad Men. Lo que comparten es la certeza de no contar con una audiencia dispuesta a ver lo que se les ofrezca en el prime time televisivo de un canal o señal determinados. Por el contrario, sus espectadores conforman una heterogénea multitud que elige cuándo, cómo, dónde y por qué razones ve ficciones. La riqueza y la proliferación de ofertas en lo que a ficciones audiovisuales para la(s) pantalla(s) chica respecta tiene, de este modo, dos consecuencias inmediatas: la afirmación de un espectador que tiene mayor potestad de elección y de organización de sus consumos culturales, por un lado, y la constante superación de la calidad y complejidad narrativa de las ficciones audiovisuales (algo muy distinto sucede con el cine industrial, cada vez más tentado de ofrecer experiencias visuales tipo parque de diversiones que justifiquen la presencia de los espectadores en las salas). En ese contexto, Breaking Bad supo desarrollar personajes entrañables y complejos, cruzar tramas e historias sin quedar enredado en ellas y ofreció un cierre a la altura de las expectativas creadas en los que cada uno de los ocho capítulos finales fue memorable.
Elijo tomar dos ejemplos, incluso sin ahondar casi nada en las peripecias de sus temporadas, la caracterización de sus personajes, el nivel técnico y narrativo de su realización, todas cuestiones en las que las dos historias mencionadas se destacan por sobre la media, para pensar en el nuevo tipo de espectadores audiovisuales que disfrutamos de estas realizaciones. La pasión por la narración y el devenir de sus historias, sin importar demasiado si se trata del mundo de la publicidad en la década del sesenta, la transformación de un pusilánime profesor de química en un zar narco o las intrigas de poder en el parlamento yanqui, se ve revitalizada por la existencia de una oferta de ficciones audiovisuales tan diversa y cualitativa. Aceptando la hipótesis de que en ese formato se pueden apreciar algunas de las mejores ficciones que hoy se narran –lo que lejos de ir en detrimento de otros soportes, otras artes y otros lenguajes no hace más que subir la apuesta también en aquellas otras zonas–, me interesa pensar a estas historias contadas en cuatro, nueve, trece o quince episodios como verdaderas novelas audiovisuales que adquieren una densidad y complejidad mayor si son experimentadas en esa real extensión. Una historia audiovisual de cuatro, nueve o trece horas de duración en la que uno puede sumergirse. Hagamos la prueba, mientras esperamos la nueva temporada.
(Actualización noviembre – diciembre 2013. enero – febrero 2014/ BazarAmericano)