diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1. "Un entramado tambaleante y destartalado"
Cualquiera que recuerde el comienzo del Tom Jones de Henry Fielding -que es como decir uno de los comienzos de la novela moderna y, más, del capitalismo- sabe que los ingleses no necesitaban que llegase ningún inspector de escuelas a lo Matthew Arnold ni sociólogo comunitarista a lo Raymond Williams para entender y advertir los alcances de la fatal, la perdurable y sólida intimidad entre lectura y democracia. Fielding iniciaba su libro de 1749 así: "Un autor no debe considerarse a sí mismo como un caballero que ofrece un banquete o una comida de caridad, sino más bien como el dueño de una fonda abierta al público, donde son bienvenidos todos los que se presenten con su dinero." [1] A caballo regalado... Pero cambia todo si el matungo te lo venden. Por supuesto, mucho más próxima tenemos a Virginia Woolf recordando una advertencia de Samuel Johnson, quien más o menos para la misma época que Fielding designaba a ese anónimo y colectivo "common reader" nada menos que como presidente del tribunal encargado de otorgar las credenciales de "los honores poéticos" o, como interpreta Woolf, de sancionar "el reconocimiento del gran hombre". Para una moral política o bienpensante más bien ciega y torpe, ese breve y célebre ensayo pudo resultar por mucho tiempo (el tiempo en que lo hubiésemos leído sin leerlo, predispuestos a imponer allí lo que la cultura siempre quiere que leamos en todas partes: lo Mismo), ese ensayo de Woolf, decía, pudo resultarnos ideológicamente antipático: más aristocrático que el sospechoso doctor Johnson al que cita. En efecto, mientras este se regocija (sic) de coincidir con el lector común, Virginia anota una copiosa colección de calamidades para caracterizar a esa "gente anónima": no tiene sino una educación escasa, está mezquinamente dotada, su lectura es "un entramado tambaleante y destartalado"; el lector común es "apresurado, impreciso y superficial", sus deficiencias como crítico son obvias, sus ideas y opiniones "insignificantes". Por supuesto, -y a diferencia de la benévola cita de Johnson, que a su lado suena paternalista- la intervención de Woolf es radical. Su jugada retórica consiste en la litotes, no en la rectitud: el efecto final de conjunto es, puede decirse, irónico y taimado, pero se opera por una variante secuenciada de la litotes, la que los retóricos ilustran con la consabida tómbola del deshojar una margarita para que el azar resuelva un dilema: no sabe, sabe; no entiende, entiende; no tiene juicio, juzga. Woolf escribe en una voz hostil hacia lo que nos revela ambiguamente como una especie de fatalidad, para que -sea que nos enojemos mucho, poquito, nada- nos resignemos con ella: ya no consagramos apenas ni principalmente nosotros -dotados, educados, conocidos y pocos-, sino todos ellos, que pagan en las fondas para comer lo que más o menos se les antoje, no en banquetes particulares ni caritativos donde se está obligado a elogiar como delicia lo que en verdad -no interesa por qué motivos- nos disguste.
No sé si es obvio, pero prefiero anotarlo a riesgo de que se lea como la confesión de un distraído: contra evidencias o prejuicios, somos precisamente los lectores de ese "entre nos" aristocrático, ilustrado, erudito, quienes estamos atados al acuerdo y a la simulación plana de lo común, y de ninguna manera a la distinción. Salvo unos pocos entre los pocos -esos ya investidos de una autoridad máxima que obliga a tolerar el capricho o la temeridad- la aristocracia está obligada -como se sabe- a guardar la etiqueta más tiránica. Pero no se trata de que las gentes ordinarias, en cambio, degusten los bodrios de Isabel Allende -por decir- porque han pagado por ellos, o se distingan porque desdeñan con candor la mediocridad de Borges o la pesadez de Sebald. Esa es la clase de simplificación que la crítica política de propósito moralista -la crítica radical aterrada o irritable ante los riesgos místicos de la filosofía- se empeña en desmontar, enfatizando los implacables poderes simbólicos del mercado y de las instituciones de elites para imponer "valores" y "valoraciones". Se trata más bien de que el "lector común" sería -de un modo no calculable, aleatorio, imprevisto- el sujeto de la contingencia. El sujeto desubjetivado del acontecimiento, que es por definición una contingencia: ajenidad corriente pero siempre irreductible a lo compartido o lo comunicable. Quienes suponen que esa hipótesis es indemostrable son sencillamente obtusos o desinformados, porque es una hipótesis por lo menos tan demostrada (y esta, empíricamente demostrada) como cualquier otra: lo sabe bien un grupo disperso y copioso de profesores de literatura que asisten a lo in-común(icable) que en efecto ocurre entre la literatura y el alumno ignorante, ese lector escolar que consume gratis lo que le presenten en las aulas de literatura de las escuelas secundarias, y que de vez en cuando procesa con eso -no deliberada sino fastidiosa, enardecida o irresponsablemente- ingestas y digestiones "innegociables" (el calificativo es de Barthes). La cultura, los ciudadanos progre y la televisión se alarman: "¡Leen fuera de contexto!", les urge regurgitar (pero no advierten que esa denuncia a la vez declara que entonces no hay nada de común en el común de los lectores). Yo replico: ¡Menos mal que leen "fuera de contexto"! Es que no hay lector sino ese. Lo otro es la pesadilla civil de la imposible, la dócil, la cataléptica repetición (más adjetivos de Barthes, que para colmo agrega que "la pregunta propia de la lectura" es "no qué texto leo, sino qué texto soy" cuando leo). El acto anónimo, anómico e irresponsable que llamamos "lector común" -es decir la resistencia a la lectura, lo por completo otro de la "acción comunicativa"-, esa fuga de todos los contextos, ese resto que nos toma cuando entre el texto y nosotros la repetición de contraseñas culturales se ha vuelto imposible, cuenta con más insistencias contundentes firmadas por Virginia Woolf: " ´Viento del oeste, ¿cuándo soplarás?/ Caiga, si quiere, la llovizna./ ¡Cristo, si mi amor estuviera en mis brazos / y yo en mi lecho otra vez!´ - cita Woolf, y agrega: “-El impacto de la poesía es tan duro y directo que por un momento no se siente más que el poema mismo. ¡Qué profundas honduras visitamos entonces, qué repentina y completa es nuestra inmersión! No hay nada a lo que agarrarse aquí; nada que nos sostenga en nuestro vuelo [There is nothing here to catch hold of; nothing to stay us in our flight]. La ilusión de la ficción es gradual; sus efectos -prosigue la novelista de Orlando- están preparados; pero ¿quiénes, de cuantos leen estos cuatro versos, se paran a preguntarse quién los escribió, o evocan la casa de Donne o al secretario de Sidney?; ¿o quién los enreda en la maraña del pasado y en la sucesión de generaciones? El poeta es siempre nuestro coetáneo. Nuestro ser, de momento, está concentrado y constreñido, como en una violenta sacudida de emoción personal." ("¿Cómo debería leerse un libro?")
Lo mismo parece haber creído Bajtín en algún momento, cuando escribió acerca del "carácter irrepetible [...] del texto": "la reproducción del texto por un sujeto (regreso al texto, una lectura repetida, una nueva representación, una cita) es un acontecimiento nuevo e irrepetible en la vida del texto". Igual que Virginia Woolf, Bajtín piensa en el "texto" como la completa particularidad de su contingencia, es decir en que no hay -en rigor- texto establecido sino lectura irrepetible, es decir resistencia a la lectura, fracaso de la reproducción; cuando ilustra con la figura de "una nueva representación", Bajtín está pensando, por supuesto, en el teatro, es decir en que el texto lo es siempre "por un sujeto" y por lo tanto es como una puesta o, más todavía, como una función: la pieza -digamos, Rey Lear- siempre es otra, esta, única, "irrepetible" (si el elenco comenta, por caso, que "hoy salió mejor que nunca", no hace sino advertir el fracaso del éxito irrepetible, la irreductible resistencia del arte a lo ya sentido). Se diría: pura y completa pérdida porque es intermitencia no predecible de mero real que parece a punto de dejarse entrever. En teorías de la lectura así pensaban Bachelard cuando inventó la figura del "instante poético" y Benjamin las del "shock" o la "visión".
Como si estuviese comentando a la mismísima Woolf impactada y como vaciada de sí por el poema de ese modo tan neto, Jean-Luc Nancy aprovecha la pregunta en torno de una de esas frases lacanianas vueltas contraseña ("No hay relación sexual") para ensayar una teoría de la irrelación -de la relación como desconcierto e interrupción- que adoptaríamos de buena gana como teoría de la lectura: "¿De qué se trata aquí? De la relación sexual en tanto que tiene lugar: no para desmentir a Lacan, que dice que no la hay, sino para distinguir aquello que hay (aquello que está dado, presente, disponible) de aquello que tiene lugar (aquello que no está dado pero se da, aquello que ocurre, que sobreviene). [...] La relación en tanto que desconcierto: suspensión de la concertación y aparición de la sorpresa, interrupción definitiva o provisional...[...]... toda relación depende de la heterogeneidad y de la heteronomía de los inconmensurables".
Alan Bennett comprendió con agudeza, creo, este democratismo extremo de la figura del "lector común" y su vínculo con esa interrupción de la subjetividad misma. The Uncommon Reader, su novela de 2007, retoma con comicidad ligera la esgrima y las ideas del ensayito de Woolf. La invención de la peripecia se desata con esta pregunta: ¿qué calamidades no podrían esperarse si la Reina de Inglaterra, nada menos, se convirtiese en una lectora? Porque, claro, igual que los periodistas y los críticos de arte que se sueñan de izquierda, toda Reina debe saber y creer -educadora del soberano al fin- que los libros deberían servir únicamente para aleccionar: iluminar las obtusas, aturdidas u oprimidas conciencias de los pueblos. Pero "Aleccionar no es leer -dice la monárquica protagonista de Bennett en un momento-. De hecho es la antítesis de la lectura. Aleccionar es sucinto, concreto y pertinente. Leer es desordenado, disperso y siempre incitante". De modo que el descubrimiento principal de la reina vuelta lectora toca a la "indiferencia" de la literatura y de los libros respecto de la identidad que son capaces de suprimir: los lectores, al hacerse tales, se tornan ese "acto anónimo" en que de pronto están "de incógnito" en medio de no importa quiénes ni qué. La reina lectora de Bennett sabe hacerse la pregunta correcta, la pregunta de Barthes: ya no quién soy, sino qué texto soy cuando leo.
2. "La dimensión insensata de lo verdadero"
Pero no hay caso: los sensatos agoreros de la mano de hierro de la determinación son todavía muchísimos y siguen levantando sus advertencias contra el candor libertario de nosotros los desprevenidos, que increíblemente nos apegamos -parecen suponer- a una cada vez menos actual edad de la inocencia. ¿Pero en qué residiría nuestra "inocencia", si la hubiese? Voy a servirme acá de algunos momentos que todavía impactan como definitivos del libro de Juan Ritvo sobre La edad de la lectura (que ya tiene veinte años pero -naturalmente- aún espera a casi todos sus lectores): quienes apostamos a algo que se reclame poiesis, persistiríamos en la inventio y en la ficción, es decir en eso que precisamente "el paradigma más tenaz y decisivo de la lectura occidental" buscaría evitar. La exégesis -el modo en que lee Occidente, en fin- pretendería justamente demostrar que nada debe o nada puede ser agregado al mundo ni hace falta que se invente nada, porque lo que hubiere de haber -el sentido- precisamente ya está allí y la lectura viene a soltarlo, lo trae servicialmente a la luz "mediante un esfuerzo de atención y de -¡acabáramos!- fidelidad", anota Ritvo. Hay que prestar atención a esa terna, que describe magistralmente el indefectible mecanismo de relojería del determinismo semiótico y sociologista, ese para el que todo es "discurso social": esfuerzo, atención, fidelidad. Nada de ataráxicos, dejados, perdidos, tránsfugas, opas ni desleales. La divisa de esos profetastros de Occidente (cuya inocencia consiste en creerse seculares y materialistas), dice entonces más o menos esto: te mostraré el Código que te parió y así te diré no quién eres sino que no eres nada. Es decir: que estás determinado genéticamente a elogiar los manjares que te sirve el Señor, tanto que ni te asquean ya aunque fuesen -vaya a saberse- realmente unas bazofias (la cultura hace que las mayorías, los dominados, se acostumbren a todo, repite la crítica radical, como se sabe). Justamente lo contrario de los lectores que describen el doctor Johnson y Virginia Woolf. Para ellos la lectura es, en cambio, cosa de todos esos cualesquiera mudos o apenas bisbiseantes (Rancière entendió bien esa parte) que abren nadie sabe cuáles senderos innominados de la invención y la ficción, no del sentido.
La intimidad equívoca y en un punto vacía entre la literatura y el "código" está en el libro, cuyo formato más usual se llamó mucho tiempo "códice". No está mal, porque en un impulso de etimología trucha a lo Lugones o a lo Ceferino Píriz, el có-dice es lo comunicable, lo decible común. Y la literatura puede ir dentro de un libro pero no es un libro ni los libros (aunque hay un momento del fetichismo por los libros en que es posible tocar algo que ya no es mero fetichismo, algo que tiene que ver con ese elocuente espesor mudo de los cuerpos de las cosas que -para retener algo apenas de ello- llamamos belleza, y entonces los libros sí se hacen literatura, pero ese ya sería otro tema).
Es muy llamativo hasta qué extremo el hecho de que todo encuentro entre un lector y una obra esté parcialmente determinado (perogrullo: siempre lo está por autoridades, convenciones, reseñas, mercados, profesores o críticos...) sea capaz de mantener la vigencia siderúrgica del precepto según el cual nunca hay acontecimiento de la lectura sino gobierno del prejuicio, juicio previo del Otro. Doy fe: soy víctima recurrente de ese precepto toda vez que insisto en que tal vez, casual e inesperadamente, algo que no es una inadvertida mistificación tramada por elites o mercados, de veras puja por efectuarse en la lectura aunque -como creo haber aprendido- fracase y deje la estela furiosa (real) de ese fracaso; incluso yo podría acopiar aquí, fatigosa pero fácilmente, decenas de ejemplos con fecha, hora, nombres y apellidos. Todavía no hemos terminado de advertir, creo yo, la prolongada, proteica y poderosa autoridad moral e ideológica con que el materialismo determinista profiláctico de raigambre remotamente saussureana o sociologista (una parcela de lo que Alain Badiou llama "materialismo democrático"), sofrenó y mantuvo ajustada la rienda de la crítica literaria y la moral de la enseñanza literaria escolar, poniendo bajo sospecha toda experiencia y destacando centinelas atentos a pinchar el globo de la inocencia en todo lector que amague inventar o esperar lo que no estaba. Apuesta o, sencillamente, entrega al azar inculto de los encuentros contingentes entre un libro y alguien; es obvio: hay siempre mucho de indocilidad en el azar, y de ignorancia, y entonces hay motivo de sobra para que el saber se vuelva miedo y para que el miedo se disfrace de saber; Woolf lo supo y supo ponerlo en escena con ese breve ensayo inolvidable, claro. Simplifiquemos: má qué apuesta ni azar ni contingencia indócil ni ocho cuartos: siempre hay una superstición, un gran relato (o uno no tan grande), un ´imaginario social´, una grey, un "código", truena el escarmiento (y goza); la gramática del fatalismo disfrazado de guardián de los reflejos condicionados, siempre te deschava un código (gil vos si, creyente, no lo viste). Detrás o dentro, siempre es posible descubrir -nos advierten- que el poema, el relato, el artista, su voz o la obra no son otra cosa que zurrapas o detritos de la obediencia debida al Ventrílocuo: los juegos sociales previstos mandan, mandan "los valores", mandan y comandan las lenguas que nos hablan desde antes de nacer (como anotó, paranoico, el Althusser más cómico, ese que identificaba la Ideología con un agente de policía callejero que te pega el grito para detenerte, "eh, tú", cosa que supo aprovechar Rancière con eso de que el consenso es policía mientras la política es únicamente desacuerdo). Comanda y nos mandonea algún Codex que la crítica que se precia de tal se obliga a diseccionar (la Lengua-del-relato picó en punta: de Propp a Barthes; después vinieron las gramatonomías de la argumentación y otros esperpentos así). O "los códigos", cuando el monismo cientificista fue reemplazado por un pluralismo dudosamente anarquista, de Barthes a Barthes: el tan farolero "plural del texto", que abrió su versión espesa y excesiva -una cierta amenaza, por fin- en la movilidad de las lexias de S/Z (la voz que sonaba en ese libro nos prometía modos de la fuga), tanto como su escolarización ligeronga en "Análisis textual de un cuerpo de Poe". Monstruoso: ya no un código solito, sino -como si la Legión de demonios fuese menos dañina que un único Luzbel- setenta veces siete códigos, una gruesa, una bocha, un fangote de códigos (Barthes fue no solo un lector extraordinario; también a veces, con ingeniosa intermitencia, fue un modista inigualable, como bien pescó Sontag, sensible como ninguno al estado de las expectativas del mercado de la palabra intelectual y sus cosméticas, cortes y confecciones; Barthes conoció de un modo único, claro, las artimañas y demencias de la moda). La pesadilla semiólatra de una civilización multi-nómica o hipercodificada que la crítica en su misión esclarecedora se propone "desencriptar" (Ritvo predijo eso con otras palabras, hace dos décadas). La era actual del capitalismo inventó sus propios géneros retóricos para eso, chocolate por la noticia: uno se llama "interfase" y es una pacotilla del rizoma deleuziano pero nueve de cada diez veces sin detonador, desactivado. El otro es el "Manual de procedimientos", y lo tienen en McDonald (dice cómo se deba hacer todo, hasta el modo preciso de lavar los pisos y cada cuánto, con qué tipo de estropajo y con qué proporciones de agua y detergente, etc.), pero también tienen su "Manual de Procedimientos" las oficinas de categorización de docentes-investigadores universitarios de Argentina o México, los "organismos" y las "agencias" gubernamentales en general. Gobernar es proceder (un verbo sin dudas judicial, policíaco y castrense: "proceda Sargento", por caso, lo que suele significar simple y directamente: ejecute, gatille, fusile). Como desde siempre en las Fuerzas Armadas, por lo menos en las posnapoleónicas: dado que ganar o perder nada menos que la guerra podría depender de una puñetería, de la más fútil de las nimiedades, todo está reglamentado, se puede hallar escrito cómo deba hacerse lo que fuere. Es la bien sabida lección de Forrest Gump: el Sistema funciona si se cumple el Código pero sobre todo si uno entiende que el implícito más tenue debe ser adoptado como parte de un código aunque no esté decretado tal, es decir cualquier idiota entiende cómo funciona la regla para limpiar el piso del cuartel con un cepillo dental, porque para limpiar el piso del cuartel con un cepillo dental hay una regla, no sea cosa de que se haga como te salga. Es más, carguemos la mano: de lo que quieren convencernos, precisamente, es de que no hay posibilidad alguna de que te salga vaya a saberse cómo. Esa es la cuestión: lo que te sale es siempre -machaca el semio sociógrafo- la letra del Otro (ojo: el que deja resonar a Lacan para mostrar lo que hecen soy yo, ellos le desconfían como a los milagros de Gilda o de San Pascual Bailón). Ahí la literatura juega como un traidor ignorante de la idea misma de lealtad, o como un vago, un dejado o ataráxico que desconoce serlo. Como Virginia en ese momento en que, asegura, categórica, no hay nada de qué agarrase (se quemaron todos los papeles de los códigos, las convenciones, los contextos que traerían a la luz un sentido y tranquilizarían así al crítico occidental que necesita compulsiva, neuróticamente, demostrar lo edificantes que resultan el arte y la literatura, o por lo menos cuánto de representativo o de revelador tienen eh). Llamaríamos literatura a esos puntos de los que se diría, como de un temerario o un caído del catre boleteado por la mafia en el fondo de un río, o por la familia en un internado, o a escopetazos por la Sociedad Rural, o urbana (da lo mismo): "no tiene códigos". Para nosotros, podrá suponerse ya, es posible pensar en poemas, relatos, artistas, voz de una obra únicamente si en el defecto del código testificado en la escritura algo no habido tiene lugar; defecto, falta (error por defecto) o, mejor, fuga y afuera de todo código. Se nos dirá: "¡pero qué antigüedad, si ya dejamos atrás estructuralismos, determinismos y cosas como esas! ¡Pero si hace rato hablamos no de códigos sino de "ideología" e incluso, mejor, de "hegemonía"!". Por eso conviene insistir en que, por el contrario, el clamor de correctivos contra toda ilusión de novedad y de poiesis está curiosamente lejos de haber pasado a las estanterías de los arqueólogos. Cuando nos recuerdan por enésima vez que en tal o cual texto, en tal o cual obra de arte, todo lo legible es siempre "social", nos quieren deprimir con un descubrimiento retardadísimo y lastimosamente erróneo: que los lectores somos siempre lo común, y eso significaría que somos terminales humanoides ambulantes de una robótica universal sin comando centralizado, como la Skynet de Terminator III: un código autoprocesual y mutante que apenas si nos deja a algunos pocos el margen mínimo para advertir que es así nomás, o sea el Manual que es siempre y fatalmente la letra del Otro. Para ellos somos fundamentalistas confundidos, como Sarah Connor, desaforándonos en una guerra que ya se sabe perdida; el que conoce el futuro y nos aviva es el Exterminador, pero el talón de Aquiles de toda la cadena está en que hemos sido nosotros mismos -nos bate la máquina- quienes lo enviamos desde el futuro para enterarnos pero ya tarde: ¿qué le pasa a John Connor? ¿Nunca vio la saga de Volver al futuro? ¿Por qué no corrige para atrás todas las veces que haga falta? Casi toda la crítica de la cultura que nos aturde desde las legitimaciones universitarias típicas viene con la resonancia de esa moral: no sea iluso, estamos atrapados, admítalo y negocie algo si queda tiempo. De eso es de lo que algunos nos hablan cuando te baten "hegemonía" (como cuando en 2010 Marc Angenot -en un libro muy útil y prolijo para enseñar las primeras lecciones de "Disección de la comunicación I", a la vez que desopilante y atroz en todo lo que toca a la literatura, el arte y cosas así- nos aclaraba al mismo tiempo que el lenguaje no es "un código universal" pero que en el "discurso social" hay un "sistema regulador global": cosmética categorial para seguir negándose a la filosofía y a la literatura, es decir a un pensamiento necesario sobre eso que antes solía ser mentado como "poiesis", "libertad", "iluminación", "experiencia", "diferrancia", "restancia", "desterritorialización"). Curioso: con no poca devoción, en los mundillos de la crítica cultural, casi las mismas voces han repetido eso y a la vez la cantinela que armaron desde fines del siglo pasado leyendo Bajtín, Carlo Ginzburg, Roger Chartier, Michel De Certeau o alguna de sus tantas variantes: que el sujeto subalterno hace cosas raras, no previstas, inventivas, con lo que sea que le destine y le provea la cultura dominante. Al menos una buena parte de esas mismas voces se incomodan o incluso son capaces de montar en cólera si uno les espeta, jovial: "¡Pues entonces estimulemos a los subalternos, oprimidos y dominados a que monten puestas de Shakespeare, así le hacen cosas raras a Shakespeare!"; en tal caso te acusan de clon de Bloom, una especie de culta injuria onomatopéyica (son como las reglas estatales progre a que debe someterse el profesor de Educación Física de la película "Profesor Lazhar", que si al principio parece un idiota -lo único que hacen los chicos en su clase es correr, bien separaditos- sobre el final se nos revela en cambio como un esclarecido, derrotado por la moral policial de la corrección política transformada en decreto paranoico del Ministerio de Educación canadiense: ¿vade retro con que los pibes se anden tocando? Pero si se prohibe por completo el roce... ¿qué deporte podría enseñárseles a jugar en la escuela o donde fuese?). Jamás (y son añares) ha llegado a mis manos u oídos un argumento consistente capaz de justificar por qué personas que han leído a Shakespeare, a Borges, a Baudelaire, a Sylvia Plath, a Felisberto o a Yeats proponen -como si no sé quién les confiriese qué autoridad para hacerlo- que otras personas eviten el roce con esos libros porque pueden hacerles daño ideológico y porque además apenas si hay tiempo para que lean a escritores con quienes comparten la condición oprimida y el anhelo de la liberación. La impugnación del "canon" vuelta política selectiva para la biblioteca de los plebeyos supone que una elite autoinstituida como "intelectuales " (esa antigualla, en fin) establece que en efecto hay -pues ellos la nombran- una cosa que se llama "canon", que esa cosa se describe de tal y cual modo, que esa cosa es mala o dañina para sujetos desprevenidos (es decir para los otros a quienes ellos suponen proteger, no tanto para ellos, que se presentan más bien como los que lloran cada vez que ven una vaca porque ya se quemaron con leche). Por fortuna, la economía poética es capaz todavía de demostrar aquí o allá, y en un instante casi, que esa paranoia se destartala en la apuesta por la experiencia misma con la literatura. No hace mucho, Carlos Ríos y otras personas de un taller de escritura que él coordina leyeron, escribieron y publicaron una serie de haikus. Eleuterio Romero escribe uno clásico y perfecto: "La mariposa / revoloteando sobre / la rosa roja". Federico Génova firma este en el que le inventa un modo nuevo -un modo de su propio afuera- al género mismo, por decir: "Un día digo / el cielo es celeste / yo estoy verde". A este otro, también de Génova, lo imaginé para hacerles una zancadilla a los zonzos que tramitan su miedo al arte mediante el argumento de que en él todo es "social", codificado y previo: "Qué tragedia / se me caen las medias / en el corazón", escribe el poeta. Y me imagino la cadena de alabanzas enésimas y veneraciones refregadas que engendraría si se lo hiciese circular con la firma de, pongamos, Juan Gelman. Así suelto, solo, firmado por un don Nadie, funciona únicamente en el ínterin donde se encuentran de un modo inaugural, único, obviamente irrepetible y vacilante, el que lee y esa cadena de palabras, y las resonancias y reacciones que -en fin- ese juego de cosas contingente engendre en la desubjetivación incidental del lector común. El "contexto" no existe en estado u ontología previa, en absoluto, pero tampoco se establece: el "contexto" es nada antes del evento en que ya no hay "lectura" ni "idioma" ni "lector" sino el instante sin nombre ni Lengua que lo diga y en que eso quedó a punto de dársenos. Tampoco después de eso el contexto queda: lo que resta es lo que se insinuó ahí sin haber sido y entonces se impone como lo Real: amenaza o promete, según cómo nos encuentre. De esa antología de haikus algunos son, como los que cito, poderosos, muchos otros no (se trata de algunos pocos que pueden a veces -nada menos- lo que la literatura puede). Los autores son presos, pero estos no lo son solo de las determinaciones culturales y las codificaciones sociales, sino además de la cárcel de Olmos; sin embargo, lo que escribieron no es más ni menos algo, ni más ni menos nada a causa de que los autores sean presos o lo que fueren (una prescindencia "contextual" que los críticos sociólatras o misionales no sólo me censurarían severamente sino que además correrían prestos a remediar...¡no se la iban a perder, gente "en contextos de encierro" escribiendo poemitas! Se babean con todo lo que pueda rotularse "en contextos de" algo, si el algo es doliente, merecedor de piedad o de algún ejercicio de indignación, ellos chochos: de la crítica cultural como expediente para reparar un ejercicio deficiente o culposo de ciudadanía; triste y hasta un poco grotesco ya: mendigar un carnet de correcto ciudadano radical mediante la deprimente artimaña de justificar un poema por su testimonialidad histórica, o despotricando contra el elitismo de la literatura -en fin: hay que ser políticamente muy limitado ¿no?-). Por eso también me gusta imaginar la trampa inversa (¿o qué daño podría hacer mi puerilidad imaginativa?): ver cómo reaccionaría la gendarmería moral de la pseudo-izquierda de la crítica académica si se les presentase cualquiera de los mejores haikus de Romero o de Génova haciéndola pasar por la pieza más celebrada de un poeta consagradísimo, exquisito e hiperculto, varón, heterosexual, blanco, católico y repleto de premios y encomios críticos.
Por supuesto, Ritvo lo sabía: no se trata -como quiere aun hoy día Occidente- del sentido, nunca fue ese el asunto. Siempre se trató, en cambio, de la verdad. El español "insensato", pero más el francés "insensé", son negaciones de la cordura, del buen juicio y, obvia y literalmente, del sentido. En alguna parte propuse que Alain Badiou no se equivoca sino que, más o menos parcialmente, fracasa cuando insiste no tanto en impugnar la interpretación como en demostrar que es posible sacársela de encima, porque cuando lee poemas, dramas o relatos, la interpretación no obstante se le cuela y lo lleva a meter la pata. Bastante. Bueno, pues a decir verdad, no tiene mucha importancia. En una controversia con Nancy, Badiou escribe que "no es del sentido de lo que se trata", y recuerda estar enrolado entre quienes hacemos de buena gana "la apología de la dimensión insensata de lo verdadero".
Nota y citas
[1] "An author ought to consider himself, not as a gentleman who gives a private or eleemosynary treat, but rather as one who keeps a public ordinary, at which all persons are welcome for their money" (vol. I, p. 51). La traducción que proponemos arriba es de Aixa Zlatar (igual que la elección de las ediciones de Fielding y Woolf que citamos); con ella (que sabe traducir con delicado rigor y trabaja de eso) acordamos en que es a todas luces obvio el error de la versión de Carlos González Castresana, aunque esta hubiese resultado algo más conveniente para la argumentación de este ensayo: "Un autor tiene que considerarse, no al estilo de un caballero particular que da un banquete [who gives a private or eleemosynary treat], sino más adecuadamente como un señor cuyo trato se centra más bien sobre un público corriente [public ordinary] y en la mansión del cual son bien acogidas todas aquellas personas que se presenten con su dinero" (p. 13).
Angenot, Marc. El discurso social. Los límites históricos de lo pensable y lo decible. Buenos Aires: Siglo XXI, 2010.
Badiou, Alain. "Jean-Luc Nancy. La ofrenda reservada". La aventura de la filosofía francesa. A partir de 1960. Buenos Aires: Eterna Cadencia, 2013.
Bajtín, Mijail. Estética de la creación verbal. Buenos Aires: Siglo XXI, 1989.
Barthes, Roland. El discurso amoroso. Seminario en la École... Barcelona: Paidós, 2011.
Bennett, Alan. Una lectora nada común. Barcelona: Anagrama, 2008.
Fielding, H. Tom Jones. The Miscelanous Works of Henry Fielding, New York: H.W. Derby, 1861.
Fielding, H. Tom Jones. Barcelona: Bruguera, 1968, trad. de C. González Castresana.
Nancy, Jean-Luc. El "hay" de la relación sexual. Madrid: Ed. Síntesis, 2003.
Ríos, Carlos (comp). Haikus libres. Universos poéticos en contextos de encierro. La Plata: Diseño Activo/Taller C/El Puente, La Plata, 2012.
Ritvo, Juan B. La edad de la lectura. Rosario: Beatriz Viterbo, 1993.
Woolf, Virginia. The Common Reader. First Series. New York: Harcourt, 2002 [1925].
Woolf, Virginia. "El lector común"; "¿Cómo debería leerse un libro?". Buenos Aires: Lumen, 2009.
(Actualización noviembre – diciembre 2013. enero – febrero 2014/ BazarAmericano)