diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

logo.png

Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

Carlos Battilana
/  Adriana Kogan

Ulises Cremonte
/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo
/  Marcos Zangrandi

Rodrigo Álvarez

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

José Miccio

Lo que el cine nos da
El faro de Notorius

Todos los caminos conducen a Hitchcock. Lo sabe cualquiera que ame el cine de verdad, es decir, gratuitamente, más allá de la obligación y la historia. Como si fuera el monarca bueno de las historias de antaño, Hitchcock es todavía hoy el único que puede mediar entre contradicciones y reunir en una misma mesa a los enemigos acérrimos: los sensualistas, que aman del cine las superficies, el brillo y el espectáculo, y los críticos, que condenan por igual el entretenimiento y el esteticismo y adhieren a alguna forma de ascesis moderna. En la panza de Hitchcock descansan Spielberg y Straub.

Allá lejos y hace tiempo, antes de convertirse en un artista en toda regla, Hitchcock era un encantador de serpientes, un cineasta del asombro que conquistó a los espectadores con su capacidad para inventar formas y avivar emociones. Nunca fue nadie, eso está claro. Pero no fue hasta que el entusiasmo alcanzó también a la crítica francesa que sus películas se convirtieron en arte, su carrera en obra y su nombre en contraseña. Hitchcock era el cine sin coartadas. Pero al mismo tiempo su maestría era la cáscara de una filosofía moral, y quien no supiera verlo quedaría preso de las objeciones habituales –H es apenas un buen técnico– o de los elogios equivocados     –H sabe cómo atrapar a los espectadores–. La intervención de los Cahiers resultó tan persuasiva que a partir de determinado momento asociar a Hitchcock con el suspenso fue señal de una falta de entendimiento rotunda.

Hoy que todo el lenguaje de la crítica procede del que hablaban los franceses hace sesenta años parece que las cosas siempre fueron iguales, o que los renegados de Hitchcock eran apenas unos gansos que no entendían nada. Por supuesto, no fue así. El ejemplo de no ganso más notable es el de André Bazin, fundador de Cahiers du Cinéma y maestro de los vindicadores de Hitchcock. Bazin –que no se rindió nunca ante el Gordo– miraba con una mezcla de incredulidad, cariño y desconfianza el trabajo de sus discípulos. Como murió en 1958 no supo nada del libro de Truffaut que se convertiría en una verdadera Biblia para varias generaciones de cinéfilos. Pero tuvo tiempo de leer muchos artículos y otro libro, muy diferente, escrito por Rohmer y Chabrol. La charla entre Truffaut y Hitchcock es una charla sobre el oficio y la sabiduría que genera su práctica; un libro de artesanos. El ensayo de Rohmer y Chabrol es un intento por convertir las películas de Hitchcock en un tratado filosófico. A Bazin le pareció fascinante e imposible.

Para conocer las objeciones que Hitchcock le merecía a Bazin lo mejor es leer El cine de la crueldad. En el prólogo Truffaut dice que una lectura en orden cronológico de los textos dedicados a Hitchcock permite observar un cambio en la evaluación que hace Bazin de su cine. En parte es cierto: Bazin concede esto y aquello, y sobre el final del recorrido, en su reseña de El hombre que sabía demasiado, se muestra por primera vez dispuesto a aceptar la existencia de una metafísica en Hitchcock. Pero hay que decir que la lectura que propone Truffaut permite observar también una desconfianza persistente, y que esta desconfianza es más profunda que los elogios tímidos, los vaivenes propios de la opinión y el interés por algunas películas puntuales.

La sospecha de Bazin es siempre la misma: Hitchcock es un técnico admirable pero falta algo en sus películas, llámese profundidad, sustancia, interés humano o preocupación moral. La formulación más clara de esta idea está en un artículo inteligentemente titulado “¿Hay que creer en Hitchcock?” Dice Bazin: “Cada una de sus películas es un viaje a las entrañas de la técnica del que regresamos deslumbrados; pero de la misma manera que ante unos fuegos artificiales. Queda por saber si hay algo más”. Bazin no encontrará nunca, más allá de matices y de El hombre que sabía demasiado, ese plus sin el cual no había para él cine verdaderamente grande. Es sencillo confirmar su escepticismo. El último texto de la serie reunida en El cine de la crueldad es la reseña de Hitchcock, el libro de Rohmer y Chabrol. Entre los elogios que Bazin le dedica figura uno interesante: sus argumentos –dice– son mejores que las películas de las que habla.

Hitchcock es un ensayo fundamental, que faltó en castellano durante décadas y apareció como de la nada en Argentina en 2010, editado por Manantial. El contexto    –que Dominique Rabourdin describe en el prólogo– explica en buena medida su tono. En medio de una batalla por la dignidad del cine y el estatuto artístico de un director que era hasta entonces un buen hacedor de películas –varias veces exitosas, en general atractivas, pero no más que eso– no quedaba mucho lugar para los matices y menos aún para la tibieza. Con rabia de iluminados, Chabrol y Rohmer contestan el reclamo de sustancia con ideas que se volverán lugares comunes y que todavía seguimos repitiendo. Hitchcock no es un técnico ni un director de películas entretenidas: es un autor con una visión del mundo personal e intransferible, un director que usa los materiales del cine en función de sus obsesiones, un artista, y no cualquier artista sino un artista moral y religioso.

La lectura de Rohmer y Chabrol no nace de la nada. La admiración por Hitchcock y el marco de interpretación religioso existían desde comienzos de los 50 y tenían su plataforma en Cahiers du Cinéma. En 1952, por ejemplo, Godard se pregunta en un texto sobre Extraños en un tren: “¿Por qué merece Hitchcock nuestro interés?”, y responde con argumentos de este estilo: “Realmente sé de muy pocas películas que planteen hoy el tema de la condición del hombre moderno, que es la de escapar a la caducidad sin la ayuda de los dioses”. Dos años después Cahiers publica un número especial dedicado a Hitchcock. Pero más allá de antecedentes, lo cierto es que hasta la aparición del libro de Rohmer y Chabrol en 1957 no existía una argumentación que pusiera a trabajar de manera sistemática un conjunto de ideas en una filmografía completa (la de Hitch contaba entonces con cuarenta y cuatro películas). De manera que Hitchcock  funciona al mismo tiempo como exaltación de su protagonista y puesta a prueba de la entonces desafiante teoría del autor.   

Un comentario sobre Downhill, apenas al comienzo, señala el tipo de interpretación que gobierna el libro: una secuencia onírica llena de escaleras es un virtuosismo técnico que ilustra una idea psicológica y moral. Es decir, no hay en Hitchcock talento vano, no falta fondo. Las escaleras no están ahí por el reto que le imponen a la realización ni por el gusto de probar esfumados y encuadres heterodoxos. Están ahí por eso y porque expresan el descenso del héroe, como la dirección norte-sur que sigue en su huida (más adelante Downhill será considerada entre las películas que tienen como tema “la tentación por la decadencia”, con lo que el sentido del movimiento descendente sigue fortaleciéndose). Todo en Hitchcock sucede más o menos de esta manera: si hay películas que pueden verse como bancos de prueba técnicos, entonces hay otras que pueden verse como bancos de prueba morales, posibles en su forma gracias a los experimentos previos, que quedan así integrados y redimidos en un vínculo de necesidad. O más brevemente: si hay un desafío técnico y una sensualidad de las formas hay también una metafísica.

Para contestar la objeción de formalismo vacuo Rohmer y Chabrol defienden un formalismo lleno, moralizado por el lenguaje cristiano. No es esta su única tarea, ya que además de refutar las acusaciones de superficialidad y fanatismo técnico el cristianismo cumple también una función edificante: pone a Hitchcock en un nivel de especulación digno de la filosofía. Provenientes de la industria del entretenimiento y las revistas del corazón, el director y sus estrellas pasan a convivir en la trama argumentativa del ensayo con la Gracia y el Pecado, con el Vicio y la Salvación, con el Mal y el Milagro. Como en una vieja alegoría. Una vez abierto el portal, los espíritus de la alta cultura pueden contribuir a la causa: un genio nuevo se sostiene en genios antiguos, consensuados. En el ensayo Hitchcock hace gala de un platonismo constante, Leibniz y Kant encuentran su sitio, Dostoievski tiene algo que decir sobre Bajo el signo de Capricornio y “la unidad de todas las cosas” es una clave de interpretación posible para las más grandes películas de Hitch.

Entonces, hay en el libro una convicción y una estrategia. La convicción: el cine de Hitchcock es un arte tan elevado que puede justificarse a sí mismo. La estrategia: para convencer de una verdad tan novedosa a un mundo ciego es necesario un repertorio de argumentos inflamados y citas de altísima autoridad. Este juego –que comienza ya en los epígrafes, uno del propio Hitchcock, el otro de Shakespeare– es el corazón del ensayo. Su sentido lo resumirá años después Serge Daney en Perseverancia. “Era eso: elegir los westerns norteamericanos, el burlesque o todo aquello que se considerara parte de la cultura popular y ponerlos en su verdadero lugar, es decir, muy alto. Era hablar de Más allá de la duda citando a Heidegger. Era Rohmer escribiendo sobre Hitchcock –en esa época considerado como un mercachifle– citando a Kierkegaard”.

Es justamente en este punto donde el ruido empieza.

La enorme distancia temporal –sería mejor decir: histórica– que media entre la edición francesa y su versión criolla ha tenido un efecto curioso sobre el libro de Chabrol y Rohmer: lo convirtió en un compendio de textos posteriores, nacidos directamente de su influencia. En otras palabras, el éxito de su propuesta y el triunfo en toda regla de la posición crítica de Cahiers hizo que conociéramos el Hitchcock sin haberlo leído nunca. De ahí la sensación de déjà vu que puede provocar. E incluso la decepción, y hasta el hartazgo. 

Quiero decir. En un libro lleno de apuntes estupendos y lanzado a una guerra sin dudas santa contra los enemigos del arte –esto es, en un libro que tiene brillo y tiene razón– hay sin embargo algo irremediablemente falso, algo que viene de su herencia más que de sí mismo pero que lo atrapa en la red que hizo nacer. Lo falso de Hitchcock –el ruido que hace en el presente– es la imposición filosófica de la dignidad. Obligados a demostrar que Hitchcock es algo que nadie percibe, y por lo tanto a rechazar o enrarecer las razones por las cuales es querido o despreciado –en busca por lo tanto de una gloria ignorada y merecida–, Rohmer y Chabrol consiguen un Hitchcock artista podando todo aquello que hay en Hitchcock de fascinante, todo aquello que constituye el sabor del que ellos mismos hablan en más de una oportunidad. O condenándolo a un rol secundario, y hasta de cazabobos. Como si dijeran: el humor y el suspenso son concesiones al público y a la industria, excusas que el genio utiliza para reflexionar sobre aquello que le interesa verdaderamente.

Dotar de respetabilidad a Hitchcock recurriendo a tradiciones respetables es tarea de anticuarios; y sin embargo todavía hablamos de sus películas en un registro afín al de los franceses, como si debiéramos redimir una experiencia de intensidad única en la marmita de la filosofía, o como si fueran los subtextos de Hitchcock y no sus fenomenales superficies lo que nos enseñó a amar el cine. Por eso, ahora que mentar su nombre junto al de Lacan es un guiño académico y que a ninguno escandaliza que Kierkegaard aparezca en una oración junto al tipo que definió a sus películas como pieces of cake –es decir, ahora que ya no hay en los himnos de batalla de Rohmer y Chabrol vértigo ni arrojo–  tal vez sea bueno reencontrarse con lo que hizo grande a Hitchcock, con lo que hizo que unos y otros, espectadores y críticos, se rindieran a sus pies, y que su nombre se convirtiera en el único en condiciones de atrapar el cine en su totalidad sensual y crítica. 

Hitchcock fue siempre, y ante todo, un manipulador de emociones. Es conmovedor seguir su carrera hasta el final, cuando los cambios en el régimen de lo mostrable lo obligaron a correr sus límites cada vez un poco más para poder seguir con la misión a la que había consagrado su vida: hacernos sentir más intensamente. La escena del horno en La cortina rasgada –larga, tensa y angustiante, con un registro preciso de la inversión de energía que requiere matar– y el lenguaje procaz de su última película, Trama macabra, son ejemplos claros del modo en que Hitchcock aprovecha los límites nuevos para seguir con su labor. Pero el más notable momento de su última etapa es la extraordinaria escena de la violación en Frenesí, que es también uno de los momentos más bellos de su cine. En medio de la fiebre del giallo, un año después de La naranja mecánica y Harry el Sucio, el tipo que había sobrecargado sus películas de sexualidad sin mostrar mucho más que la rodilla de Tippi Hedren en Marnie salta la cuerda y camina un paso más, como si les dijera a los nuevos espectadores, cincuenta años más jóvenes que él: voy detrás de ustedes, síganme. Esta manía del contacto es una de las claves de Hitchcock. Su famosa definición del cine como una sala vacía que hay que llenar no es una coquetería sino una expresión fidelísima de sus ideas. El humor y el suspenso no son excusas para tratar de cosas profundas: son las claves de una comunión que Hitchcock persiguió ardorosamente, los nombres de la música que nos invitó a bailar con la promesa de que en sus acordes podríamos perdernos. 

El fundamento del cine es descriptible antes que interpretable. La grandeza de Hitchcock está a la vista y al oído, como sucede siempre con los grandes directores. Nace de la combinación de una increíble inventiva audiovisual con una igualmente increíble capacidad para comprometernos con los personajes recurriendo a estructuras simples –inocencia, culpa, reparación– sin ceder un gramo de pertinencia a la psicología. La consecuencia más notable del predominio y la victoria de esta superficie absoluta, llena de humor, erotismo y suspenso, es la proliferación de niveles de lectura, que se multiplican como en una estratigrafía infinita. La famosa profundidad.   

Hay metáforas habituales para aludir a la infinita riqueza de las grandes películas. Que son como cebollas que revelan una capa nueva en cada encuentro o como árboles añosos, llenos de anillos y secretos. O como icebergs, que muestran solo una parte pequeña de sí mismos. Yo prefiero la también famosa imagen del hojaldre, porque para percibir la multiplicidad de sus niveles no es necesario pelar, cortar o sumergirse, acciones que le otorgan privilegios desmedidos a la profundidad. La gran enseñanza de Hitchcock tiene que ver con esto, justamente. No hay un cine que reconozca de manera tan rotunda que la grandeza de las películas deriva de la primera de sus capas, que no es una entre otras sino la principal, porque si ella no fuera deslumbrante las otras no solo quedarían sin apoyo sino que directamente no existirían.

Es la excelencia superficial de Hitchcock la que permite ver en la ducha de Psicosis una aventura teológica. La intensidad de la escena envía señales a los otros elementos, estimula contactos, abre los signos. La mujer en fuga se baña después de decidir que devolverá el dinero robado. La acción que realiza es ducharse. Pero también realiza estas otras: confirmar el arrepentimiento, lavar la culpa, limpiar las manchas del sexo extramatrimonial, poner a Bates en el lugar del ángel raro, hacernos recordar que la voluntad de Dios sigue caminos misteriosos y que existieron Milton y Port Royal. Todo –todo– nace de la forma en que Hitchcock encuadra y monta, de la música de Bernard Hermann, del lugar que ocupa la escena en la película, de la conversación inmediatamente anterior entre los casi anagramáticos Norman y Marion, incluso del corte de pelo de Janet Leigh y el diseño de las cortinas, porque cuando algo es tan maravilloso contagia a todo de necesidad; y si en el guión hubieran estado escritas las palabras Pecado, Jansenius, Gracia, Calvario, Ordalía y las cosas fueran en el cine apenas rutinarias, la película no alojaría ninguna de las capas que pretendía alojar.

Sucede lo mismo en otra escena famosa. En Notorious un agente secreto prepara a la hija de un traidor a la patria para infiltrarse en una organización nazi. El plan es sencillo: debe seducir a uno de los espías y obtener información. Pero –¡ay!, ¡bien!– durante el entrenamiento el agente secreto y la hija del traidor se enamoran. El argumento permite especulaciones sobre la culpa, el sacrificio y la redención; no hay necesidad de mirar Notorious para imaginarlas. Pero para que realmente tengan lugar en la película lo importante no es conocer la Biblia sino saber filmar un beso, o varios, como el de Ingrid Bergman y Cary Grant en el hotel de Río, en el balcón y en la puerta, y sobre todo en el camino que lleva de un lado a otro. El hechizo tiene lugar entonces, entre los labios de las estrellas. Cuánta generosidad: Hitchcock nos pierde como espectadores en una ensoñación que viven también sus personajes. El amor y el cine: las grandes drogas perceptivas.

En el balcón de Río se ve a lo lejos la luz de un faro. Está ahí, como parte del escenario profundo. Pero si alguien dice que es justamente a partir de esta escena, que señala su esplendor anímico, que comienza el naufragio de los personajes (tal vez empujado al vocabulario marino por esa luz lejana), entonces el faro pasa a tener un lugar nuevo en el drama, un peso –el del anuncio torcido, por ejemplo– que no existiría si cumpliera solo una función decorativa; y si ocurre así entonces puede formar una serie con otros elementos de función similar y más notables, y hasta llamar a Rich and strange como apoyo, y también a Shakespeare.

Todo esto es posible, pero no por el faro. Es posible porque Grant y Bergman son hermosos, porque Hitchcock los filma como nadie, porque el erotismo que crece entre los planos es intenso, y porque el beso con pausas es capaz de darle asilo a todo lo existente, de nuestra historia personal a las cumbres del arte y la filosofía. El faro existe por estas razones, como en Psicosis el Pecado; y si allá lejos, en el fondo del balcón de Río, hubiera habido un puente o un tucán, también ellos nos hubieran dicho algo importante; por ejemplo, que el amor es un camino, que nos une y nos separa, o un viento que sacude identidades y nos vuelve extraños ante nuestros propios ojos, criaturas exóticas, como aves narigonas del Brasil.

Y sin embargo, a la hora de describir y evaluar la grandeza solemos invertir la importancia de las cosas. Entonces la superficie brillante que nos permite todo queda en segundo plano, detrás de aquello que existe por su causa, como si el pensamiento ordenado debiera redimir la intensidad de nuestras emociones y las disposiciones del arte. La superficie de Hitchcock es como Tom Doniphon, el personaje de John Wayne en Un tiro en la noche: permite que exista algo que por existir lo expulsa. Vemos el faro porque estamos atrapados en la transmutación perceptiva del cine; pero para señalar su presencia y celebrar una película capaz de incluir tantos niveles dejamos de lado aquello que nos hizo descubrirlos.

De ahí un problema frecuente de la crítica. Una mala película seguirá siéndolo por más que trate de las potencias arrasadoras de la historia, del amor o el desamparo. Es sabido que los grandes temas no corrigen desastres ni protegen mucho tiempo medianías. Más bien al contrario: señalan lo malo con más fuerza y dificultan el ejercicio del mal gusto. Una película puede aliarse a la importancia, autorizar consignas, pero si en el nivel sensible no funciona lo que deja al descubierto es pobreza y pedantería, no más que eso. Ahora bien, si ese nivel funciona de la mejor manera, entonces, en lugar de aceptar y celebrar la superficie, la crítica tiende a debilitar su influencia, a decir, por ejemplo, que en Hitchcock el suspenso es una cáscara, que la emoción es primaria y que lo que verdaderamente importa está en otro lado, en una segunda o tercera capa, o en otras todavía más profundas, en las que el cine alcanza los conceptos ya elaborados por la filosofía o el psicoanálisis, por la moral o la teología.

Decir: Hitchcock no es solo el fenomenal cineasta que es por su manejo de las superficies sino porque es también un investigador del alma humana está perfecto, porque es así. Pero redimir las formas a las que consagró su espíritu y su tiempo con razones ajenas a su propia excepcionalidad es traicionarlo. Hitchcock es mucho más que un mero teólogo. Es un humorista, un esteta y un agitador de emociones. El mago del suspenso y el señor de la belleza. El tipo que nos enseñó que el cine no fue hecho para decirnos quiénes somos ni para ilustrar nuestras ideas: fue hecho para liberarnos de la obligación de ser siempre iguales a nosotros mismos.

 

(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646