diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Vivo en el país que concentra el 46% de la energía sísmica del planeta. Vivo en la ciudad (Valdivia) que fue asolada en 1960 por el mayor terremoto registrado en la historia de la humanidad (9.6 Richter). Las huellas de ese impetuoso movimiento están aún en la oquedad y la piel de sus calles. Quizás por ello, el último sismo (2010) activó la memoria de ese trauma: “vivir es ver volver” dijeron sus antiguos habitantes. Evocaciones colectivas que actualizan las heridas: debacle, dolor y ruina, adheridas a las suturas: cooperación, resiliencia y solidaridad internacional.
Los recuerdos reviven, quizás, uno de los mayores conflictos socioculturales derivados de la ayuda global: la urgencia local de lo “permanente” y –muchas veces– la sola posibilidad externa de lo “provisorio”. Uno de los efectos más nocivos de lo “provisorio” es el anestesiamiento a largo plazo de las capacidades sociales endógenas para mitigar, resistir y recuperarse del daño causado por un desastre. Superados los fracasos de los modelos de modernización alienantes y paternalistas promovidos después de la Segunda Guerra Mundial, la adecuación a los marcos sociales y culturales de las comunidades destinatarias de proyectos de desarrollo y cooperación se hizo imprescindible. No obstante, la contingencia y coyuntura de una calamidad natural, parecieran hacer olvidar algunas de estas premisas, lo que lleva a no tener en cuenta las prácticas sociales y culturales que determinan la capacidad de recuperación de las comunidades afectadas por una catástrofe: los métodos de subsistencia, uso de los recursos, apego a la tierra, construcción cooperativa de viviendas, invención y uso de herramientas, distribución del poder, entre otras. Múltiples elementos que pueden activar dispositivos culturales internos para sobreponerse de manera sostenida a la tragedia. En este sentido, es interesante recordar que para 1960, en el sur de Chile aún tenía una poderosa vigencia la “Minga” o “Mingaco”, una práctica de reciprocidad comunitaria de origen indígena que desempeñó un papel axial en la reconstrucción de poblados en el mundo rural.
El olvido de estos factores, muchas veces resulta la mejor excusa de los gobiernos centrales y locales para diseminar un auxilio que reproduce la marginación y la miseria que trae consigo lo “provisorio” y lo “paternal”. Es allí donde la “lengua franca” de la ayuda humanitaria encuentra su propia desolación. Un conflicto que media entre la frustración del cooperante y el dolor de las víctimas. Es el mismo conflicto que se amplifica actualmente en el Chile de la reconstrucción post terremoto, un país que lucha con su sino histórico: acomodarse y reacomodarse en lo temporal. Es lo que tiene en “pie de guerra” a varios pueblos costeros más afectados por el terremoto y tsunami del 2010. A más de 3 años de la catástrofe aún no tienen una vivienda “definitiva” y pasaron dos inviernos en campamentos provisionales. Ayer, como hoy, gritaban desolados “¿qué esperan? ¿qué nos muramos?”.
La Memoria –ese Jiminy Cricket de la Historia–, le recuerda a Valdivia que después del cataclismo de 1960 el hospital de campaña –un frágil mecano de cables, madera y asbesto– levantado por la ayuda norteamericana, fue el principal centro de asistencia sanitaria de la ciudad hasta hace no más de 10 años. Durante medio siglo lo que fue literalmente remedio provisorio, se transformó en enfermedad permanente. Antes de la antropología moderna, Darwin en su Viaje en el Beagle escribió: “Si la miseria de nuestros pobres no es causada por las leyes de la naturaleza, sino por nuestras instituciones, cuán grande es nuestro pecado”.
Todo esto para decir que ayer reputados colegas de mi universidad han pronosticado un nuevo terremoto en esta década, con epicentro en Valdivia. Vivir es ver volver.
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)