diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La obra de Lola Arias con la que se dio apertura al noveno Argentino de Teatro realizado en la ciudad de Santa Fe hace apenas unos días también constituye, por lo menos hasta el momento, el cierre de un largo e inquietante recorrido que significa, fundamentalmente, una vuelta de tuerca en la perspectiva sobre la historia reciente de nuestro país. Mi vida después, el espectáculo teatral dirigido por Lola Arias en el que seis jóvenes nacidos entre 1972 y 1983 ponen en escena momentos destacados de sus propias vidas, todas ellas atravesadas, de alguna forma directa o indirecta, por la historia reciente de nuestro país, constituye por diversas razones una inquietante mirada desde lo teatral sobre los relatos y discursos que abordan la problemática de la dictadura militar y los jóvenes. Primera y única presentación de este espectáculo sobre el que se ha escrito, comentado y analizado mucho en los últimos tres años, la función realizada en el Teatro Municipal de la ciudad de Santa Fe no estuvo exenta de la emoción y la frescura que esta producción teatral viene generando en escenarios porteños y de más de una veintena de ciudades de todo el mundo.
El primer acierto de este trabajo teatral es el significativo cambio de perspectiva en relación con los discursos conocidos sobre la historia argentina de los últimos cuarenta años. Se trata de un nuevo lugar de enunciación que se aparta de los tópicos y los postulados de quienes fueron testigos e intérpretes directos de aquella historia, la de los llamados “años setenta”, y asume o mejor dicho, otorga, la voz y el protagonismo a quienes son los hijos de aquellos otros jóvenes. El otro gran acierto de la obra de Lola Arias es que no se queda con un arquetipo de personaje –conviniendo que toda personalidad que se construye y se define desde un escenario, por más que elija partir de historias verdaderas y biografías puestas en escena conforma inevitablemente “personajes”– que rápidamente identificamos como alguno de los estereotipos que caracterizan a la mentada década de nuestra historia y que conforman algo así como su elenco más o menos estable, sino que elije otorgar idéntica importancia y protagonismo a historias mucho menos conocidas y no por eso menos inquietantes. De ese modo conocemos, siempre a través de la mirada única y singular de sus hijos que los convocan desde la escena, las esperadas historias de un guerrillero, un militante, un cura o un represor, pero también las de un bancario, un amante de los fierros –en este caso en su acepción automovilística–, una presentadora de noticiero televisivo devenida militante en el exilio y varias otras historias de vida que también configuran el entramado de subjetividades que atravesó, cada uno a su manera y como pudo, uno de los períodos más traumáticos y oscuros de nuestra historia. Pero la evocación no deja de lado el humor, el amor y la desmesura que caracteriza a muchos actos ínfimos de la historia personal o compartida. La voz de los hijos recupera esos pequeños actos singulares que, a veces más duros o más tiernos, conforman sus propias historias y las hacen tan irrepetibles como universales para todos los que asistimos a la ceremonia simultáneamente colectiva e intimista que Mi vida después nos propone.
Desde el comienzo mismo de la obra es la ropa, una montaña de colores y texturas que cae sobre la escena, el elemento que les sirve a los actores para evocar, junto a fotografías y una variedad de objetos que sus historias dotan de sentido, los cuerpos y las voces de los padres. De esa montaña de ropa surge la primera de la media docena de historias que ponen por delante las voces y las miradas de los hijos que no terminan de entender del todo a sus propios padres, sea por no alcanzar a dimensionar el horror y el desatino que tantas veces funcionan, aunque parezca irreverente mencionarlo, de forma tan próxima. Un autito de juguete, un par de borceguíes y otro de botas para bailar malambo, un mameluco, un tortugo, una enorme pila de libros, un misal, muchas fotografías, una sotana, una veintena de sillas todas distintas, conforman el resto de la utilería teatral y biográfica, nunca sabremos dónde empieza una cosa y concluye la otra, de la que los intérpretes se valen para evocar algunos momentos inolvidables de sus propias biografías que se cruzan con los acontecimientos históricos. Estos últimos, indiferentes a los detalles de las biografías de los seres que los hacen posibles, tienen para cada uno de esas personas, y en especial para cada una de las historias puestas en escena por Lola Arias, un significado único e irrepetible por el solo hecho de haber acontecido en el anecdotario personal que es, en definitiva, la medida de nuestras propias historias.
La voz de los padres no está ausente, pero siempre aparecerá mediada, sea por una grabación magnetofónica, una carta o la voz del narrador en una novela que la hija del autor elige leer. Soportes que relativizan y hacen un poco más distantes a aquellos que ahora no toman la palabra y dejan el espacio, escénico y de los otros, para que lo ocupen quienes fueron hijos por tanto tiempo y que de a poco, casi sin darse cuenta, se convierten en protagonistas. Quedan las voces, las historias, los relatos y las palabras de muchos padres y algunas pocas madres –dato significativo que no termina de abordarse en la propuesta, o que al menos no es percibido en su significación y si lo hace se decide dejar irresuelto–, pero están ausentes sus discursos que son reemplazados, afortunadamente, por nuevas discursividades que nos cuentan y evalúan los actos y las decisiones tanto históricas como biográficas de sus mayores despojados de sus prejuicios y puntos de vista. Una nueva perspectiva para mirar los orígenes de las tantas vidas que, en este largo después que hace rato dejó de ser un futuro ajeno para irse convirtiendo día a día en presente y pasado nuestro, ofrece miradas diversas. La vida después de ellos, la vida como hijos que también terminará por convertirse en otra cosa, la vida, en definitiva, después de tanta muerte.
(Actualización noviembre – diciembre 2012 – enero – febrero 2013/ BazarAmericano)