diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El original de Las primas con el que Aurora Venturini se postuló y ganó por unanimidad el concurso de Novela Nueva auspiciado en 2007 por Página 12 y el Banco de la Provincia de Buenos Aires, era un original. No se trata de una redundancia porque los originales, desde hace mucho tiempo, no son originales sino copias. En cambio, el de Venturini revelaba una cantidad de intervenciones manuales sobre el papel: correcciones que se traslucían por debajo del liquid paper -lo que en pintura se llama “arrepentimientos”-, páginas ajadas como las que sólo podrían tener los libros usados y un uso artístico de la puntuación que podía asociarse con la falla mecanográfica (o con cosas peores).
Recibir semejante encomienda allí donde debería hacerse presente la versión nítida, sin vacilaciones, de una novela terminada, sorprendió al jurado. Uno de ellos me contó que al ver por primera vez aquella pintura o escultura literaria, llena de marcas hundidas en el tiempo real de la composición (y en el de la lectura correctiva del escritor, visible en cada una de sus hilachas), creyó que se trataba de un acontecimiento paraliterario, cosa que de algún modo era, en el que quien concursaba no era una escritora sino una artista conceptual que entregaba ese papelerío intervenido con el fin de que se pensara, a través de él, en la existencia fantasmática de un “personaje”.
Se impuso la calidad de la obra escrita, pero una vez reveladas las características de su autora, la idea de “personaje” siguió enturbiando el ambiente. Venturni tenía entonces 85 años, y el hecho de que fuera la ganadora de un premio presentado como de “Nueva Novela” tensó aún más la cuerda de la paradoja. A lo que vino a agregarse un resumen tardío de la vida bohemia de Venturini (perseguida por la “Revolución Libertadora” vivió 25 años en París), como así también su pasado literario (decenas de libros publicados en silencio, ganadora en 1948 de un premio entregado por las manos antiperonistas de Borges; traductora de Lautréamont y Rimbaud) y sus amistades de prestigio extendidas en un rango de relaciones muy amplio (Eva Perón, Sartre, Simon de Beauvoir, Camus, Salvador Quasimodo).
Con esos antecedentes biográficos -los de una vida que coincide en gran parte con una secuencia vitalista-, casi no hacía falta leerla. La cultura literaria, que hace circular vidas de novela con una velocidad y un alcance mayor que el que jamás podrán tener las obras, encontró en Venturini un extraño aura en el que se enlazan anacronismo y modernidad. Las primas es una prueba de ese enlace, resumido en la hipersensibilidad de Yuna Riglos (una pintora-escritora sin fórmulas) que se mueve bajo un manto de represión y le permite alcanzar una extraña lucidez que podría -mejor dicho: debería- confundirse con la locura. Libertad artística bajo presión moral. Esa es la fórmula, impresionante, que Aurora Venturini expone a la comunidad lista para admirarla al ser “descubierta” y consagrada.
El arte manifestándose en un hábitat de desgracias, más la composición de una escritura “irregular” -un español de Marte- nos traen recuerdos arltianos; pero el mundo de la infancia y la juventud en el que ocurren estas desgracias forman un espacio fronterizo en el que soplan vientos de inestablidad y el elenco familiar se presenta como una comedia negra de enredos protagonizada por los peores monstruos de la realidad: los monstruos parientes.
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Suena mi teléfono. “¿Manuel Becerra? Soy Aurora Venturini”. Unos días antes de la llamada yo había aceptado una invitación de Mondadori para participar en la presentación de su último libro, El marido de mi madrastra (Mondadrori, 2012), pero jamás hubiera esperado esta aproximación, franca y sin demasiado objeto. “Hola Aurora. ¿Cómo te va? Soy Juan. Manuel se llama mi hijo”. Hubo, seguramente, algún puente que no registré, para que Venturini pasara a otro tema: el tema nuestro. Me dijo que quería escuchar mi voz y que había buscado mis datos en Internet, y luego se detuvo sorpresivamente en mi “juventud”. Le aclaré que lamentablemente ya no soy joven y le di precisiones sobre mi edad. “Ah, pero querido, qué tiene que ver la edad. Yo ya no sé cuántos años tengo. Si me llego a enterar, me muero”. La conversación siguió un camino angosto de cumplidos (yo elogié sus libros y ella mi “juventud”) y, para ser realistas con su descripción, de pronto la charla se desinfló. Quedamos en vernos en la presentación, en el Palacio López Merino de La Plata.
En la pausa entre la llamada y el encuentro, leí El marido de mi madrastra. El libro es una serie de cuentos nuevos, más el agregado de relatos ya publicados en Hadas, brujas y señoritas (Editorial Theoría, 1997). La noción de que se trata de dos bloques lo dan los datos exteriores, pero por sus formas y su agenda se encuentran integrados. En ellos regresa un estado de percepción propio de Venturini, la misma posición adoptada en Las primas frente a los hechos aparentemente biográficos que serán narrados por deformación (la posición es la del radar que barre el espacio buscando su objeto mientras descarta todo lo que lo rodea) y que consiste en una indiferencia muy notoria sobre lo que no le interesa percibir, aquello que la percepción no siente: el mundo común que surge del acuerdo, y sus retóricas.
Borrado el primer contrato de realidad -cuya cláusula más importante fuerza a postular la realidad como la primera apariencia (realista) que ésta da de sí misma-, Aurora Venturini compensa su desinterés por el conjunto de la realidad “explícita” mediante una sobreatención de la realidad restante que comienza a desplazarse hacia el borde de la fantasía. En ese movimiento en el que la realidad se disloca y deja ver su interior, Venturini detecta naturalmente los aspectos negros, densos, profundos y arborescentes del universo íntimo, entendiéndolo como la combinación del espacio físico inmediato (la geografía de los hábitos personales más sus escenografías de opresión) con el espacio mental, el único lugar en el que en las historias de Venturini se puede vivir sin engaños.
La realidad que importa se recorta de la realidad directa -directa y por lo tanto un poco boba, en el sentido de que puede reconocerla cualquiera- en un pasaje del cuento que le da nombre al libro, El marido de mi madrastra. Allí se concentra la disputa artística, y también moral, entre los espacios del acuerdo de la realidad y los de su disenso, presentados directamente como dos literaturas: la que por no decir lo mismo de siempre se niega a hablar; y aquella otra, la que habla impulsada por la ilusión de las revelaciones.
La narradora de Venturini describe la intimidad de una carpa de gitanos: “Adentro, los espacios estaban divididos por biombos multicolores, el piso era de mullidas alfombras sobre las cuales se aplastaban abundantes almohadones también multicolores; los almohadones de mayor tamaño servían de lechos; se alumbraban al caer la noche con lámparas de kerosene. Los hombres viejos o señorones llevaban en sus cabezas sombreros de ala ancha que nunca se quitaban”. De inmediato, la descripción se detiene y comienza la antidescripción, una renuncia fulminante a la continuidad del desarrollo narrativo, el momento tabú en el que Venturini se desliga del deber “progresista” de contar: “No describiré el atuendo de las mujeres, porque todo el mundo ha visto una gitana alguna vez”.
La literatura de Aurora Venturini es una experiencia geológica en la que sólo cuentan las profundidades o, por decirlo de un modo menos general, las profundidades atávicas que emanan del drama de vivir. Lo profundo, tarde o temprano, aparece. La persistencia de lo subterráneo triunfa siempre. Si no aparece lo profundo, no hay escena. Su operador es el tiempo (que funciona mediante una consola de un solo botón: el que dice on). Porque lo que emerge es siempre lo mismo: la naturaleza antigüa de todos los fenómenos humanos y sus desvíos; o mejor dicho sus regresos hacia las fuerzas brutales de las que nunca se desembaraza del todo.
La monstruosidad patente de las criaturas de Venturini revelan varios secretos. El más importante consiste en sostener, sin decirlo -es el ambiente el que habla-, que los adultos son quienes hacen la realidad, un mundo indestructible hasta que sobre él se apoya, para revelarlo, su máximo antídoto: la mirada de los niños y los jóvenes confinados a regímenes de servidumbre económica, moral y sexual pero poseedores del poder de mirar y saber. Marichú, la sirvienta de Las Vélez, hermosa y brevísima novela que cierra el libro, experimenta en la recepción de las órdenes, en este caso impartidas por una ama en decadencia, una situación de libertad y aventura. Entonces, las órdenes, modelos de actos cerrados y temporizados (hacer esto ahora, aquello mañana y lo otro nunca), se abren hacia los bosques frondosos de la desobediencia y la inspección de los intersticios sobre los que se extiende el poder al que se debe obedecer. La orden será sagrada, pero su cumplimiento es profano.
Saber mirar. Si a los escritores se les exigiera una condición necesaria para serlo, esa condición no sería tanto la de saber escribir como la de saber mirar (primero lo primero). En los cuentos de El marido de mi madrastra, Venturini acopla esa exigencia en dos planos. Es propia y de sus personajes, que pueden deslizarse hacia cualquier falla, menos la de no saber mirar. Pero ¿qué ven? Ven los problemas inherentes a la cuestión humana. Ven en los humanos, básicamente, bestias parlantes y mentes descontroladas, uniones falsas hechas de compartimientos estancos que nunca podrán integrar un sistema único sino a cambio de que se transparenten sus divisiones: lo que se dice y lo que se hace, los mandatos salvajes del cuerpo y las contraórdenes del espíritu, más todos sus deslizamientos y adaptaciones.
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Voy al encuentro de Aurora Venturini. Me presento y le cuento que tengo antepasados en Verbicaro, Calabria, a cien kilómetros de Caserta, el pueblo referido en su novela Nosotros, los Caserta (2011). “Ah, entonces somos parientes”. Es la primera salida después de su accidente doméstico en el que, según su versión, se “desintegró” para que la hicieran de nuevo. Va de la mano de su sobrino, escultor, cuya obra se exhibe en el Palacio López Merino. Los pasillos son canales que cargan personas hacia la sala principal. El público es heterodoxo. Venturini tiene un aura, sin dudas, y lo emplea de la mejor manera, mediante un recomendable ejercicio de low profile que salta por los aires cuando ve los plantines que adornan la mesa de conferencias: “¿Quién puso estas flores? ¡Me quieren velar!”. Pero cuando baja la espuma de la indignación vuelve a desplegar su encanto, un sistema telegráfico mitad ocurrencia epigramática, mitad silencio. Cada vez que abre la boca da la impresión de que se eleva, como cuando en medio de la charla hunde un aforismo en la espesura de una pausa que sólo ella está autorizada a romper: “Cada cosa que hacemos en la vida es un milagro”.
Poco antes se había hecho presente en la vida real la monstruosidad de su literatura. Estaba por comenzar el acto, empezaban a despejarse los rumores de inquietud y reverencia orientados hacia la homenajeada, y entonces llegó una mujer enérgica que se apoyó en unos bastones -por su apariencia no parecía un auxilio motriz sino un accesorio con fines de decoración- y gritó: “¡Ave, Aurora Venturini!”. Venturini maldijo por lo bajo en un murmullo cuya frecuencia no hubiera pescado el último micrófono inteligente de la CIA: “¡Carbúncula! No lo puedo creer”. El modo en que la frase fue declinando hacia su desaparición anuló el escándalo y tendió un puente piadoso hacia su continuación, que tuvo algo de performance involuntaria, café concert y sesión de espiritismo en la que los espíritus eran los cuerpos.
Carbúncula es el primer cuento de El marido de mi madrastra. Es de una concisión y una ambigüedad extraordinarias dadas las particularidades antagónicas de ambos recursos, prácticamente soldados por Venturini sin que ninguno de ellos pierda sus propiedades en el camino. Narra una biografía solapada y muy breve de un personaje llamado Carbúncula Tartaruga, una mujer que se desliza como las babosas y los caracoles, dejando tras de sí “un lampo blanquecino y fofo”. En el primer párrafo se describen los bastones de Carbúncula, “de madera durísima, acaso sea roble. De otra manera, esos soportes se hubieran doblado y hasta se hubieran quebrado, tal la enormidad seudohumana de la usuaria, porque Carbúncula es inmensa”. La literatura de Venturini se filtra en la realidad como un epígrafe que acompaña las imágenes de la vida. Las cosas suceden en dos planos. ¿Cuál es le verdadero? Los dos.
En el brindis, ya sin la presencia de Aurora Venturini, una amiga, testigo de la irrupción e impresionada por el tráfico en vivo entre la literatura y sus referencias, me cuenta que hace unos años puso en venta un mueble antiguo mediante un aviso. Un día llamaron a su puerta y vio que de un taxi bajaba la misma mujer ante cuya presencia Venturini exclamó: “¡Carbúncula!”. Bajó del auto empuñando un pistola, y cuando mi amiga le preguntó qué signficaba eso, la mujer le contestó: “nunca sabemos con quién nos vamos a encontrar”. De modo que estuvimos al borde de una masacre. No de cualquier masacre sino de una bien contemporánea: una masacre filmada. Porque mientras éstas y otras escenas se iban sucediendo, un grupo de jóvenes camarógrafos filmaba los hechos del que el boom que colgaba a centímetros de la coronilla de Aurora Venturini (el mismo método con el que John Cassavettes, cineasta de la locura familiar, dinaminataba el in y el off de sus películas) era el testigo tecnológico que en el futuro dará fe de esta comedia protagonizada por una reina de todos los tiempos.
(Actualización julio-agosto 2012/ BazarAmericano)