diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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De no haber sido por el espíritu observador y práctico de mi mujer –espíritu ciertamente pariente del de Josep Pla, pero regado a Coca Colas en lugar de gin tonics– nunca me habría percatado de la falta de un estudio sistemático sobre uno de los fenómenos claves a la hora de pensar sobre la relación entre mitología y oralidad: el de ser o no ser el mayor de los hermanos.
Hasta el comentario de Moni, apenas había notado mi propensión a los chistes breves, a las anécdotas instantáneas, ni mi escasa contribución a la creación de leyendas, personajes amplificados, aventuras inolvidables. (Hay, ciertamente, la excepción de mi amigo L., cuya fama debe algo, modestamente, a mi divulgación; pero en su caso apenas he actuado como sencillo cronista. En general, tampoco he abundado en detalles, por suponer que la escena en que, después de habérsele volado por la ventana de mi casa un buen trozo de papel higiénico usado y habiendo respondido, ante mi desconcertado reproche, que “son cosas que pasan”, bastaba como presentación general de su carácter).
Y si como digo, no caía en la cuenta de mi afición por el ingenio verbal fugaz ni de mi proporcional desidia por la elaboración de relatos legendarios, mucho menos hubiera podido creer que esto guardaba alguna relación con los interminables chistes de sobremesa (esos que generalmente esconden como única gracia haber podido hacerle perder el tiempo a quien escucha) con los que mi hermano mayor nos torturaba semanalmente, sin tener siquiera la delicadeza de variarlos –ni con sus historias de combates contra hordas skinheads, semanas enteras sin dormir, (contadas casi en escala uno en uno) o atracones pantagruélicos, prolongados hasta la madrugada, mucho más allá del cierre del restaurante “La Nariz de Pinocho”– según sus narraciones, al menos, festejadas ingenuamente por mi madre, que no sospechaba que su invariable respuesta final (“en serio, Ale?”) no hacía sino provocar a mi hermano hacia un nuevo y redoblado exagero en sus historias.
Por suerte la proverbial sagacidad catalana de Moni me abrió los ojos hace unos días: “¿Has notado –me preguntó– que mientras que Sergi (el mayor de sus sobrinos) nos ha contado la película con pelos y señales, guión y vestuario, y hasta nos ha detallado cómo deben haber producido los efectos especiales, Jordi apenas ha abierto la boca?”. Tenía razón. Cuando regresaron de comprarse los helados, le preguntamos al pequeño: “¿Y a ti, qué te ha parecido, te ha gustado la película?”. Jordi nos miró, y soltó su lacónico y ultra reconocible “sí” –que de hecho constituye la mitad de su vocabulario útil, y, tiendo a pensar, de una gran cantidad de hermanos menores–. Apenas el monosílabo estaba agonizando en boca del niño cuando su hermano decidió que aquella respuesta exigía más y mejores precisiones, y se puso a brindarlas por su cuenta, gratuitamente y sin pedir nada a cambio. No pasará mucho tiempo, adivino, hasta que los científicos descubran la glándula de la oralidad e identifiquen una importante hipertrofia de la misma en los primogénitos.
Los menores, comprensiblemente, condensamos. Y no sólo porque nuestros hermanos mayores usurpen el espacio necesario para la transmisión del sonido, sino porque, contrariamente a ellos, no hemos contado con un público cautivo –formado por padres, tíos, abuelas y amistades– dispuestos a celebrar las más incomprensibles gárgaras pre-infantiles como si de soliloquios shakesperianos se tratase. La mera emisión sonora del primogénito, que le bastara a éste para granjearse la admiración y respeto de la familia, es ineficaz en el caso de los menores, que quedan atrapados entre la precisión flaubertiana del mot juste y el más descarado descaso por parte del resto. Así, se ha sabido de niños de 4 o 5 años que han utilizado los nanosegundos sobrantes del monólogo desenfrenado de sus hermanos mayores (usualmente debidos a la necesidad de estos de tomar aire antes de seguir) para afirmar cosas como que estos eran “conceptualmente erráticos”, o que tenían “fallas estructurales” o, en otros casos más simples, que se trataba de un “bocón inimitable”.
Mientras estos avances científicos no sucedan, el mundo, aunque vea acosadas por las nuevas tecnologías sus antiguas tradiciones, no tendrá que lamentar la desaparición de los relatos orales y toda su espectacularidad. A los hermanos menores, seguramente, se nos deba mucho menos: los mensajes de celular sin vocales, los telegramas y la capacidad para responderle al cura ese escuetísimo “Sí, quiero”, sin sentir que se nos ha cercenado la libertad de explicar ampliamente en qué circunstancias hemos conocido a la novia, qué peligros hemos debido sortear para ganar su amor, y que increíbles y nuevas aventuras nos deparará el destino.
En mi caso particular, las pocas anécdotas que acostumbro contar son, como corresponde, únicamente polaroids que ilustran el carácter de algún que otro amigo: la proverbial dificultad de M. para desprenderse de sus billetes, ilustrada por su discusión con varios monjes tibetanos sobre el precio de un paquete de fideos en el lamasterio más alto del mundo, el conocidísimo sentido del orden y la limpieza de mi madre, que durante horas se empeñó en limpiar de su sofá la sombra de unas flores, y poco más.
Y si tuviera que elegir, entre las cosas que he visto, solamente una –y quedarme con ella, para así en la sobremesa entre amigos (tantos de ellos, hermanos mayores, pródigos en leyendas) poder tener también algo que contar–, me quedo con algo que vi en Granada, y que puede ser contado siguiendo los principios minimales de los hermanos menores: una niña de alrededor de 6 años, en el Albaicín, el barrio gitano de Granada, más exactamente en la parte de abajo de una de esas calles en declive, arrojando una y otra vez una pelota calle arriba, para que poco después esta volviera a sus manos y repetir la operación –y, cada vez, ensañándose con el objeto que eternamente regresaba a ella, y gritándole–indudablemente como buena hermana menor: “Que tú a mi no me ganas, pelota sorda! Que yo te gano a ti!”.
(Actualización marzo-abril 2012/ BazarAmericano)