diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Que la librería, esa versión mercante de la biblioteca -pero con cierta vocación pública, cálida, ilustrada y de trato amable- está en apuros, no hay duda alguna. Virtualizada, travestida y diezmada por la crisis de lectoría, resiste con ahínco la globalización de la lesera y las zancadillas propias.
Valdivia, la ciudad en la que hoy habito, tuvo un pasado reciente –hablo de los últimos 25 años- con una solera libresca meritoria. No sólo tenían asiento en la plaza sucursales anchas y surtidas de las editoriales Universitaria y Andrés Bello (la primera desaparecida y ubicada en sus tiempos felices a un costado del Correo, y la segunda, penosamente jibarizada después de tener un amplio local en calle Independencia), sino también, de capital propio, como la desaparecida y notable librería “787”, la efímera “Centro Libros” y la tenaz “Libros Chiloé”, hoy lamentablemente confinada en una galería producto de la “mallificación” de la ciudad. Aunque no podemos ufanarnos de librerías de viejo o de segunda mano potentes y persistentes, sí contamos, en su tiempo, con algunas emblemáticas por su rareza, como la “Bielefeld”, atendido, según recordamos con la poeta Maha Vial, por un viejo filatélico alemán de apellido homónimo; o la ya mítica librería “Catulo” del poeta Jorge Torres –quien también administró la Librería Universitaria en los años 80’, organizando diversas actividades culturales y exposiciones en sus dependencias-. Añadamos aquella de Camilo Henríquez, cuya vitrina de zapatería añeja, siempre menguada en libros, era regentado por un cuasi luchador de cachacascán, de ciertos malos modos, que más sabía de películas porno y cartones de Raspe y Kino, que de la obra de Carl Joung que exhibió por años en su escaparate. Pero eran y son eso, rarezas a las que, por sus precios, sólo se les exige su existencia. En conjunto: un mérito, insisto, ya que por muchos años Valdivia, con poco más de 100.000 habitantes, contaba con 5 ó 6 librerías y la comuna santiaguina de San Bernardo, con 230.000 gentes, tenía cero.
Ni lectores, ni escritoras, ni extraterrestres, esperamos –en un universo poblacional reducido como el nuestro- un paraíso de papel: esa librería de Buenos Aires, Berlín o Cataluña de café, sofá y tertulia, especializada; o aromática y longeva de Montevideo; Mexicana, Parisina o Madrileña, espaciosa para no sentir los codos de los demás lectores, además de selectiva y de “fondo”, aquella de gran almacén y con un surtido diverso de clásicos, novedades nacionales y extranjeras y una colección respetuosa de autorías locales. No. Sólo esperamos y aspiramos a lo que fueron, en conjunto, nuestras librerías en su discreta sobriedad: espacios ajustados a la realidad de una pequeña ciudad universitaria, de contumaz ilustración aspiracional. La mayoría, atendidas por dependientes, dueñas o dueños, con un razonable respeto por el libro como bien cultural y que en una pequeña ficción olvidaban, en la dramaturgia de la venta, que lo que exhibían también era mercancía. Algunos sabían de su oficio a cabalidad, y tenían certeza que su capital eran ellos/as mismos/as, como libreros y agentes culturales. Es el rol que jugó Jorge Torres, por ejemplo, y por muchísimos años, el escultor y librero Jorge Castillo, quien animó y auspició desde su librería múltiples iniciativas culturales y editoriales (por ello que la contracción económica, espacial y “retraimiento territorial” de su librería se ha sentido en la ciudad). O Eliana Solís, que se desempeñó atenta y luminosa por algunos años en la citada Librería 787.
El panorama es desolador no sólo por la reducción y aislamiento de la mayor parte de las librerías, sino por la progresiva disolución de la figura del “librero lector”. Hace unos pocos años se instaló en Valdivia un colmado ampuloso, una “pescadería de lujo”, en el decir del editor Manuel Borrás, que ocupó una gran superficie con novedades y best seller. Era, en su potencialidad, un espacio auspicioso para cualificar la escena libresca provincial. Sin embargo, a poco andar, mostró el plumero, su ética y su patética: lo mismo le daba vender mariscos, que verduras, carne o pescado. Cada libro era una caja negra cuyo misterio se reducía en descifrar -con una máquina de lectura óptica, qué paradoja-, su precio. Satélite de sí misma, supongo que se estrelló o se chingó, porque hoy, para luto de la economía inmobiliaria regional, el grandísimo local luce vacío.
Por ello vuelvo a la figura del librero y su responsabilidad, no sólo social y cultural, sino con la propia reproducción de su ocio y su negocio. No hay tinta lo bastante negra para describir a un librero que no lee, que le importe un carajo el misterio de su “mercadería”, que no se interese por ninguna literatura, sino que esté –apenas–obsesionado con el canto, es decir, con el lomo del libro. Debido a la crisis de lectoría en Chile, no nos podemos permitir –si creemos en el rol emancipador de la lectura–, un librero o librera sin voluntad ni empeño por mantener complicidad con sus aliados naturales y compañeros de ruta –nada más ni nada menos que aquellos y aquellas que escriben lo que él vende–, esquilmándolos o comportándose indolente, como un tiranito iletrado, con su cancha y su pelota. En suma, no resulta tolerable un librero que cuando preguntas por González Tuñón o Foucault, pide que se lo deletrees y confunda el simple trapicheo de papel por kilo, con la fidelización amable, a través de su curiosidad dialógica y alfabetizada, de un público más y más amplio.
Hace algunos años un amigo homenajeó mi primer libro bautizando a su librería “Metales Pesados”. Cuando me pidió prestado el nombre dudé unos días cavilando qué tipo de pulpería iba a instalar. Finalmente acepté por una razón elemental: mi amigo sabría, como omnívoro lector –especialmente de arte, poesía, y prosa anglosajona- exactamente lo que seleccionaría y dispondría para la venta y difusión, por lo que sería un vórtice peculiar de diseminación y retroalimentación cultural de obras poco conocidas, descatalogadas o libros sin presupuesto publicitario. Su propuesta era una pequeña anomalía en un escenario libresco (Santiago) de despacho, frío como hiperpermercado, atiborrado como kiosco y presumido como lámpara de Baccarat. Y claro, ganaría lo suficiente como para vivir del chiringuito, que para caridad están los títulos de libros que le regalan los amigos. Digo, acepté porque sería una librería con un librero, ése que con ademanes invisibles, te recomienda un libro emitiendo un mínimo de sonido, con un máximo de sentido. Ese que es “casi un libro”, como lo describe en sus memorias el ex director de la Biblioteca Nacional argentina, Héctor Yánover: “que cuando descansa lee y cuando lee, lee catálogos de libros; cuando pasea, se detiene frente a las vidrieras de las otras librerías; cuando va a otra ciudad, otro país, visita libreros y editores”. En suma, acepté porque tenía la seguridad que sería antes un lector y formador de lectores que un buhonero y montaría una librería y no una carnicería de lomos. Todavía sobrevive.
Otra vez: Cuando desaparecen los/as libreros/as, sólo nos quedan bodegas.
(Actualización julio-agosto 2011/ BazarAmericano)