diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Diseño

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libros & liebres
Firmas

 

Justo que me pongo a escribir esta columna me entero por la radio que murió Ernesto Sábato. La tentación de decir algo no es grande, pero insiste. A ver. A lo que salga. En principio, lo inmediato. Por la radio circulan las voces, entre ellas dos “de personas ligadas a la literatura”: Horacio González, por ser director de la Biblioteca Nacional; más tarde María Rosa Lojo, porque iba a participar de una mesa “institucional” de homenaje al escritor. Al aire González: recupera la palabra “humanista” que dijo el entrevistador y la lleva hacia otras zonas del pensamiento, señala la ausencia de Sábato en la vida cultural del país en los últimos años, una de las razones el deterioro de su salud (las otras se omiten por razones obvias). González entra en tema, desarrolla, va encontrando en su discurso prismático puntas para hablar del escritor y a la vez de las épocas, de momentos políticos y filosóficos puntuales, hasta parece que le nace un entusiasmo por debatir, y es tan temprano, sábado 30 de abril, es temprano, llueve, ¿qué otra cosa hacer? González habla y el periodista se retrae, no pregunta, la argumentación de González suena antirradiofónica (me gusta eso) y cuando González dice “Conadep”, el periodista resucita y dice “¡A eso queríamos llegar, a la Conadep!”, y de inmediato le da las gracias y lo despide del aire. La que hablará, sí, sobre la Conadep, es Ruiz Guiñazú. Continúa Lojo, quien al contrario de González, sabe cómo conducirse en los medios sin alterarlos. Opina que Sábato fue un escritor popular que siempre le gustó a los jóvenes. Todos (menos González, que ya no está en el aire) le dan la razón. Y luego los periodistas bucean en la Wiki para decir dos o tres cosas, hasta que uno rescata una experiencia de recepción: “En la secundaria te hacían analizar todo cuando leíamos El túnel, porque es un libro que lo abras donde lo abras siempre tiene algo para analizar”. Después es el turno de los oyentes: “Gran literato”, “Referente moral y ético”, “Un tipo bárbaro”, “Ejemplo de vida”. Espacio publicitario y a otra cosa: en el concurso del día sortean un grupo electrógeno (para escuelas, aclaran). >>> Sábato y el recuerdo de una charla en Buenos Aires (¿sobre qué? ¿quiénes?). Sí Feiling ahí, uno de los participantes, enfrentándose a un grupo de sabatistas, o sabatianos, o como se llamen (ellos lo enfrentaron a él, en realidad). Se lo quisieron comer cuando criticó que Sobre héroes y tumbas “terminase con una micción”. Dijo otras cosas, claro, pero las olvidé. Un par se levantaron de sus butacas, dijeron que no le permitirían hablar así del escritor. No, no dijeron “escritor”. Dijeron “Maestro”. Recuerdo la sonrisa de Feiling y su saco azul, de solapas grandes, escapando feliz de la minipelotera. >>> En una edición de la Feria del Libro, hace una pila de años, estaba Sábato firmando (este año -dicen en la radio- la vedette es Lousteau). Yo no tenía dinero para comprar un libro, no, mejor dicho no quería gastar lo poco que llevaba en un libro de Sábato, pero sí quise, ese día, tener un libro firmado por Sábato. Por esos días me interesaban las firmas de los autores en los libros.  Las encontraba en libros usados: Di Benedetto y su firma en Zama, Rodolfo Walsh y su dedicatoria en Un kilo de oro. Conservo esos libros. Entré al stand donde El túnel, en versión pocket, reproducía una pintura hecha de oscuridades. Agarré el libro. La marejada humana me llevó hasta el pasillo y de allí me fui a la cola donde esperé un rato, hasta que Sábato firmó el libro, sin decir nada. Para mis adentros ensayaba el autoconvencimiento: “No lo robé, la gente me fue llevando”. Puros lectores suyos. La firma: dos viboritas. La letra más clara, una “E”, el resto un trazo sin nombre. Firma suelta, sin dedicatoria ni fecha. >>> En la biblioteca de la escuela de la UP 24 de Florencio Varela hay un ejemplar de un libro de Rilke que hace tiempo quería leer, El corneta. Los libros del mirasol, 1964, versión castellana con estudio estilístico de Ángel J. Battistessa. Su portada lleva una firma del año 1966, tinta azul, letras en imprenta y subrayado el nombre: “NICOLÁS A. CASULLO”. ¿Nicolás Casullo? ¿Sería un libro de él? La letra “A” deja espacio a la duda: dos libros diferentes en un mismo libro. >>> Hablando de firmas. Allá por el 2001 vi a David Viñas en el bar de Losada. Yo me había encontrado ahí con Fernando Molle, que me hizo unas preguntas sobre Media Romana, mi primer librito de poemas que él presentaría en La Plata. Fernando se fue. Me acerqué a Viñas y le ofrecí el libro. Lo miró apenas y cuando vio que no tenía dedicatoria, dijo: “¡Firme, cumpla el ritual!”. Firmé. La lapicera andaba mal y tuve que repasar lo que había escrito. Quedó desprolijo, pero se leía: “En retribución a lo que escribió”. ¿Qué había leído de Viñas? En mesas de saldo veía sus novelas largas, con letra chiquita, y les pasaba de largo, hasta que un día compré Hombres de a caballo. ¿Qué había leído? Lo que entonces conocíamos como “los apuntes de Viñas”. Sus apuntes: esa intensidad que llega de repente, por asalto.

 

 

 

(Actualización mayo-junio 2011/ BazarAmericano)






9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646