diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En Ala de criados* de Mauricio Kartún, algunas palabras destellan sobre el telón de fondo de los diálogos y las peripecias de la acción dramática con un brillo inesperado. Se trata de palabras que nos hacen ruido, y no en el vulgar sentido, aunque también aquí sería pertinente evocarlo, en el que todas las palabras, dichas en un escenario, encarnadas en el cuerpo y la voz de los intérpretes, indefectiblemente suenan; en este caso el ruido extraño que provocan viene de su anacronismo, de su olvido y de su incandescente retorno. Ese hacer ruido viene, en definitiva, de su lustre tan lejano como familiar.
Las palabras que Kartún nos ofrece luego de haberlas reunido con la paciencia de un coleccionista, la misma que tuvo que haber sido invertida para encontrarlas, para recuperarlas de su olvido, conforman uno de los sentidos de las historias que alrededor de ellas se desarrollan. Esas palabras que vienen de otro tiempo pero refulgen como si recién se les hubiera sacado brillo, construyen el andamiaje verdadero de sus historias. Porque cuando algunas de ellas irrumpe en la trama, pareciera que todas las situaciones que las envuelven y le sirven de marco, fueran una mera excusa para justificar esa aparición rutilante de palabras como: tirifilo, paparulada, manflorita, atufado, apocarse, turba o engañifa.
Como suele ocurrir con el oficio de coleccionista, cada tanto la ocasión amerita desempolvar los anaqueles y seleccionar las mejores piezas, acumuladas con silenciosa paciencia para mostrar apenas una de sus incontables partes. Y con ese breve catálogo de objetos secretos y palabras olvidadas que cada texto ofrece, el coleccionista construye sus historias, las (ex)pone en escena, aunque en el fondo adivinamos que todo es un pretexto para volver a revisar su colección.
A diferencia de la idea de Benjamin sobre el coleccionista, que postulaba que al despojar a la mercancía de su valor de uso y sustraerle su función práctica se suspende su circulación y se la reubica en el espacio –ordenado y artificial– de la colección, las palabras sobre las que el texto de Kartún se sostiene, su propia colección de términos en desuso, esas palabras que funcionan como gemas resplandecientes de sentido y de evocación, sirven para provocar una nueva circulación de sentidos y hacen un recorrido inverso, abandonando el orden artificial para volver a la acción de la escena.
Con las palabras justas, los personajes de Kartún crean los mundos que transitan, definen sin piedad su ociosa clase y, muchas veces a su pesar, cifran su propio destino. Tatana, la prima educada en Suiza, en una batalla perdida de antemano contra la metáfora como desviación del lenguaje, es quien abre el relato señalando la importancia de encontrar la mot juste para que la acción pueda avanzar sin desviarse en vagabundeos metafóricos. Y es ella misma quien cae, en ese comienzo con declaración de principios literarios, en las inevitables redes de las metáforas de las que no puede hablar sino con su auxilio.
La mayor parte de las acciones y los objetos que sirven para anclar la historia que Kartún cuenta se desarrollan en el fuera de escena del relato. Con ese recurso sutil, el texto prescinde de escenificar las acciones más espectaculares que emprenden los primos Guerra para entretenerse en su eterno veraneo existencial. Las batallas de pacotilla emprendidas contra la biblioteca pública, la imprenta o las caballerizas del nuevo rico, son narradas por los personajes que van o regresan de ellas. Y en sus relatos no permanece la gesta épica de una contienda mayúscula sino, por el contrario, la enumeración de los detalles, los pequeños gestos, el botín minimalista de aquellos objetos más preciados: una edición de las “completas de Emile Zola”, en rústica y con “los sellitos de la Biblioteca Juventud Moderna”, los pupitres, las fichas de cartón y los foquitos de lectura, la baquelita como símbolo del progreso, el lino crudo de un traje regalado, el cuero y los botones del breeche, la goma higiénica y el casalito construido ladrillo a ladrillo. Esquirlas y restos de las escenas fuera de escena, con forma de palabras, detalles o descripciones, que constituyen un elemento ineludible de la poética teatral de Kartún. Una poética que logra teatralizar las descripciones.
La importancia de las palabras en la dramaturgia de Mauricio Kartún responde a un minucioso trabajo de coleccionista, de orfebre literario, que aunque conoce el tesoro del que es poseedor aguarda paciente el momento justo para mostrarlo. Pero las palabras, como esos insectos exóticos que el naturalista Linneo pisaba porque no entraban en ninguna de sus categorías, también terminan por descalabrar el orden de los textos, sus colecciones y la armonía de una sociedad imposible en sus propios términos. Es allí cuando la incontenible necesidad de hacer escuchar su verdad termina por condenar a Pedro Testa, el servicial cuentapropista “empecinado en mencionar”, que al intentar enarbolar su defensa de clase asegurando que lo único que le interesa es “progresar” termina configurando su destino trágico.
Esa palabra, “progreso”, clavada en el monólogo como si se tratara de alguna especie singular que el coleccionista cazó al vuelo para fijarlo sobre el fondo de su historia, logrando con ese simple gesto capturar todo lo que las palabras “tienen de fugitivas” e integrarlas en la colección de su propia poética, es la que también nos hace ruido desde un recorrido inverso al que las otras venían provocando en el relato. Si nuestros oídos, a esta altura de la obra, aprendieron a estar atentos a la efímera pero fulgurante aparición de las palabras rescatadas del olvido y repuestas con todo su espesor y luminosidad en las réplicas ingeniosas de los primos Guerra o de Pedro Testa, la irrupción del progreso en el monólogo de este último refulge por una razón inversa: como si fuera arrojada al barro de esta historia desde el presente, esa palabra inasible pero deseada sigue irradiando sus destellos. He allí el talento mayor del coleccionista, su don para ubicar la pieza más preciada en el lugar y la relación exacta con las demás piezas de su colección. Ese objeto o palabra únicos que todos quisieran atrapar e integrar a su propia colección.
En el monólogo final, Pedro Testa, el zar mediopelo que les garantiza diversión a los primos en veraneo perenne, comienza gritando que él es quien tiene memoria, para terminar espetando a sus captores y patrones que “el progreso es engañifa”. En el medio, una perfecta descripción de su oscilante obsecuencia ante los dueños que justifica su ingenuo afán de convertirse, él también, en propietario. Pero su servicial tarea y la revelación tardía del valor de las palabras, están lejos, muy lejos, de hacerlo libre de verdad. La verdad no es el progreso, sino que el progreso, para Pedro Testa, es una de esas palabras preciadas por la colección: el progreso es engañifa.
“Es inútil luchar contra la metáfora”, termina por reconocer Tatana Guerra, porque la realidad no cesa de producirlas. En el final de la semana trágica en la que se hiciera poeta, el personaje de Tatana se reconcilia con las palabras, y las cosas, para ella, vuelven a la normalidad apenas interrumpida por los acontecimientos. Un final escrito para nunca ser leído, palabras convertidas en ceniza y arrojadas al viento. Un final en el que las palabras, aun aquellas que nunca leeremos o volveremos a olvidar apenas termina la función, siguen siendo, para siempre, protagonistas.
*Ala de criados, de Mauricio Kartún, se representa desde el año 2009 en el Teatro del Pueblo de Buenos Aires, los días viernes y sábados a las 21 hs y los domingos a las 20 hs.
(Actualización marzo-abril 2011/ BazarAmericano)