diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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I
"Las palabras –dijo Virginia Woolf- nos han hecho tontos […] tantas veces, que han probado a menudo que odian ser útiles, que no está en su naturaleza expresar una simple afirmación sino un millar de posibilidades, que lo han hecho tan a menudo que por fin, felizmente, estamos empezando a enfrentar este hecho. Estamos empezando a inventar otro lenguaje, un idioma perfecta y bellamente adaptado para expresar hechos útiles, una lengua de signos. Hay un gran maestro vivo de este lenguaje al que todos le debemos, ese autor anónimo (si es hombre, mujer o espíritu incorpóreo, nadie lo sabe) que describe hoteles en la guía Michelin. Nos quiere decir que un hotel es regular, otro es bueno y un tercero, el mejor del lugar. ¿Cómo lo hace? No con palabras –sigue chacoteando Woolf–; las palabras inmediatamente crearían arbustos y mesas de billar, hombres y mujeres, la luna saliendo y la larga salpicadura del mar en verano: todas cosas buenas, pero aquí no vienen al caso. Se atiene a signos: una estrella, dos estrellas, tres estrellas. Eso es todo lo que dice y todo lo que necesita decir. Baedeker lleva el lenguaje de los signos hacia el reino sublime del arte. Cuando quiere decir que un cuadro es bueno, usa una estrella, si es muy bueno, dos. Cuando, en su opinión, es una obra de genio trascendente, tres estrellas negras brillan en la página y eso es todo. Así, con un puñado de estrellas y dagas, toda la crítica de arte, toda la crítica literaria puede ser reducida al espacio de una moneda de seis peniques; hay momentos en que uno lo desearía. Pero esto sugiere que en el futuro los escritores tendrán dos lenguajes a su servicio: uno para los hechos, uno para la ficción”.
La cita está en una conferencia de la serie "Las palabras me fallan" (“Words Fail Me"), que Woolf leyó en 1937 por la BBC ("El oficio de las palabras"; o "La artesanía de las palabras" –"Craftsmanship”–). Me recuerda que Barbara Cassin inventó la palabra "globish" para mostrar que el inglés global, es decir el de google –que sueña no fallar nunca–, es posible solo tras una especie de amnesia cultural severa: el globish no necesita de eso que hace de un idioma “una lengua”, es decir no necesita historia propia, lo que equivale a decir que no necesita poesía. El globish no es la lengua inglesa, porque esta no es imaginable ni posible sin ese “millar de posibilidades” que están en Shakespeare (y en todes les que lo representaron en algún escenario), en Keats, en Melville, en Virginia Woolf (y en todes sus lectores pasados, presentes y futuros). El sueño del globish es una versión reciente del ultracapitalismo lingüístico, que la ironía de Woolf veía en las estrellitas de las guías de turismo: un idioma universal donde cada palabra se quiere mero signo y, por tanto, se pretende que signifique una cosa y solo una (algo imposible, como ya habían descubierto Freud y tantísima gente antes). Woolf no elige porque sí la figura de la moneda: facilitar los intercambios, acrecentarlos y acelerarlos es el propósito principal de la reducción del lenguaje.
El capitalismo no inventó la ansiedad por el mundo prebabélico –que es una inevitable pesadilla parienta del autoritarismo–, pero la padece como una adicción irremediable. Me dicen que, con menos encanto, Renato Ortiz dijo algo sobre la "supremacía del inglés" académico en las ciencias sociales. George Steiner estaba más cerca de la idea de Woolf cuando explicó con detalle por qué "entender" algo dicho por un personaje de "Rey Lear" o algo escrito por Jane Austen no es meramente leer: "es traducir" (y traducir, como tanto se ha insistido, nos impide olvidar que nunca tendremos sino una parte del incesante pasado con que carga un idioma cuando ha alcanzado su espesor como lengua, sea nuestra lengua materna u otra). Pero… ¿el apetito de un estado anterior a Babel, donde todos hablásemos la misma y una sola lengua, no es acaso el horizonte del más perfecto comunismo, comunalismo o comunitarismo idiomático? O sea, el más remoto antepasado del esperanto, con sus ilusiones de armonía y entendimiento universal. Por lo mismo, es tan difícil decidir si aquella utopía inversa de Barthes –“que haya tantos lenguajes como deseos”– es un anhelo de libertad mediante la más drástica (e irrealizable) diversidad o, en cambio, una coquetería elitista contraria a la comunicación realmente libre, veraz, transparente y de alcances igualitaristas. Por lo pronto, es una especie de herejía no deliberada o inadvertida, porque la multiplicación bíblica de las lenguas es un castigo divino contra la soberbia humana, es decir contra el deseo (en este caso, el más desbocado: el deseo de todo, es decir el deseo de ser dioses, de llegar al cielo). De ahí que el “don de lenguas” les sea dado únicamente a los santos (la madre de Jesús y los apóstoles en Pentecostés: Hechos 2), y con el propósito proselitista de arengar y convertir a las masas, es decir con el propósito de que todos nos entendamos. Cuando ese don se concede en cambio a quienes se entregan a la experiencia mística y logran hablar la jerigonza indescifrable de los ángeles, San Pablo –interesado en la política y por tanto en la pedagogía y la claridad del discurso–- pone reparos (I Corintios 14). Quienes hayan visto la serie danesa Ride Upon the Storm (2018), que en español se titulaba Algo en que creer, recordarán cómo termina el joven sacerdote August, que entra en trance y habla en ese idioma que no es de este mundo y que espanta.
II
Por supuesto, no es ninguna novedad que las “Cartas” de Pablo de Tarso (aunque menos amables que las cintas magnetofónicas que mandaba Perón desde Puerta de Hierro) fueron para el cristianismo primitivo algo así como el Manual de Conducción Política. Conducción y corrección, se diría: vigilar y castigar, corregir y cancelar.
Hará un par de años, Ariana Harwicz comenzó a lanzar unos cuantos cascotazos contra la vitrina de la corrección política y sus engendros de cancelación y de represión moralista en el mundo de la literatura, las editoriales y las artes. Creo que Harwicz afilaba y empuñaba una vez más una incómoda verdad antropológica que las políticas emancipatorias radicalizadas (y la política en general) soportamos muy mal, con incomodidad a menudo torpe o con impaciencia irreflexiva: nuestra real condición humana tendría no tanto que ver con esa subjetividad voluntariosa que se da por autocontrolable y plena, mimada por el pensamiento moderno, burgués y liberal, y que siguen adoptando de modo más o menos acrítico casi todos los progresismos, las izquierdas y –en general– los movimientos sociales y políticos contestatarios e indóciles. Las subjetividades que nos tienen tomades –sedimentadas y naturalizadas a lo largo de milenios por dispositivos historizables de dominación– estarían tironeadas, parece, por el turbio magma de pulsiones en pugna –incluidas las formas más repugnantes de la violencia extrema– que pensaron muches desde Nietzsche y Freud hasta Foucault y Butler. Como escribió Alejandra Pizarnik al final de la biografía de una sexópata y asesina serial del Medioevo, "la libertad absoluta de la criatura humana es horrible". Se entiende que una frase como esa resulte incómoda a oídos liberales pero... ¿por qué habría de serlo para el pensamiento crítico con propósitos emancipatorios? Que lance la primera piedra, digamos, quien –con el autoritarismo a que conducen el candor, el resultadismo impaciente o la simplificación– crea que ha barrido de sí, por completo, hasta el último vestigio de violencia héteronormativa, racista o de clase (o que crea que de seguro podrá hacerlo antes del final de sus días); quien se crea estúpidamente, en fin, con el derecho o el deber redentorista de exigir a les otres que de una vez ´se deconstruyan´ o que inicien, apuren o completen tales o cuales transiciones.
Por supuesto (y en consonancia con los argumentos de Harwicz y con los de Freud), la frase de Pizarnik es la base del "malestar en la cultura" pero al mismo tiempo lo es de la vida civil, digamos: sería insensato dejar librado el discurrir de lo social a esas subjetividades vapuleadas por sus insuprimibles servidumbres hacia lo pulsional. Al mismo tiempo, sería igual de desatinado ignorar el poder ominoso y fatal de esa condición y sostener en consecuencia que el horror puede ser no solo mantenido a raya sino, más, completamente destituido por las voluntades aunadas de unes sujetes ideológica y políticamente ya esclarecides o deconstruides. Pues bien: el conocido, sencillo y contundente argumento que nos recordaba Harwicz dice que la literatura y las artes son uno de los raros lugares donde nos permitimos –sin consecuencias criminales–- dar rienda suelta a todas las turbulencias criminales, deleznables o siniestras que en verdad nos atraviesan. Pienso también en varias de las intervenciones polémicas de Alexandra Kohan en estos años, porque se trata de una tesis que tiene ribetes terapéuticos y pedagógicos. Terapéuticos: parece que está más lejos de los más siniestros crímenes contra el otro y su cuerpo, quien hubiese tenido la fantasía más o menos onírica de cometerlos que quien no. Luego, "literatura" es el relato de un "héroe" de novela que –por decir– viola, asesina, se guisa y se come a un niño. Simplificando mucho las cosas, digamos: en la literatura argentina, "El niño proletario" de Osvaldo Lamborghini y todas sus variantes, parientes y reverberaciones futuras (vg. las novelas de Harwicz). Aunque podríamos conjeturar que el colmo lo alcanzan más bien ficciones como la de Agota Kristof, que en la trilogía de Claus y Lucas nos trastorna de las maneras más extremas porque lo intolerable y violento de su invención es lo mismo que nos conmueve y nos cautiva. También ribetes pedagógicos, dijimos: cuando da letra y "carnadura" imaginaria a esas voces atroces y a ese destrozo de cuerpos y de vidas, la literatura nos enseña o nos recuerda lo que cualquiera de nosotres, todes, somos, hemos sido o podemos volver a ser a la vuelta del día o de la esquina. Lo que llamamos literatura nos confronta con la desubjetivación y la incertidumbre irremediables cuando ejecuta y nos deja activadas para siempre “no una simple afirmación sino un millar de posibilidades”. En Claus y Lucas, con una maestría artística colosal, Kristof lleva la multiplicidad de la novela hasta posibilidades antes inexistentes, sobre todo en la narcótica arquitectura de la trama, en la infinidad indecidible de los sucesos narrados, en las mutaciones incalculables de las identidades de los personajes, que componen –en un millar abierto de variantes– un tratado del dolor, de la pérdida y de la inmensa tristeza del mundo. Con el recurso contable de una, dos o tres estrellas, la civilización, la cultura o la sociedad tolera, asimila y califica casi todo, pero nada puede en cambio contra lo múltiple irreductible a lo Uno, es decir con la falla de la condición humana sacada, como evidencia cegadora, a la luz. En ese sentido, la trama fractal y alucinatoria de la trilogía novelística de Kristof –como la declaración de Woolf–- es beckettiana: fracasá otra vez, fracasá de nuevo, fracasá mejor.
Como tanta gente, uno no sabe vivir sin algún ejercicio de la política, que es anhelo de un sentido compartido que se aglutine y se realice aunque sea una breve temporada, pero eso que llamamos arte o literatura nos impide anclar sin resto en tal ilusión comunicativa, aún a sabiendas de su necesidad práctica. Cassin cita a Hannah Arendt, cuando en su Diario filosófico vincula la diversidad plural de las lenguas con “la equivocidad vacilante del mundo”, ese mismo tambaleo proliferante e indeciso de sentidos que la ironía de Virginia Woolf aleja de “los hechos” y reserva para “la ficción”. Lo que hay en las tres (Cassin, Arendt, Woolf) es una filosofía de la indeterminación y de lo indecidible que involucra, juntas, las palabras y las cosas.
(Actualización mayo – julio 2023/ BazarAmericano)