diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Leí que según Ingeborg Bachmann, “cuando se escribe, por lo único que realmente tiene sentido esforzarse es por el lenguaje”, y recordé a Barthes cuando dice que escritor es quien “trabaja su lenguaje”. Por supuesto, el ejemplo o más bien la Antonomasia de Barthes es Flaubert que “llevó adelante ese trabajo de una manera demente” –dice-, un trabajo de la forma que “corresponde a la categoría de lo atroz”: “un sacrificio total y obstinado, por parte del que escribe". ¿No será mucho? ¿Demente, atroz, total?
En Barthes hay un oficio que no cualquier pescador maneja: agrandar el pescado con estilo (con "gracia" dice Alberto Giordano), incluso si el lector se da cuenta (como cuando te baten un piropo que sabés inmerecido pero igual te halaga: se sabe que hay un tipo de mentirita un poco adulona que no daña y divierte, gratifica y sienta bien a las dos partes, la que piropea y la piropeada). Barthes le subía el precio a lo que vendiese, y todos comprábamos contentos. Lo que quiero decir es que Barthes tiene un gusto festivo, infanto-juvenil y constante por hacer de sus pasiones héroes de epopeya, dignidades imperiales o incluso casi divinas: la Escritura, la Retórica, la Semiología, la Literatura son en la obra de Barthes heroínas épicas que bailan entre ellas un minué donde cada una a su turno lo son todo, lo son todo en todos como dice Pablo de Tarso (I Corintios 15:28). Dios, o casi. Están desde siempre en todas partes, todo lo abarcan, todo lo saben. Por eso Barthes amaba tanto a Bouvard y Pécuchet pero, más que a nadie, amaba a Jules Verne y a su Capitán Nemo comandando el Nautilus. Barthes adoraba los mundos bazar, los mundos feria de pulgas, repletos de chucherías y tesoros, de joyas y bagatelas, de piezas sueltas de máquinas o de muñecos, “Las láminas de la Enciclopedia”. Hay un aire de familia entre algún Barthes y el mundo que inventó María Negroni rejuntando cosas de Silvina Ocampo y de tantos otros artistas raros y más o menos de culto.
Barthes amaba la polémica (que agigantaba como "guerra"), pero más que nada amaba el juego. Por supuesto que en Barthes hay melancolías varias y bajones diversos, pero muy a menudo hay diversión, fiesta, petardos (hace añares un amigo escribió con acierto sobre esta gracia de Barthes, que para este amigo era defecto, como de una "aventura de fogueo"). Hiperbólico por aumento, por "auxesis", diría él mismo. Barthes es el Milton de la crítica literaria pero antes de la pérdida del paraíso o después de su recuperación imposible.
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Imagino una timba nerd improbable donde hubiese que apostar si Barthes tuvo realmente alguna idea poderosa, alguna tesis de impacto importante y prolongado en los estudios sobre literatura, lenguaje o publicidades de tallarines… (me dicen: el efecto de realidad –está bien–; o aquello de la muerte del autor –puede ser). Pero me temo más bien que la principal empresa de toda su vida fue un performativo descarado: casi sin meterse con la poesía (que se las daba de transmundana hacía rato), le actuó a la literatura un tamaño desproporcionado, un poder que –como tal–conviene disfrutar pero mantener bajo sospecha, y logró en efecto –por lo menos por unas cuantas décadas y en territorios universitarios considerables– agrandarla nomás. También es cierto que lo hizo en una época en que dominaba –o faltaba mucho para que se desintegrase del todo– la creencia en que la literatura era una de las armas de la transformación del mundo. Pero como sea, lo hizo, en eso no vale quitarle mérito ni lustre.
Sea o no dislate, lo anterior se me ocurrió tras releer a Judith Podlubne cuando razona los fastidios del aguafiestas de Paul De Man contra Barthes. Judith deschava bien la distancia entre el rigorismo eruditista de De Man, su fastidio docto, y esa tentación de todólogo que en Barthes fue a la vez virtud y carencia (un día –después se me pasó– se me ocurrió que, de haberlo conocido, a Barthes le hubiese gustado secretamente parecerse a Horacio González).
No sé si González mencionó mucho a Barthes, pero seguro él no perteneció a los círculos sociosemioticistas locales que no mucho más acá de los 80 frecuentaron sus escritos funcionales: publicidad, espectáculos deportivos, hábitos y costumbres, best-sellers de aeropuerto. Pero los estudios barthesianos le deben mucho a la crítica literaria argentina: ahí están los libros de Alberto Giordano, José Luis De Diego, David Fiel, ensayos o prólogos de Link o de Sarlo, compilaciones varias como las de 2015... O los trabajos de Gabriela Simón (me gusta Las semiologías de Roland Barthes, pero me puede esa bandeja interminable de golosinas titulada El vocabulario de Roland Barthes, que a su modo es otro Barthes por Barthes: en 180 páginas que van de "alfabeto" a "zen", Gabriela organiza entradas que son cadenas de citas de Barthes para cada palabra clave de Barthes, con la notación servicial de la procedencia de cada fragmento.
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Susan Sontag no se bancaba que Barthes leyese poco y casi exclusivamente en francés, y lo mandó al frente en una evocación cariñosa y taimada (nosotros sabemos bien eso porque parece que Barthes no leyó a Borges y, según Sarlo, porque no quiso nomás).
Lo que casi siempre le salía muy bien a Barthes era escribir. No hace mucho empecé una antología de citas de fealdades de la prosa de Derrida: no terminan nunca, son muchísimas, realmente escribía horrible: ¿alguien sabe si se le discutió a Derrida por qué escribía tan feo? No me refiero a su enemistad con el modus ponens ni al intriguismo anti conceptual pasado de coquetería (como se dice “pasado de merca”). O sea, los motivos de su escritura hiper-metaforizada, esquiva a la explicación, o de su prosa vanguardizada ("La diseminación", "Glas"), o las comprensibles razones filosóficas de su compulsión a provocar… todo eso lo dejó claro y lo entiendo. Ya sé que muchísimos le dijeron que era un farsante o un tramposo en términos filosóficos o comunicativos. No pienso eso (Derrida fue un genio) ni me refiero a eso. Lo que me pregunto es si nadie le dijo "che, Jacques, tus tesis, tus ideas están buenísimas… pero tus símiles, tus metáforas, los fraseos de tu sintaxis, los inventos poetiformes de tus libros... son horribles. No insistas con la literatura, no es lo tuyo".
Perogrullo: escribir a lo Barthes, alcanzar el efecto Barthes… y, no cualquiera. Y de eso no puede decirse mucho: la biografía de Barthes es completamente inútil para explicar eso, como lo es la de cualquier escritor notable. Tengo en mente los casos de muchos amigos talentosos que escribieron libros estupendos, pero que insistieron, en entrevistas, con la motivación autobiográfica, que es un recurso periodístico muy a mano, claro: en los días en que escribí el libro me estaba divorciando, o me estaba yendo del país con una beca a… (pero no se fue a Borneo, ni a Alaska ni a El Cairo, eh). Pero a los protagonistas se les hace muy difícil notarlo porque es una idea llamativamente legitimada: el autor ha muerto… menos si es crítico literario. La idea de que la crítica es una forma de la autobiografía se la escuché por primera vez, hace mucho, a Enrique Pezzoni, y desde aquel día sigue sonándome errónea cada vez que reaparece. Proyecto (de esos que uno solo formula porque no cuesta nada, pero nunca prosperan): escribir un panfleto inapelable contra la autocelebración de la crítica como escritura cuya potencia residiría en una mera casuística, la de la autobiografía del crítico, como si la fuerza de los escritos firmados por Steiner estuviese en la auto-bio-grafía de Steiner (y donde dice Steiner póngase incluso Benjamin o Auberbach, o Barthes, o Raymond Williams, y así –a propósito, Martin Jay mostró cómo Williams había agrandado el pescado de la importancia de su autobiografía para entender sus ideas–). Lo que esos escritos críticos o teóricos tengan de efectuación por ejercicio del pensar, se hace presente precisamente siempre que –en cambio– lo autobiográfico ha cedido a otra cosa o donde –para dicha del lector que elige leer filosofía, crítica, pensar escrito– nunca se ha presentado. Hay estirpes de lectores, que podrían clasificarse según sus limitaciones: una de las mías es la autobiografía de escritores (¿cómo alguien puede suponer que la vida de Martínez Estrada o la de Barthes es tanto o más digna de ser novelada que la de Winston Churchill, por decir? Cosa de ñoños, pero en fin: ya sé que cada cual se da manija con lo que le parezca o, más bien, con eso que –nadie sabrá nunca por qué– lo cautiva). Aunque agregaría que hubo un Barthes que se refirió alguna vez a “los parientes pobres de la novela”.
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Hay un linaje fetichista de críticos literarios que usamos los libros de Barthes como esos protestantes o evangelistas (o místicos o psicóticos) que abren la Biblia por donde sea, como al azar, como quien consulta el I-Ching, y leen:
“Una verdad corriente (´endoxa´ puramente literaria que la “vida” desmiente a cada instante) quiere que haya un nexo obligatorio entre la belleza y el amor (´verla tan bella es adorarla´). Este nexo extrae su fuerza de lo siguiente: el amor (novelesco), en sí mismo codificado, debe apoyarse en un código ´seguro´; la belleza se lo proporciona, no porque, como se ha visto ya, este código pueda fundarse en rasgos referenciales: la belleza no puede describirse (sino por adiciones y tautologías); no tiene referente, pero no carece de referencias (Venus, la hija del sultán, las vírgenes de Rafael, etc.), y es esta abundancia de autoridades, esta herencia de escrituras, esta anterioridad de modelos, lo que hace de la belleza un código seguro; en consecuencia, el amor que funda esta belleza cae bajo las reglas ´naturales´ de la cultura […], se crea una circularidad; la belleza obliga a amar, pero también lo que amo es fatalmente bello” (S/Z, “LXI. La prueba narcisista”).
Novelas como La balada del café triste de Carson McCullers –la más increíble versión que yo conozca, y una extrema, del tópico de la bella y la bestia… o del bello y el bestia, y en triángulo– o Endurig Love de Ian McEwan, confirman por anomalía o excepción lo que dice Barthes; funcionan porque pasa lo contrario o algo ajeno a lo que el código seguro nos puso a esperar. Por eso Barthes nunca abandonó la convicción juvenil y vanguardista de que la literatura que merezca el nombre de tal, siempre “hiere” algo, y ese algo está en la Cultura, es una sinécdoque o una parcela de la cultura misma –que es la Lengua como “hilo”, como orden: clasificación y conminación, cada cosa y cada palabra en su sitio. Es decir, lo que la literatura perturba o desconoce sería la propiedad: lo propio y lo apropiado como suelo de lo común. Yo diría que Barthes entendió bien (o escribió muchas veces su propia versión) del enigma de Citizen Kane. Me refiero a la fascinación de Barthes por los objetos (que Juliana Regis ha estudiado con aguda y amorosa inteligencia) y a la importancia teórica o crítica que entonces Barthes quiso dar a los objetos, y que por supuesto casi un siglo de psicoanálisis parecía avalar: objetos que “aseguran a la obra su grado de credibilidad, no realista, sino onírica” y movilizan todo lo que la literatura tenga de “excitante”, de “verdaderamente viva”. El velo cegador en el asesinato de Agamenón, las antorchas en el amor de Nerón, el cesto de vituallas en la humillación de Bola de Sebo. Una persiana, un insecto, un helado, el color de los automóviles, aquel barómetro, un juguete. En cada uno de esos objetos que desatan literatura se va al demonio el principio de no contradicción, porque son –anota Barthes– como “el recuerdo de un niño, en el que, por encima de todas las jerarquías aprendidas y los sentidos impuestos (del tipo “verdad del corazón humano”), brilla el resplandor del accesorio esencial”.
(Actualización mayo – junio 2022/ BazarAmericano)