diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Editora

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Osvaldo Aguirre
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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Ulises Cremonte
/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Diseño

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Exterior
¿Qué se puede hacer, salvo ver películas?

                                                                                                                                                                                                                                           A George Harrison, víctima de la espera


El año en que me tocó asistir a la catequesis para tomar luego la comunión, mi madre, en una muestra de la heterodoxia que suelen adoptar los católicos no practicantes (quienes, en el fondo, creen en dios), me dio su versión del infierno. “Yo no creo –recuerdo que dijo– en esa imagen clásica del infierno como un lugar de tormento y fuego; para mí el infierno es un lugar donde uno siempre está esperando algo, aunque no sepa bien qué”. De acuerdo a esa visión acaso piadosa, la vida del inmigrante tiene algo de infernal: no una pesadilla ni el horror explícito, sino la incertidumbre de lo que no llega y, en el proceso de su demora, se desdibuja en el aire hasta deshacerse (aunque nunca por completo).

 

***

 

De vuelta en Copenhague, espero la aprobación de nuevos papeles: un trámite con un tiempo de espera de tres meses, según la información oficial, que, debido a las esperables tardanzas causadas por la pandemia, puede extenderse hasta los cinco meses. Mientras tanto no estoy autorizado a hacer absolutamente nada. Es en estos momentos cuando se aprecia en qué medida el trabajo organiza el tiempo. O, al menos, le da un sentido, haciéndolo girar sobre sí mismo en torno al concepto de productividad para que, quiérase o no, avance. La espera por los papeles hace ingresar la vida cotidiana en ese estado de incertidumbre difusa que mencionaba antes, mucho más acá del horror, pero al borde del mismo. Esto ya se ha dicho: si Kafka es el gran escritor del espanto burocrático es porque entiende como pocos el desasosiego de la demora, la dilación infinita en la cual las cosas se desarman, los conceptos se derriten y pierden sentido. En Suecia esperé cuatro meses por un papel que nunca llegó, pero jamás me habría enterado de que mi solicitud había sido rechazada si no me hubiese acercado yo mismo a preguntar qué había sido de ella. 

 

***

 

Mientras tanto, de a poco, comienzo a incorporar, con las dificultades propias de un oído del que ya no puede decirse que sea joven, los rudimentos del danés. Hay, como hubo antes con el inglés, un desplazamiento temporal entre el pensamiento y la palabra: no coinciden. Y, a la vez, hay algo que parece colarse a través de una barrera gruesa de tiempo cuando, de una masa de sonido oída al pasar, se desprende una partícula de sentido y llega a este lado. Sin embargo no se trata de ningún modo de dos sustancias distintas que eventualmente acabarán por fundirse en competencia lingüística. Una misma identidad fluye entre los dos lados y es eso mismo lo que complica la tarea mecánica de emitir sonidos extraños. Un ejemplo: Harald Blåtand fue el rey que en el siglo X introdujo el catolicismo en Dinamarca. Por haber sido un nexo tan importante es que su nombre fue elegido para denominar una de las herramientas de vinculación más utilizadas en el presente: Bluetooth traduce literalmente el nombre de blå (azul) tand (diente). Esta cercanía tanto fónica como semántica, que se da en una enorme cantidad de casos, suele empujar la pronunciación del estudiante de danés hacia el inglés, como una fuerza gravitacional fatal. (Los ejemplos son incontables: død-dead, brød-bread, hus-house, etc.). Es una experiencia frustrante: aunque uno no quiera, aunque sepa bien lo que está ocurriendo, no puede evitarlo. 

 

***

 

El tiempo se hace matándolo. En este tiempo muerto leo, escucho música, limpio la casa, cocino. Escribo, también, aunque mucho menos que cuando trabajaba. A la mañana suelo levantarme con una canción en la cabeza que necesito escuchar de inmediato mientras hago café para A., que ya se va a trabajar. Estas últimas semanas se me ha aparecido más de una vez My sweet Lord, canción que, según leo por ahí, George Harrison comenzó a componer en diciembre de 1969 durante una estadía de tres noches en el Falkoner Theatre de Copenhague. Se trata de un tema folk en el que Harrison se dirige a dios encarnando el gran tópico del enamorado sufriente a la espera de una prenda de amor de la amada: “I really want to be with you/ but it takes so long, my Lord”. Pero el Señor es una dama desdeñosa que se hace desear, demora y posterga la prueba. No obstante, es en la intención de acercamiento –ya que el acercamiento mismo se dilata para siempre– que el creyente/amante Harrison se eleva (porque hay, efectivamente, elevación: de mi a fa, ¡todo un tono!) y se transporta (del cristianismo góspel al hinduismo). Se busca a la amada en cada refugio, Harrison acecha la casa del Señor en donde sea que ésta pueda estar. “Quería demostrar que aleluya y hare Krishna significan lo mismo”, dijo luego Harrison en alguna entrevista. Pero en última instancia no hay concreción: la canción no resuelve, queda suspendida en una tensión tortuosa (ida y vuelta de sol menor sostenido a do sostenido) que la apresa repitiéndose en loop hasta desaparecer en fade, sin regresar nunca a un tono que distienda en alguna dirección la melodía (no digamos ya la tónica).

 

***

 

La decepción que me produjo Trainspotting 2 se debió menos a la calidad de la película, que lejos está de ser mala, que a lo que ésta no es. Es decir (y esto quiero decirlo aunque sea –o precisamente porque es– una obviedad) que Trainspotting 2 no es Trainspotting. Hay un gesto de retorno que se señala a sí mismo como imposible, toda la película va de eso. Danny Boyle lo sabía muy bien y jugó a favor de esa decepción. El arma secreta de su apuesta por el desencanto es la música, fundamentalmente dos canciones (o lo que queda de ellas) que habían quedado sonando de la primera película: por un lado, Lust for life, con la voz de guitarra eléctrica de Iggy Pop machacando sobre los bombos; por el otro, la paranoia etérea de Born slippy como un fantasma electrónico. En Trainspotting 2 ambos temas aparecen como insinuaciones que nunca se concretan. No son restos sino falsos anuncios. Los bombos de Lust for life se repiten en soledad al infinito, los sintetizadores de Born slippy parecen anunciar la entrada de la voz de un momento a otro, pero en ningún caso la promesa se cumple. Lo que queda es una suspensión, una demora que se alarga y nunca termina de no concretarse. Algo parecido ocurre con la versión de Canción para mi muerte que Charly García pone como bonus track al final de Piano bar: donde antes entraban esas vocecitas, delgadas como una flauta, para tararear el clímax que subía hasta llegar a un sol altísimo, ahora aparece, después de un silencio total con una duración de tres pulsos, un saxo que llega al sol, pero bajando. Es el remedo de una voz. El corazón, con su idealismo naif, ha sido removido. La espera y la expectativa, que la idea del retorno esboza, nunca se resuelven.

 

***

 

La semana que viene (2/11) Rachel Cusk va a estar en la Kongelige Bibliotek (la Real Biblioteca de Copenague), donde en 2019 vi con Anita a Siri Hustvedt en conversación con un entrevistador olvidable. Esta vez, por suerte, será otra entrevistadora, y dado que Cusk es una de los autores que este año he leído con mayor entusiasmo (fundamentalmente Despojos), saqué las entradas con anticipación. En ocasión de la traducción de sus obras al danés, la autora viene a presentar A life´s work. On becoming a mother, libro del 2001 que recién se publicó en Dinamarca el año pasado, donde escribe el duelo por su vida previa a convertirse en madre. Su prosa está tensada por las dos dimensiones simultáneas e irreconciliables en que el nacimiento de su hija vino a partir su vida: la de un amor desbordante como no había experimentado jamás, para el cual no existen mapas, y la del profundo odio en que la sume el suplicio de la tiranía de su bebé. La escritura de Cusk tiene una cualidad deslumbrante, iluminada (éste es mi mejor intento de no caer en el facilongo “luminosa”): cada oración está construida pulcramente, cada adjetivo, seleccionado con precisión química. Las metáforas se integran de forma tan orgánica que es como ver a la prosa en pleno proceso de metamorfosis, regresando luego a su tersura original. Es, por momentos, abrumador. La lectura del libro de Cusk, que A. y yo emprendimos al enterarnos de que íbamos a ver a la autora, nos lleva a cuestionarnos la más o menos precisa intención de, en cierta línea del futuro, convertirnos en padres nosotros mismos. Nos promete para ese proyecto un paisaje de espanto donde el amor no es consuelo sino otro ingrediente problemático. Me pregunto entonces cuánto resta para que nos internemos en ese territorio desconocido y siento que el tiempo funciona de una forma ilógica: no transcurre hasta que, de pronto, ya se pasó. ¿Dónde quedó el año que vivimos en Suecia? ¿Dónde están los meses de espera en Monte Hermoso, aislado por las restricciones pandémicas? Esto me lleva a interesarme por la imagen (tan cliché) del reloj de arena, en especial por la parte que representa al presente. Si en un reloj de agujas parece que el tiempo ha sido aplanado en un disco cuyas partes no se corresponden con nada hasta que una aguja las señala, en el otro hay claramente un compartimento para el futuro (la burbuja superior) y otro para el pasado (la burbuja inferior), mientras que el presente es apenas la apertura mínima entre ambos, el lugar de pasaje. O mejor: el presente sería sólo el momento en que un grano de arena se ubica, suspendido en el aire, en el centro exacto de la apertura. Un microsegundo antes es futuro, un microsegundo más tarde ya es pasado.  

 

(Actualización diciembre 2021 – febrero 2022/ BazarAmericano)


 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646