diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Qué le vamos a hacer: más orden digital, más caos analógico. Los archivos intangibles se someten a lógicas taxonómicas discutibles pero al fin rastreables y, de última, dóciles al escaneo del baqueano electrónico. Del otro lado, viejas cartas ya amarillentas y fotos descoloridas en álbumes desencajados. Mucho des-. Cajones al tope, estantes abarrotados. Si el azar desprende alguno de estos testigos del pasado y lo deja a la vista, chau: cómo no tomar el camino que lleva a abandonar la tarea y entregarse al régimen (¡libre!) de la dispersión, a la aventura del reconocimiento, la sospecha o la conjetura.
Ahí vamos. La mujer y la nena –riguroso blanco y negro impuesto por la distribución de los haluros de plata en la gelatina– se presentan endomingadas sobre el fondo de la hilera de casas. Row houses, terraced houses. De inmediato, mi registro visual las colorea de marrón y, por efecto colateral, la piel de ambas se aviva de melanina, brillo, matiz.
Podría ser Liverpool. Yendo más lejos, Penny Lane, donde bajo azules cielos suburbanos un bombero atesora un reloj de arena. Pero Liverpool no está ni en mis ojos ni en mis oídos. ¿Dublin? Tampoco intersecta la historia familiar, aunque un poco más arriba, por los pagos de Maghera, Mid-Ulster, tenemos la infancia de P Z, tan irlandés y tan andino con su charango virtuoso. En un recreo, tras la clase de genealogía, los chicos de la escuela le dedicaron un cruel sonsonete, con la afrenta You’ve born in Argentina, you’ve born in Argentina. Pero no es el caso: no vinculo nada de esto con el dúo iluminado por la luz otoñal de las 4 p.m. sobre el escenario de las casitas adosadas. Voy, más bien, por el otro lado del océano, hacia la costa este. Boston no. Tampoco Baltimore. Ni Philadelphia. ¿Brooklyn? Tomo una decisión: tiene que ser Manhattan o, mejor, Qeens.
Sabré, después, que he estado haciendo trampas. Es que tenía que colocar la foto en una serie, y la que estaba más a mi alcance era la infancia neoyorquina de D. La mujer a su lado, entonces, morocha, cálida, no podía no ser la riojana E, madre sustituta, fuente constante de afecto desde que la madre biológica, permeable a las más heterogéneas corrientes místicas orientalistas que tan mal conectaron con su temperamento y su experiencia, comenzó a extraviarse. Sociable, vital, pícara, brava, tímida, D solía pedir a E, en el parque, cerca de unos chicos que corrían: “Deciles to play conmigo”. Uno de los tantos recuerdos ajenos (de ella), que se me han alojado como propios.
Situar la imagen en ese lugar suponía fecharla en los primeros cincuenta. Y la fotógrafa Rachel Martin, desde Austin, poniendo en acción una refinadísima semiología para la que todo detalle habla, me saca del error. Así y todo, no estuve tan lejos, porque aunque Rachel insiste en que el sol de esa tarde corresponde a los tiempos de la Segunda Guerra, admite que podría ser hacia el final de la contienda, en 1945. El pliegue en una media de seda de la mujer, el largo de su vestido, el modelo y el cierre “beso” de su cartera, el ramillete junto a la solapa de su abrigo, el prendedor de la chiquita. Sabemos que, para precisar una data, el estilo de indumentaria marca un no-antes, pero no impide un después, según épocas y tendencias, recursos y clase social, berretines particulares.
Ahora bien, si no son D y E, ¿quiénes? Acepto los desafíos, y no me parece digno resolver este espiando el reverso. Eso, suponiendo que allí resida la clave en una inscripción, algo dudoso teniendo en cuenta la fallida confianza que somos propensos a poner en la permanencia, en nuestro depósito mental, de todos los presentes efímeros. Pasa el tiempo y lamentamos la ya irremediable falta de anotación.
Voy por más a la caja de donde –creo– se deslizó la fotografía, para verificar coincidencias o contrastes. D sola, en sus cinco años, en el parque junto al edificio de Parkway Village, en Queens: de ahí mi automática localización de la primera escena en el distrito al que pertenece Briarwoods, el barrio que las Naciones Unidas levantaron, apenas constituidas, para instalar a su personal y al de las delegaciones de todo el mundo. Resultó una cuna del progresismo norteamericano de la segunda mitad del siglo, de la tolerancia y la antidiscriminación –también de sus equívocos. La previsible dispersión de sus primeros residentes pudo disolver esa comunidad, pero expandió su espíritu en múltiples direcciones.
El peinado de D es primoroso, con el pelo tirante dividido al medio y sujetado por hebillas con moño. Sostiene en su diestra algo como una semilla de diente de león (¿nos entendemos mejor si digo “panadero”?) y parece hablarle. Tiempos casi felices en los que la convivencia familiar aun no ha estallado. D con E y su pequeña hermanita, un día frío, en la entrada de un gran edificio en Manhattan. Las tres y la madre, elegante y seductora, en un sendero de Briarwoods. Aquí, y en otras, siempre me está faltando alguien. Desearía que el ausente fuera quien sostiene la cámara.
Vuelvo a la fuente de la confusión. Más allá de los indicios cronológicos, me pregunto cómo pude perderme con los personajes. Claro: las edades, el presumible emplazamiento de la hilera de casas. D tenía la cara redonda, pero no tanto como la polaquita de la primera foto. La mujer (¿una madre algo mayor, una abuela joven?), aunque morena, tiene rasgos más europeos que la belleza aindiada de E. Qué fácil, después del peritaje de Rachel, discernir etnicidades y traer a colación la mezcla de españoles, criollos viejos, indios, italianos y franceses en los orígenes de D. Nada de eso había acudido cuando el sorpresivo hallazgo, y anduve a tientas.
Otro dúo en pose. Es D, con su abuela paterna, ambas apoyando las manos, a la izquierda, en los eslabones de una cadena que delimita espacios en el rellano de una gran escalinata con balaustrada, en cuyo fondo, abajo, se divisa una fuente con grupo escultórico, un parque, autos estacionados. D luce otro vestido, un lindo abrigo, un sombrerito. Severa, M ha exhumado de su ropero antigua ropa de invierno (¡estoy oliendo la naftalina!), que en otro tiempo le habrá calzado mejor. Por el diseño de los automóviles, la escena no puede ser anterior a 1951 o 1952, y además, calculando la edad de D, podría fecharse incluso en 1953. Me resulta difícil ubicarla: ¿Rosario, Buenos Aires, Adrogué (Las Delicias), Nueva York? Me impresiona la disociación de cuerpos y ánimos. No hay, aquí, ninguna corriente de afecto. Temo contaminar mi mirada con lo que sé de la historia familiar: porque M habría de manifestar la misma frialdad –me consta– un cuarto de siglo después, con su bisnieta I. Necesito restablecer la distancia y recurro, de nuevo, a Rachel. Copio (traduzco) la parte correspondiente de su correo: “El lenguaje corporal de la abuela no es protector ni afectuoso, y la niña no se apoya amorosamente contra ella”. Ya está. El sesgo de mi subjetividad ha quedado a salvo.
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Nunca estuve ahí. Reconstruyo. Hago lo que puedo. Lleno los huecos. Invento. Repongo. Corrijo. Tacho. Sobreimprimo. Reformulo. Tramo. Enredo.
Complejo de experiencias, relatos, silencios, cosas a medio decir, sueños, la memoria es indagadora, soberana, porosa, creativa, indomable. ¿Cómo se sometería a una política? ¿Y a cuál? ¿Cómo se pasaría de lo individual a lo social? ¿Y cómo sería procesada desde el estado? ¿Cómo sería enseñada: mostrada, transmitida? ¿Se focalizaría en su materia, en su método, en su consistencia?
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Evidente, ya, que no tengo manera de saber quiénes son la primera mujer y la niña a su lado, qué piensan, adónde van, y sobre todo, qué hace su registro fotográfico entre mis cosas. Ahora sí, entonces, sin inhibiciones, volteo la foto. En el centro, un sello: From the Snapshot Bowl of David Raymond. Arriba y abajo, en tinta azul, con mi letra: “Personal histories in a pile. To be taken and left, C. Borges, Curadora: Virginia Fabri, marzo 2011”.
Con esas piezas, el rasti se va encastrando. Revelado el misterio, mi margen de invención es estrecho. La crónica muestra dos extremos de una trayectoria: en uno, la foto de las row houses yace indiferenciada en una pila, en el museo; en el otro, asoma de pronto entre mis papeles. Después, un intento, no del todo fracasado, de desandar la marcha.
Han pasado diez años desde que la muestra itinerante Other People’s Images, de David Raymond, hizo escala, como “Las imágenes de los otros”, en el Centro Cultural Borges de las Galerías Pacífico, cuyas napas edilicias superponen, en la ciudad ¡y en la memoria!, Au Bon Marché, el Museo de Bellas Artes y la Academia, Ferrocarriles Argentinos, todo bajo los murales de Spilimbergo, Berni, Urruchúa, Castagnino, Colmeiro Guimarás.
“Historias personales en un montón” era una instalación, la parte interactiva de la muestra. El cartel, afín al de ciertas bibliotecas circulantes callejeras, permitía sacar e invitaba a poner, propiciando el intercambio: “Para tomar y dejar”. Uno husmeaba en las vidas ajenas, pero, ateniéndose al pacto, podía aportar a la pila un retazo de la propia, para que fuera objeto de la curiosidad de los otros. Un tráfico de intimidades y alteridades, con ininterrumpidos cambios de función.
Al perder el hilo de la secuencia, intenté incorporar la imagen a una parte de mi historia familiar. Y al percibir los accidentes y las dificultades de la maniobra, revisé esa historia. Cumplí con creces, entiendo, la propuesta interactiva, salvo en la medida en que desatendí la contraparte: tomé, pero no dejé.
Había un montón de fotos, y yo elegí una. El malentendido posterior ilumina la elección inicial. La mujer desconocida y la niña que, con lasitud, toma su mano (esto no lo dije, ¿no?) me estaban llamando. Y respondí.
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Te debo una, Raymond. Si ves este melancólico apunte, o si algún amigo tuyo lo ve y puede oficiar de intermediario, te cuento. No tenía conmigo, en marzo de 2011, nada para dejar. Y ya no regresé, por un tiempo, a las Galerías Pacífico. A esta altura, creo que me he ganado la foto que llevé: ¿alguien, incluyendo las retratadas, el camarógrafo, la familia, el cartonero, el propio coleccionista, le habrá dedicado tanta atención como yo? De modo que en casa, otra vez en mi caos, ha encontrado otro entorno que compensa la falta del primero, del que no sabemos cómo ni por qué –solo lo imaginamos– habrá sido desgajada. El movimiento no cesa: pronto perderá su hábitat, y con caja y todo, encontrará uno distinto. O ninguno.
Te propongo enviarte otras, las de mi destripado álbum familiar, antes que emprenda su incierta deriva. Las escanearé para mí y te haré llegar, adonde me indiques, las copias primeras. Serán, así, imágenes de otros para quien las mire, que habrá de creerse, candoroso, uno y mismo.
Toda foto está ahí para recordarnos lo que hemos olvidado.
John Berger
Gracias:
Rachel Martin
Adriana Amante
(Actualización abril – mayo 2021/ BazarAmericano)