diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Yo tenía alrededor de diez años cuando en mi casa se decidió contratar un servicio de televisión satelital. En ese entonces no había muchos canales en el cable local (que sigue siendo el único proveedor de televisión por cable en Monte Hermoso), y como el que instalaba las antenas era amigo de la familia recibimos un mínimo descuento. Llegó un día, entonces, no muy temprano, en su camioneta gris, ploteada con el logo de la empresa en un costado y los perros salchicha en el asiento de atrás, y subió al techo a instalar la antena. Se pasó gran parte de la mañana ahí arriba, una mañana clarísima, sin nubes. Al terminar bajó, conectó un par de cables y colocó el aparato junto al televisor. Recuerdo el control remoto que nos dejó: alargado y lleno de módulos y distintos comandos, como una nave alienígena. Cientos de canales al alcance de la mano. Excepto cuando había tormenta. O un sol tórrido. O viento, o una lluviecita ligera. Es decir, cuando uno más quería ver televisión. Entonces la señal fallaba, la imagen se congelaba y la programación, casi ilimitada, desaparecía por completo. La explicación que ensayamos fue que todos esos factores estorbaban la transmisión de la señal que nos llegaba desde un satélite posicionado vaya uno a saber dónde. La consecuencia fue que pronto dimos de baja el servicio. La antena, sin embargo, aún continúa sobre el techo de la casa, aunque la casa ya no pertenece a mi familia.
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Aunque no duró mucho, fui el único de mi grupo de amigos con acceso a una grilla de canales tan extensa. Suena trivial, pero cuando uno crece como hijo único (o como un nene tonto, lo cual también fue mi caso) la televisión se vuelve una compañía invaluable. No me avergüenzo de confesar que durante gran parte de mi vida consideré que aparecer en televisión era la consagración definitiva, el hito que validaba todo lo que uno pudiese llegar a pensar, hacer o decir. En cualquier caso, por aquella época mis amigos y yo veíamos bastante animé, y con el nuevo aparato yo tenía acceso a muchas series que no salían en los pocos canales del cable local. Sin embargo, la televisión satelital me brindaba una posibilidad aún mejor en relación con mis amigos: la de cagarlos a bolazos (algo de lo que, de otro modo, yo era por completo incapaz). Así, podía contarles que en tal canal había encontrado una serie donde ocurrían tantas cosas como mi fantasía me dictara, inventar personajes y peripecias sin la necesidad de hacerme cargo de mis invenciones. Era la ficción perfecta: una en la que no tenía que asumir ninguna responsabilidad porque todo provenía del televisor (en ese entonces no había un Google que derogara al instante cualquier irrealidad). Toda idea que se me ocurriera se convertía automáticamente en un producto televisivo con su equipo de guionistas, dibujantes y hasta publicistas, sin el inconveniente de tener que rendir cuentas por la baja audiencia.
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El hábito de la invención no contradecía a los dispositivos de censura que mi educación moral había instalado en mí con respecto a la mentira. Y esto era así fundamentalmente porque esas invenciones, como ya dije, no llevaban firma alguna. De manera consecuente, durante mi truncada trayectoria como dibujante y cuando más tarde me pasé a la literatura, la plasticidad inventiva comenzó a escasear: así como no era capaz de mentir de forma descarada, tampoco podía hacerme responsable de nada que proviniera puramente de mi imaginación. Me habría gustado ser un nene mentiroso. El problema, pensaba yo, era que las mentiras se acumularían creando una bola que al fin acabaría por pincharse, derramando sobre mí el rechazo de todos aquellos que me viesen manchado con su contenido. Sí: era el miedo a ser catalogado como un mentiroso lo que me impedía disfrutar del antiguo deleite de la mentira. No se me ocurrió –nene tonto– que habría bastado con elaborar mentiras de mayor calidad, o evaluar los momentos adecuados para su uso y retacearlas el resto del tiempo. Hasta que apareció la posibilidad de poner sobre alguien o algo más la responsabilidad de mi imaginación. Pero no duró mucho: con el tiempo uno se pone serio.
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Vivo en Malmö desde noviembre. Trabajo en un café que queda a unos doscientos metros de mi casa, por lo que, durante la semana, es poco lo que me muevo por la ciudad. Menos aún, considerando que aún no conozco a casi nadie en esta ciudad –en este país–. Menos aún, considerando los tiempos extraños en que vivimos y los protocolos de distanciamiento a los que nos vemos obligados. En el café hablo con muchas personas, todas las que al ingresar en el local se convierten en clientes. Es mi trabajo resultar amistoso, o al menos agradable. Es fácil, pero es falso. Sólo me cuesta mantener conversaciones cuando se vuelven verdaderas. Es algo de lo que me percaté hace poco tiempo: no sé conversar. Cuando un diálogo amenaza con desmontar las máscaras con que enfrento a los extraños, algo en mí se traba, me pongo incómodo, hago silencios largos, me siento un imbécil. Y, sobre todo, pierdo interés: de pronto, todo lo que la otra persona me dice, así haya sido interesante hasta un momento antes, me resulta irritante, necesito que se calle de inmediato y hago todo lo posible por interrumpir el intercambio. En un lugar donde nadie me conoce, donde apenas existo y no tengo pasado, sería fácil moldear mi persona, mi carácter y mis hábitos a mi antojo como si se tratara de una figura de plastilina. Sin embargo aquel viejo miedo a mentir aún persiste, y ha evolucionado hasta convencerme de que todo aquello que yo diga será negado por lo que en realidad pasa en mi interior, que –estoy seguro– es visible a simple vista para cualquiera que se detenga apenas un momento ante mí.
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Escribo cosas. Cualquier cosa. No sé bien por qué. Me pregunto por qué escribimos, los que escribimos, cuando bien podríamos vivir sin hacerlo. ¿Cuándo bien podríamos vivir sin hacerlo? Y, ¿cómo? Me obstino en esto. Y, ya lo dije, mi inventiva escasea. Me pongo ambicioso y escribo cualquier porquería. Borro todo. Es sólo cuando no me lo tomo seriamente que puedo escribir algo. Jerry Seinfeld lo dijo mejor: “Importance is the worst thing to put on art, comedy, creativity of any kind. If you think this is important, you’re screwed before you write the first word”*. El momento en el que creo que lo que estoy escribiendo puede llegar a ser bueno es cuando todo se derrumba: mi cerebro se saltea un paso y se ubica ya en la línea de llegada, como si la cosa estuviese finalizada. Y cuando quiero poner manos a la obra, nada de lo que hago está a la altura de lo que mis expectativas fantasearon, como si pudieran inflamarse por sí solas. Más me sirve encarar la escritura como si se tratase de una fatalidad: nada de planes, proyectos o programas. Algo parecido a la mentira, aunque más difícil.
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Pienso todo el tiempo en escribir, hasta que me siento a hacerlo: entonces se me pasa y pienso en cualquier otra cosa; me levanto, me hago un café, pongo música, pierdo el tiempo. Me siento en el sillón y derivo en internet hasta que afuera está oscuro y tengo que prender las luces, no me di cuenta cuándo se fue la claridad. La idea de escribir quedó ahí atrás, más bien la resaca de una idea entre el ruido de lo banal, volviendo en oleadas que nunca llegan a la costa. Luego cocino, como, me duermo, me levanto y voy a trabajar. Así se repite la rutina de los días, y cuando tengo tiempo libre, el poco tiempo del que dispongo, no sé qué hacer conmigo. Soy un perro entrenado para matar abandonado en medio del desierto: el único cuerpo que encuentra para destrozar es el suyo. Ahora borro todo esto que acabo de escribir y me invento una vida fantástica, llena de proyectos, en la que mi consciencia híper controlada se pierde en una inercia irremediable hacia el futuro, como un hoyo oscuro que se traga todo vestigio de luz.
* Capítulo 8 de la cuarta temporada de Comedians in cars getting coffee (Lewis Black: At what point am I out from under?)
(Actualización abril – mayo 2021/ BazarAmericano)