diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Nada huele mal en Dinamarca. Por el contrario, todo aquello que pueda presumirse podrido es depositado rápidamente en su correspondiente cubo, de acuerdo a lo que el estricto sistema de separación de residuos indica. Ahora que el invierno ha llegado y Copenhague muestra su verdadera cara (o, al menos, la que yo proyectaba encontrarle), la térmica gélida contribuye a este clima de heladera que se desprende de la quietud danesa. Quietud incluso en el ajetreo de la hora pico en el centro de la ciudad, como si los que andan por la calle se tomaran el tiempo para estar apurados sin estorbarse. Los bordes ásperos de lo social donde el conflicto normalmente prende parecen haber sido limados a conciencia, o mejor, parecen ser sometidos día tras día a una concienzuda operación de pulido que los hace irradiar una calma paranoica, la cual encuentra su tono exacto en el inamovible gris plomizo que pende sobre todos nosotros. En este paisaje plano de bicicletas cruzándose bajo el polvo de lluvia (støvregn) se yergue “el país más feliz del mundo”. Voy a extrañar este lugar.
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Cuando llegué a Dinamarca no me sentía preparado para sostener una conversación en inglés. Un poco por falta de práctica en ese idioma que jamás me tomé el tiempo de estudiar de forma apropiada, otro poco porque mis inseguridades siempre terminan agigantando mis falencias. Eso, entre otras cosas, me hizo pensar que no tardaría más de dos o tres meses en emprender la vuelta a la Argentina. Por eso fue una suerte que la primera cita con A. se diera en el contexto de un recital: nos encontramos en la puerta unos minutos antes de que comenzara, nos presentamos con apenas las palabras justas, entramos y nos dedicamos a escuchar. Hubo una pausa en el medio en la que salimos a la calle y charlamos un poco, y luego volvimos a entrar. Tropecé en partes iguales con mi inglés duro como una tuerca oxidada y mis nervios, pero salí más o menos airoso y al final del evento nos despedimos con un abrazo. En lenguaje social danés: todo un éxito. Es que en esa época, al comunicarme, todavía había un pasaje del pensamiento, en español, a la palabra, en que tenía que traducir, y el apremio por hablar a una velocidad más o menos normal me hacía tardar aún más en esa operación de pensar en una lengua y articular en otra.
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En la casa en la que viví los primeros seis meses de mi tiempo en Copenhague se hablaba inglés por una cuestión de cortesía: a pesar de que éramos tres argentinos y un alemán que sabía español, la quinta inquilina, brasilera, no accedía a nuestras conversaciones. Pero cuando me quedaba solo con Teque –un cordobés increíble que bien podría ser un personaje salido de una novela de Puig– o Anita –mi siamesa, la pequeña niña genio que me arrastró a este país helado– mi cerebro descansaba de las capas de baño anglosajón que le aplicaba en el café al tener pequeñas conversaciones verdaderas con los clientes, intercaladas entre medio de las frases prefabricadas que tenía que repetir como mantras: “hi, what can I do for you?”, “do you want your coffee to stay or take-away?”, “have a nice day”. Con A. construimos una relación en una lengua que no es materna para ella ni para mí, un terreno intermedio donde podemos encontrarnos. Podríamos decir –precisamente en inglés–: we meet halfway. Para cuando hicimos nuestro primer viaje juntos (Sorrento, Positano, Capri, Roma) yo ya hablaba con mayor fluidez en inglés porque el pensamiento ocurría, precisamente, en esa misma lengua. Sin embargo, no tuve registro de esto hasta que comenzamos a hablar del lenguaje en sí.
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Hay otras cosas que nos acercan más allá, o a los costados, del puente lingüístico. A. escribe poesía y estudia literatura en la Universidad de Copenhague. Antes lo había hecho en Roskilde, pero dejó los estudios y ahora decidió retomarlos en la capital. Su recorrido por la Universidad, sus lecturas e intereses resuenan en los míos. Hablamos de eso. Le hablo sobre la situación política en Argentina y en Latinoamérica y ella me cuenta sobre las aisladas (aunque crecientes) manifestaciones de antisemitismo en Copenhague que se informan por la radio. Hasta aquí no hay problemas: el inglés va sobre rieles. Hablamos, luego, de los textos que lee para la Universidad; un poema, en particular, sobre el que debe escribir un ensayo. Lo traducimos entre ambos al inglés, para poder analizarlo mejor. El poema habla, de algún modo, del lenguaje: sus límites, sus bordes, aquello que cae afuera y las dificultades para expresarlo. Y es cuando la lengua se gira para mirarse a sí misma que comienzan los cortocircuitos. El pensamiento vuelve a ser en la lengua natal y nos limitamos a traducirnos, el uno al otro, en un inglés precarizado. Es como si toda la práctica de estos meses no hubiera servido de nada: para hablar sobre la lengua necesito pensar en español y ella, en danés. Nos preguntamos, entonces: ¿cuál en la lengua del lenguaje?
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La ventana nunca ha engañado
a nadie, en todo caso
muestra aquello que cae
fuera de su marco: la nieve en noviembre
en cuya estampa moteada es fácil
ver rostros envejecidos
cayendo al suelo
hacia su propia disolución, fácil
mientras permanecés adentro y contemplás
con la frente hirviendo, helada
y un lenguaje
que se demora en los detalles: una píldora
como un pequeño ojo ciego
descendiendo en un vaso de agua
Podrás decir que son cosas pequeñas
las que me retienen adentro el día de hoy
tales como la casi invisible diferencia
entre la muerte y la puerta*
Lars Skinnebach
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*En danés: døden (la muerte) y døren (la puerta).
(Actualización diciembre 2019 – febrero 2020)