diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Hay quienes escriben porque no pueden no hacerlo. Les brota, la escritura, como una pulsión imparable, casi tortuosa, ante la cual su voluntad queda anulada. Los he visto. Todos los días, al menos tres páginas de garabatos ilegibles, en letra apresurada: signitos que se atoran al salir, se agolpan, se amontonan sobre la hoja, entre tachaduras. No les alcanzan las manos para hacerlo más rápido. No es este mi caso, y en cierto punto los envidio. Mi relación con la escritura es, más bien, de empecinamiento: escribo, quizás, porque es lo que más me cuesta, casi como un ejercicio de resistencia. Pero que mi volumen de producción sea reducido no significa que la práctica de la escritura me resulte menos central. Todo lo contrario: proceso cada experiencia como motor de esa práctica, y este desfasaje entre voluntad y –digamos– capacidad produce una sensación constante de deuda. Una deuda hacia mí, hacia lo que tendría que haber ya escrito. Hace unos días leí en Facebook este pensamiento de un amigo: “Quisiera escribir más rápido de lo que escribo. Escribir como leo, digamos. De corrido. Sin retroceder. Salteándome cosas pero siempre para adelante”. Que no sea una lucha, agregaría.
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El viaje es también la decepción del viaje. Aquello que no se espera (porque ha quedado por debajo, o a los lados, o más acá de lo que se espera) es lo que acaba por habitar el espacio-tiempo del viaje, este exterior, vivir afuera, lo cotidiano todo raro y a la vez cotidiano al fin. Yo proyecté el fin de las trabas: un escenario en el que al fin la escritura manaría sola, sin esfuerzo, sin lucha, imantada por la maravilla de lo otro, todo lo que me iba a rodear en un espacio nuevo, liberado de mí mismo o de lo que yo mismo había cargado como una pátina sobre el mundo que me rodeaba antes del viaje. Y no fue así. No quiero escribir esto como una novela de aprendizaje, sino apenas como una nota en el cuaderno. Acaso sirva para un haiku.
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Como no escribía me compré una cámara. Una cámara analógica –acá no es caro conseguir una usada–. Siempre me resultó más atractiva la relación que se entabla con las imágenes impresas que con las virtuales: éstas me parecen fantasmas que se pierden o que se anulan en su proliferación. Encontré una Minolta XD-7 y me descargué un manual, porque nunca tomé un curso de fotografía. Cuando más o menos entendí cómo regular el tiempo de obturación y la apertura del objetivo, le cargué un rollo y empecé a sacar fotos. Aún no revelé nada, pero si encuentro algo rescatable en los cuatro rollos que completé hasta ahora podría compartirlo aquí mismo. Veremos. Lo bueno es que no hay presiones: se parece más bien a un juego. Lo noto incluso cuando escribo sobre la práctica de tomar fotografías: la escritura va como caminando, más tranquila, sin la pausa de la duda por la presión de alcanzar un cierto tono, es decir, cuando se persigue su propia cola –o cuando yo la persigo–. Digo: “empecé a sacar fotos como un juego”, y lo escribo también como un juego. Quizás es porque aún creo, con la ignorancia feliz de los principiantes, que las imágenes comportan una relación menos problemática con el mundo.
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A. me prestó On Photography, de Susan Sontag. Lo empecé a leer cuando empecé a sacar fotos. Ahí Sontag dice que “lo que se escribe sobre una persona o un evento es una franca interpretación, del mismo modo en que lo son las afirmaciones visuales hechas a mano, como las pinturas o los dibujos. Las fotografías, por su parte, no parecen ser afirmaciones acerca del mundo sino piezas de él, miniaturas de realidad que cualquiera puede producir o adquirir”1. Me limito, entonces, a jugar con un juguete que cualquiera puede usar para capturar una pequeña pieza del mundo. Pongo un ojo en el visor, apunto y sigo las instrucciones que el fotómetro me indica mediante una lucecita roja que sube y baja por una escala numérica: mayor apertura, menor tiempo de obturación, etcétera. Luego gatillo para cargar la película y aprieto el botón. Ya está. Más tarde veré el resultado. Me pregunto entonces si soy yo el que usa la cámara o si es la cámara la que me indica cómo ser usada ¿Quién usa a quién? Podría decir que soy yo quien decide la imagen que va a ser fotografiada, pero ¿no están ya codificadas las imágenes fotografiables, en especial para un principiante? ¿No hay ya alguien decidiendo por mí en cada imagen que decido tomar? Luego, la cámara me indica cómo capturarla.
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La semana pasada, A. y yo estuvimos en Italia. (Me genera una culpa de clase contar esto en medio de la crisis que se vive en Argentina, pero acá no hay lujo: apenas un sueldo mínimo con buen poder adquisitivo). Pasamos tres noches en Sorrento y el segundo día visitamos Positano. La primera visión de Positano, llegando en un colectivo que bordea el acantilado, serpenteando el risco con el mar más abajo, es difícil de describir. Las imágenes de esa ciudad que aparecen en Google están sobrecargadas de Photoshop. Más acá de esos colores hiperbólicos, la visión real, a través de las ventanillas del bus, desborda. Dura apenas un instante, cuando el vehículo dobla una curva grande y se puede ver la ciudad sobre la ladera de la montaña, justo antes de volver a meterse entre otras curvas flanqueadas por árboles y piedras, y perder la imagen. Recuerdo que tuve el impulso de tomar una foto con el celular para compartirla en Instagram. Todo eso junto: no sólo tomar una foto, sino hacerlo para compartirla en las redes. No lo hice porque viajaba del lado opuesto del colectivo, pero haberlo hecho habría implicado resignar ese momento breve de visión real por la captura de una postal, algo mucho menos inquietante pero más comprensible que esa visión desestabilizadora.
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En un capítulo de El espectáculo del tiempo, un grupo de ricachones disputa el “Rally Porsche de la Cordillera”. Un periodista, “al que los pilotos habían invitado para tener un testimonio de su aventura”, sigue a Raúl Constantino, uno de los millonarios, que le sirve de objeto de estudio. Ya en carrera, Constantino monologa ante el periodista, al que lleva de copiloto, sobre el paisaje: “¡Esto es una belleza! Esto es incomparable. No tiene contra. Decime si no es una postal”. El narrador reflexiona: “¿Por qué teniendo una verdad física al alcance de la mano necesitaba reducirla a su representación más ordinaria? ¿Por qué pensaba que la Cordillera de los Andes debía entrar, justo en el momento en que se alzaba como realidad, a una versión microscópica y mecánica de su grandeza? Si a algo no se parecía esa cadena de piedras inconcebibles, en la que los pilotos se internaban sintiendo el vértigo asfixiante de su verticalidad, era a una postal. De hecho, al entreverla de frente desde el cruce de Uspallata ya se había anulado la posibilidad de describirla”. Aunque más adelante, acaso con sorna, concede: “Pensándolo bien, Constantino no estaba tan equivocado. Aludir a la postal como la única memoria posible de un paisaje –incluso como su única realidad– podía ser, por qué no, de alguna utilidad práctica, sobre todo porque esas montañas enormes ya habían pasado y estaban perdiéndose como postales en los espejos térmicos del Porsche”.
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Me pregunto cuál es el cambio profundo que provoca la socialización inmediata en la relación, no ya con los otros, sino con la imagen. Y –ahora sí–, a través de la imagen, con los otros. Andar con la Minolta es un elogio de la lentitud y el impulso de tomar-foto-compartir-en-Instagram es su reverso exacto. ¿Qué diría Sontag? Una postal, pienso, es a la vez una imagen y un mensaje. Tanto se ha dicho que las redes son sólo una plataforma de construcción de imagen personal, de pose, que no sé si no puede haber algo más. Ese impulso primario de –de alguna forma– formar comunidad, ¿no era una manera de apoyarme en los otros ante algo que me excedía? Casi como pedir ayuda. (Quizás, también, toda esta reflexión esconda el miedo de ser, al final, tan banal como los ricachones de Becerra: el esnobismo es su opuesto complementario).
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Un paisaje tan grande que no se puede mirar.
Que me ayuden a mirar.
1 La traducción de este fragmento, precaria y apresurada, es mía.
(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)