diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El dogmatismo no pertenece al pensamiento, sino al hartazgo o a la violencia. El panquequismo (tan en boga en la política actual), a la coartada y al fariseísmo. El relativismo, a la comodidad. La sintonía de lo actual, a la sordera de lo extemporáneo. Las etapas de pensamiento, a la atención, pero también al oportunismo de lo evolutivo. No se puede vivir sin convicciones (se puede vivir sin política pero no sin ética), aunque no se debe sostener mucho tiempo una opinión. El pensamiento es plasticidad, esto es, flujo y coagulación. Un pensamiento no se madura, sino que se encuentra o, mejor, se ha encontrado: la convicción se cambia, de modo repentino. No es una cuestión de mera teoría. Cuando digo “pensamiento”, me refiero a la pauta con la que se vive, una pauta que se forja uno (lo que, de paso, me hace libre, porque si “hago lo que quiero”, solo caigo en la estereotipia de comportamiento más alienada). Me hacen reír los pensadores que tienen una “posición teórica” y viven una vida que claramente la contradice o refuta. El cambio de convicción se da en el plano de la ética. Ahí entra a tallar la conversión.
A Borges lo obsedía. Como problema conceptual, algunos de sus textos plantean la dificultad de distinguir al converso del traidor. Yo tengo para mí que la diferencia es de ethos: mientras la traición es negativa, la conversión es afirmativa. A Vicent Moon no le importa la causa irlandesa. Droctulft abraza (el verbo es de Borges) la causa de la Ciudad, sin comprenderla. Esto es un tanteo. Tal vez la cuestión es uno de esos indecidibles (perdoname Miccio) derridianos: solo puedo convertirme traicionando, y traicionar implica una conversión no deliberada. Para romper el tono intelectual de estas líneas, y ya que recordé a mi crítico de cine favorito, cito una frase de una película mainstream, Avatar de James Cameron. En el desenlace, el malo le pregunta al bueno (que es un converso): “¿Qué se siente traicionar a tu especie?” La respuesta hoy es harto fácil: cualquier activista contra la violencia animal no tendría problemas en declarar que traicionar la especie humana es un acto ético necesario y acaso fatal (es el mensaje ecologista de la película). Tal vez haya que ser menos antropomorfo: solo me convierto a un pensamiento ajeno cuando lo traiciono. No, ese ejemplo no me gusta, aunque me niego a suprimir la línea. La conversión, quizás, implica volverme otro: traicionarme “a mí mismo”, para solo entonces “encontrarme”, pues la afirmación se da en el otro, en su precedencia: Tadeo Isidoro Cruz volviéndose lobo (“comprendió su íntimo destino de lobo, no de perro gregario”) frente a Martín Fierro. Borges con Levinas.
Hay una sola conversión y parte la vida en dos. Lu Hsin en la estación de tren en Una novela china de Aira. Si hay más de una, no fueron conversiones, solo goznes que unen etapas. Aira señala, en “La cifra”, la conversión (literaria) del mismo Borges: una sola, en la que inventa su literatura, para siempre. Derrida no tiene dos etapas, sino una conversión, en la cual lo segundo ya estaba in nuce en lo primero. Me parece que la vida, nuestro tiempo, hoy, reclama conversiones. Incluso peligrosas, incluso sospechosas, incómodas, desorientadoras. La conversión es una decisión sin cálculo o es una decisión porque no obedece a un cálculo (de otro modo es una acción a fin). Implica la vida entera, como en las epifanías borgiana y airiana. La vida se disimula en su imperturbable inercia o en su colorida mutación. La vida se disimula en su satisfacción conformista de sí o en su permanente histeria de inconformidad. La conversión es revolucionaria porque implica una traición de “los nuestros”, de la familia, el grupo, la comunidad. Aun así, supone siempre una alteridad, pero sin reparto, o sin comparto. Si se es argentino, el único ejemplo no válido es el club de fútbol. Pues la conversión no implica el asumir de ninguna etiqueta. Sin embargo, es un vuelco radical, un levantarme a la mañana y pensar: “Hoy haré tal cosa”. Me gusta pensar que Mao y Lenin, en La prueba de Aira, son conversas, cuando le dicen a Marcia: “Nosotras no somos punks”. Es lo mismo que Droctulft: “No soy civilizado”. Y que Cruz: “No soy gaucho”.
La conversión está en esa frase de Confucio: “Tenemos dos vidas. La segunda empieza cuando nos damos cuenta de que solo tenemos una”. La palabra tiene resonancias religiosas, acaso urticantes hoy, sin duda inactuales. La lección la da el mismo Borges, del que nadie sospecharía fervor (solo los ingenuos). Otra palabra que habría que rehabilitar. Una fe sin Dios. Si es inactual, me interroga. En Borges, la Causa. En Aira, el Amor. En Derrida, la Justicia. No sé por qué, pero ya estoy hasta la coronilla de las posiciones y, más aún, de las “posiciones críticas”. Pura sordidez y seriedad. La conversión implica la risa y las lágrimas. Y la certidumbre oscura de que estábamos definitivamente equivocados y de que presentíamos de modo absoluto una verdad que tiene la forma del secreto.
Y vuelvo a citar a Bataille, nomás porque me cabe: “Somos ferozmente religiosos”.
(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)