diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Una amiga me contó que al final de su adolescencia leyó Crimen y castigo y, cuando llegó al epílogo, odió a Dostoievski como se odia a un amante adorado a quien hemos pescado in fraganti. Tan decepcionada y enojada estaba que fue en busca de una tijerita y amputó cuidadosamente ese epílogo de su ejemplar de la novela amadísima y lo quemó. Convinimos en formar una especie de escuadrón de exterminadores del epílogo de Crimen y castigo, juramentamos llegar hasta la biblioteca nacional de Moscú, pasando por todos los sitios del planeta donde hubiese un ejemplar, una traducción, para destruir todos los epílogos y borrar por los siglos de los siglos de la faz de la Tierra ese final. No queremos que ya nadie concluya nunca el libro, queremos además que en un par de siglos ya nadie note que no lo ha terminado. Pero es obvio: tampoco acabar con el final termina nunca. La viejísima idea de que todo es incompleto.
Uno de los fragmentos más simpáticos de la literatura argentina es esa frase que –según el Matemático– Washington Noriega le espeta espantado a un periodista que ha venido a verlo desde Buenos Aires y comete el desatino de preguntarle cuándo va a publicar una novela: “Yo, como Heráclito de Efeso y el general Mitre en el Paraguay, no viá dejar más que fragmentos” (Saer: Glosa). Novelista o no, nadie deja sino fragmentos. De modo que nadie lee más que eso, algunas pocas partes desmembradas vaya a saberse si de un cuerpo o de qué.
Me niego de forma vitalicia a concluir jamás Pálido fuego, esa bazofia pasmosamente cursi e inverosímilmente venerada. Le regalé mi ejemplar a una amiga que me rogó que se lo prestase porque lo necesitaba para no sé qué curso de una maestría para escritores (debí haberlo dado al fuego antes; mi amiga todavía no ha leído a Carson McCullers, por decir, y quema días de su vida con esa porquería supurante de recursos facilongos, máquina pedantoide de producir vergüenza ajena). Hay libros que en cambio uno no suelta, pero concluir libros es también una cuestión moral, cultural, curricular (o, supongo, neurótica: obsesivo compulsiva o algo así). Pero no tiene necesariamente que ver con leer, con el lector en tanto eso que ocurre en la lectura. No concluir un libro es lo único que podemos hacer, como "leer fuera de contexto" (cualquiera que lo piense dos minutos sabe que leer "dentro de contexto" es una cándida ficción de control): ¿cuál sería el problema de leer pedazos, cuál el de reconocer que siempre se lee fuera de contexto? De hecho, nadie lee nada completo nunca. Aunque más no sea porque nos distrajimos un nanosegundo y no volvimos atrás. Siempre leemos apenas pedazos de algo que sería bastante simplista suponer que empieza en la portada y termina en la palabra "Fin" o sus equivalentes. Alentar como preferible la lectura de libros completos es exagerar demasiado los alcances o bien de un imperativo cultual algo rígido (la obra y esas cosas); o bien de una pulsión de dominio: apetito por abarcar un todo o "un completo" que solo existen en la imaginación de alguien o en los mandatos convencionalizados de una cultura. Que algo comience y termine es una postura, una poética, una narratividad, una decisión histórica exitosa pero escasamente materialista, quiero decir poco realista (en el sentido filosófico de "realista"). Creo que llegué a la última página apenas de tres de los muchos títulos de Bioy que empecé. Lo mismo con varios de Marechal, casi todos los de Martínez Estrada... Susana Zanetti contaba que en las tardes legendarias del Centro Editor, Beatriz Sarlo la sorprendió leyendo "Abaddón el exterminador": "¡¿Por qué leés eeeso!? Si vos no te dedicás a literatura argentina!". (Mi memoria de Susana Zanetti es un puñado de anécdotas y frases deslumbrantes, más o menos zumbonas o mordaces… pero no creo que para el más íntimo de sus íntimos Susana fuese otra cosa, ni nadie para nadie podría ser otra cosa que una cartera –no un depósito y menos un archivo- de fragmentos de esos, aún si fuesen muchos). Algo se lee completo con esfuerzo únicamente para, como se dice, "hacer los deberes". Por cada poema que he leído completo, seguro abandoné apenas comenzados otros seis o siete. ¿Dónde empieza y dónde termina un libro de poemas? ¿Y un poema? O sea, "es infinita esta riqueza abandonada", y esta riqueza es también la masa informe e incontable de páginas que todos dejaremos sin leer. Cortázar, entre tantos, quiso escribir novelas que recomenzaran sin cesar como anillos de Moebius, se sabe. Experimentos ya arqueológicos que se embrollan en Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino. Borges exageró la pesadilla de la imposible lectura completa y aquello de “los demasiados libros” en varias ocasiones (“La noche cíclica”, la insistencia con la consabida circularidad de Las mil y una noches, “El libro de arena”, etcétera etcétera).
En el célebre octavo episodio de la primera temporada de La dimensión desconocida, el protagonista es un bancario ñoño dominado por el apetito lector, que se escapa un rato por día a la bóveda del banco con el libro que tiene entre manos. Allí lo sorprende una catástrofe nuclear que termina con el resto de los humanos. Este Juan Dahlmann simplificado entra en éxtasis cuando sale de su escondrijo y asciende a la superficie devastada y descubre que el azar del cataclismo ha dejado a su alcance, además de almacenes infinitos de alimentos enlatados (era la época en que no había fecha de vencimiento sino hinchazón), una montaña de libros (la biblioteca como paraíso, esa zoncera asexuada) y, así, todo el resto de su vida para leerlos…hasta que el personaje tropieza con unos escombros del desastre y se le caen y se arruinan de modo irremediable sus anteojos. Solo en el mundo y casi ciego, no hay ni juan ni maría japonésida que pueda leerle en voz alta, ni siquiera alguien que le spoilee nada.
Giorgio Agamben escribió dos libros sobre este asunto de lo que se corta sin terminar, Idea de la prosa y El final del poema: en la literatura, prosa o verso, algo siempre se interrumpe, se detiene y no termina. Que en las escuelas cueste que los estudiantes "terminen" un libro o un cuento es un problema institucional y socionormativo, de ninguna manera un problema literario, ni artístico, ni relativo a la ocurrencia de acontecimientos únicos, fugas de lo dado o contingencias extremas. El síndrome escolar y docente de ansiedad por la poca o mala o fragmentaria lectura, es un comprensible síntoma de la resignación humana ante la supuesta fatalidad de la maldición bíblica del trabajo: deberás leer bien y mucho porque "ganarás el pan con el sudor de tu frente" y ya son poquísimos los puestos donde no se precise que las hormigas estén alfabetizadas (ya son poquísimos los puestos a secas). Por supuesto, necesitamos olvidar que "ganarás" es, bajo la forma del futuro, un imperativo, porque es un castigo; necesitamos olvidar que es la traducción al castellano que deja ver al amo y a su esclavo: no “tendrás” ni "obtendrás", ni "conseguirás" o cosa por el estilo. El pan se gana. Terminarás la novela con el sudor de tu frente.
Suponer que concluir un libro es el modo preferible de leer, es subestimar el carácter contingente, aleatorio, incalculable, a-racional e in-significante de la muerte (es decir de nosotros mismos). Por eso el maestro inigualable en esto es Stephen King, alguien que renueva multiplicado el extremo angurriento del apetito por los finales novelescos, que es –como sabe cualquier lector de novelas– voracidad y al mismo tiempo angustia de haber ya tragado el último bocado o estar por hacerlo (el sustituto de esa última página es la próxima novela de King, y así siguiendo: de nunca acabar. Salvo que a King se lo lleve el Alzheimer o la muerte y los editores de sus manuscritos inéditos agoten hasta el último papelito y ya). Nadie sabe cuándo ni cómo ni por qué termina qué, ni si es que –en verdad– algo termina. Frank Kermode escribió un libro voluntarioso sobre este asunto del final, que la pereza me exime de fatigar treinta años después. Hasta hace poco estuvo de moda entrever o pronosticar fines y finales (de la literatura, del arte, de la historia, de los locutorios…), un vicio longevo (hay que contar, como tarde, dicen, desde Hegel). Resuenan, cantadas, las últimas frases de El innombrable de Beckett: voy a seguir, no puedo seguir, hay que seguir. En 2011, Judith Butler escribió que toda la obra de Kafka está invadida, afectada y afligida por “una poética de la no-llegada” en acciones que “se congelan o solidifican en su condición incompleta y frustrada” o en un “impasse contra-mesiánico”: ¿”acaso un arribo esperado es realmente posible”? Borges fue casi un plagiario gustoso de esas sofocaciones kafkianas ante la imposibilidad de concluir (la construcción de la muralla, el trayecto hasta el destinatario del mensaje o hasta la aldea más próxima y así). Más o menos como tomarnos en serio, y a propósito del término de cada cosa que leamos, el calificativo "infinita" del verso de Edgar Bayley.
(Actualización septiembre-octubre 2019/ BazarAmericano)