diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
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Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

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Julieta Novelli
/  María Eugenia López

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Diseño

Cristian De Nápoli

Planaltos
Muchos libros por ahí (y no tantos por acá)

Se estima que cada año llegan al mundo quince mil millones de libros, en el sentido de ejemplares impresos en papel. El número exacto es incalculable, ya que una parte de la producción escapa a los registros como el ISBN ya sea porque son ediciones piratas, producciones artesanales, tiradas no declaradas de editoriales “legales”... Diez mil millones de libros sería el número oficial, el que surge del ISBN y las cámaras libreras de todos los países. Es una cantidad bastante amesetada: hace treinta años no era muy distinta. Con la producción de barriles de petróleo alguna vez se habló de un “pico” (teoría de Hubbert) que inevitablemente llega; hoy nadie discute esa teoría, pero se cree que más que un pico se trata de un "meseta picuda" de varias décadas hasta la previsible caída del petróleo quizás a partir de 2030. Con los libros la cosa no sería muy distinta, y en realidad los libros llevan más años de pico que los barriles de petróleo (pudiendo quizás extender su suerte también en el futuro). En febrero de 1957, mismo año en que Hubbert presentó su teoría de la curva del petróleo, un informe de la Unesco (Books for All, encargado al editor británico R. E. Barker) ya permitía estimar unos ocho mil millones de ejemplares si a los datos recabados (cinco mil millones) se sumaban los de China y otros países comunistas. Iba acercándose la meseta picuda. La variedad de títulos era mucho más baja que hoy (España, por ejemplo, producía poco más de cuatro mil títulos), pero las tiradas eran notablemente más altas.

La lectura general o universal del ISBN es poco atractiva. Fuera del número de diez mil millones, permite conocer otros datos de interés como este: ocho de cada diez ejemplares se hacen para ser puestos a la venta (incluyendo ediciones educativas, “no comerciales”, pero aún así con precio de venta). En países como China los libros gratuitos pueden ser más, pero ese sería el promedio. Otro dato: el anual “legal” universal de ediciones rondaría los dos millones. O sea: dos millones de veces por año desde algún monoambiente o depto o casa alguien anuncia en Facebook su nuevo libro, la nueva edición de su viejo libro, la salida de la traducción de su libro (sin contar las ediciones ´alternativa´, sin registro). Donde el ISBN es más generoso es en mostrar datos locales, nacionales, para que así un país pueda envidiar a otro. Siempre hablando del libro impreso y en el sistema (registrado, con su tiraje declarado), se sabe que sólo seis países producen bastante más de la mitad del total. Estados Unidos hace cerca de dos mil millones de ejemplares, y no muy atrás va China (sin incluir en este caso los libros confeccionados en China a pedido de otros países/mercados). Japón, Alemania, Inglaterra y Francia superan cada uno los 500 millones.

En Argentina la producción es variable, y en este tiempo elitista cayó mucho. En días no lejanos de 2014, pudo rozar los 130 millones de ejemplares declarados: algo así como el 1,3% de los libros que registró el mundo, cosa que, en un país con el 0,55% de la población mundial, sugiere prosperidad y es también la base sustentable para las mitologías, obviamente exageradas, de países vecinos (“Hay más librerías en Buenos Aires que en todo Brasil”). En 2017, la producción medida por el ISBN local cayó a 51 millones (cifra similar a la de los años ’60, cuando los argentinos sumaban el 40% de los que hoy somos), y en breve saldrá el informe para 2018, que seguramente dé poco más de 40 millones. En cuatro años habrá bajado a un tercio de ese 2014 excepcional, y a la mitad de un año normalito de este milenio. Mientras, en el resto del mundo sigue rigiendo la meseta picuda. El resto del mundo no lee, al parecer, las teorías de los periodistas de Clarín, para quienes la caída del libro es un problema estructural, tecnológico y universal como el que mató a los videoclubs y a los productores de cassettes.

 

* * *


La caída argentina activó de modo directo el alza en la producción de España. O sea, España hizo pico sobre pico gracias a nosotros. Debe ser esquizo para un argentino radicado en Madrid leer a la vez
El País y Clarín, la euforia por el buen salto de la producción española, la justificación triste del videoclub argentino. Lo que cae en España es lo que cae en todo el mundo: la producción de enciclopedias y libros técnicos, todo lo informativo felizmente pasado a internet. Pero en 2017 se tocó un plus de cerca de 15% en los libros españoles respecto del año anterior. A veces, por más vueltas que les demos para explicárnoslas, las cosas son mecánicas.

Fuera de los vaivenes locos que muestran el éxito o el fracaso de una política puntual, hay que tener en cuenta que la producción siempre es viajera y no describe de por sí la realidad nacional de los libros. Si en Estados Unidos leyeran tanto como producen, habría una Lisa Simpson en cada manzana. Las seis potencias libreras tienen para sus ediciones varios mercados (casi el 70% de los libros que mueve Bélgica son franceses, por ejemplo). En esos países, y en otros como España, hay una constante donde las exportaciones dejan muy por detrás a las importaciones. En pocos países suele darse una ecuación entre lo que entra y lo que sale. Muchos son fuertemente importadores, como India –un elocuente depósito para las ediciones inglesas saldadas–, y hay varios –caso México o Argentina hasta hace poco– donde la importación está o solía estar siempre un poquito por arriba de la exportación. Cuando la diferencia en favor de los importados no es zarpada, uno diría que se instala una sana desproporción: para muchos terrenos (y el de la cultura es uno de ellos), que el interés por asimilar sea un toquecín mayor al interés (igual de necesario) por proveer está muy bien. En 2014 Argentina declaró, decía, haber lanzado 129 millones de libros: un pico especial. Al año siguiente fueron 84 millones, a los que se sumaron otros diez por la diferencia más o menos módica en favor de las importaciones (según registros de Aduana). Ya en 2017 produjo 51 millones declarados y torció la tasa muy en favor de las importaciones de España, que se triplicaron, según la Aduana, desde 2015 a 2017.

La parábola del videoclub para justificar la merma de libros en el país tiene ese problema de que los VHS dejaron de hacerse en todo el mundo, mientras que sólo en este rincón del globo los libros bajaron su producción a la mitad. No jodamos: es un fracaso que le debemos al actual gobierno. Tampoco hay que mitologizar el impacto de un libro puntual como el Sinceramente de Cristina, que para algunos ya salvó por sí mismo a las librerías de la crisis. En una hipótesis no loca, la performance del Sinceramente podría llegar a 400.000 ejemplares a fin de año: sería el 1% de la producción oficial de libros argentinos, aunque es posible –tiro– que roce el 7% del total de libros vendidos en librerías de nuevos en el año, y ahí sí el impacto es decisivo. De todos modos, los libreros necesitamos que la gente gane bien, en general, para que haya ventas nutridas y variadas y toda la cadena de hacedores y lectores de libros salga ganando. Perdón por la obviedad de la reflexión final pero no hay otra.

 

28 de abril de 2018

 

(Actualización julio – agosto 2019/ BazarAmericano)




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ISSN 2314-1646