diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Ahora todos son una voz “ferozmente independiente" y todas son obras “afiladas, radicales y emotivas". Ya no hay libro que no sea "desgarrador" o "rabiosamente solitario y deslumbrante". No se publica nada a menos que sea "un lúcido ejercicio de estilo", "poesía en estado puro" o que "deshile las diferentes capas de la realidad". Digo, todas son obras "agudas y perturbadoras", "sin adjetivos ni concesiones" y, cómo no, rutilan en su "arquitectura de la alucinación” a través de operaciones “originalísimas y brutales de intertextualidad".
O sea, cada día somos menos. A contrapelo de nuestros mejores tiempos quedamos, acaso, un puñado de narradoras masómenos, ensayistas del montón y poetas menores. Los que quedamos, ya no estamos ufanos ni confiados de que nuestras redacciones nunca darán cuenta "de los límites de lo conocido", ni dichosos de que nuestros nombres jamás se convertirán en el "secreto mejor guardado de la literatura”, ya de Bristol, ya del Paraná. Angustiados unos, desconsoladas otras, estamos en vías de extinción, desahuciados como especie, viviendo los últimos días de nuestro feliz destino de poquedad.
Nunca la mediocridad se vio tan amenazada por este superávit de talento. Así como la diversidad biológica, sin todos los organismos escribientes, la literatura desfallece. Rebosante de prodigios y dosis extraordinarias de “coraje, contemporaneidad y referencialidad”, se han esterilizado hasta los contrastes. Ya no se trata, por la vía negativa, de poder percibir a la sombra de la escritura excelsa la obra pésima, la espantosa de frentón. No. Ya lo decía el viejo Gómez Dávila, nada en el mundo logra la insignificancia perfecta que el poema malo. Lo que viene a significar que en su inversa perfección, el poema horrendo termina por descollar, maridándose para provecho de ambos, en ese embutido de poesía “implacable, aguda y singular”.
De tal modo, los escritos de medianías, defectuosamente intrascendentes, viven hoy al descampado, huérfanos –como siempre– de medida y comparación y rodeados –como nunca– de “joyas sublimes” y “fiestas del lenguaje que se interna en sus propios abismos”. Y como la genialidad rima con la cargante inmortalidad y los adjetivos precisan de honores, todo ello se ha aderezado con innumerables premios y condecoraciones. Copiosas medallas, bandas, placas, insignias, por lo que hoy debemos leer bibliotecas enteras con gafas de sol.
El mérito en los poetas es tan aburrido como el mérito en las personas, reclamaba W. Stevens. Hoy –más que nunca– lleva razón, pero no sé si por lo cansino de ver tantos “bles” en los “ineludibles, perdurables e indiscutibles” que acompañan ese infinito de obras maestras y autorías divinas, o el hartarse que te hagan sentir en cursivas y pensar en mayúsculas. De lumbrera en lumbrera, de asombro en asombro ¿dónde reposará, lector, tu dejadez, tu dulce desgana de pasar la página apenas? Ni una línea en paz, ni un párrafo ojeado sin cegarse de “solidez, audacia y amplitud”. Será Imposible leer saltado, a descuidos, en la seguridad de la planicie. Todo será cumbre y allá en lo alto, todo será “un antes y después del género”, “un clásico eterno”. Lo doy firmado, nos echarán de menos. En poquísimos años, ausentes y añorados, matarán por uno texto reguleque, un ejemplar corriente, un librito ni fu ni fa.
Newcastle, verano de 2019
(Actualización julio – agosto 2019/ BazarAmericano)