diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Llegué a Copenhague el jueves 7 de marzo a las 9, hora local. El Boeing 737 proveniente del aeropuerto Gatwick, Londres, atravesó una capa espesa de nubes plomizas y sin forma, y se metió debajo de una llovizna sin peso que el viento movía a su antojo, esa especie de rocío que proviene de todas partes ante el cual un paraguas resulta de una inutilidad pasmosa. Desde una altura de mitad de aterrizaje a la que la maniobra era ya inevitable, la pista se vio blanda y húmeda como un bizcochuelo. Pero la única molestia tuvo lugar en mi oído izquierdo, inflamado con un dolor punzante que, en una simetría vertical, suele darse en la gente que se sumerge a mucha profundidad (aunque en mi caso se debió a las humildes dimensiones de la aeronave y no al agua que de uno u otro modo nos rodeaba). Al pasar del avión a la manga esperaba que me golpeara un frío más intenso. Ana me esperaba en el aeropuerto detrás de una valla blanca, pero yo aparecí antes de que ella pudiera escribir “Obtulio Graneto” en el cartel con que pensaba recibirme y arruiné la broma. Bajamos a tomar el tren que nos llevaría a la estación central abarrotados de bártulos: una mochila y dos valijas en mi caso, una pesada bicicleta de caño con canasto en el suyo. (Acá nadie te mira raro si caminás por el medio del aeropuerto con una bici a cuestas, mucho menos si bajás con ella en el ascensor hasta el subsuelo por donde pasa el tren). La formación llegó con una puntualidad asombrosa para un argentino –todo es así de puntual acá, al punto de que, cuando asoma un colectivo al fondo de la calle, la gente que quiere saber de qué línea se trata mira los carteles electrónicos en lugar de mirar al colectivo mismo–. Caminamos el equivalente a 15 cuadras (digo “el equivalente” porque aquí la medida ‘cuadra’ nunca es homologable a 100 metros exactos) desde la estación del tren hasta la Valdemarsgade (la calle de resonancia muy Poe sobre la que se ubica nuestro piso) bajo esa misma llovizna inofensiva pero molesta. En las calles de Copenhague se intuye siempre la presencia del agua en las cercanías.
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Ya pasó una semana y un día desde mi llegada, y mi esnobismo se enorgullece de no estar haciendo vida de turista, como si vivir la banalidad de lo cotidiano fuera moralmente superior o más verdadero que marearse entre las atracciones que un panfleto dispone en orden de importancia sobre un plano temporal. Sólo me falta conseguir una bicicleta y un trabajo estable para verme sin dudas como un copenagués (sin contar, por supuesto, el fenotipo nórdico). Voy al supermercado, hago trámites burocráticos, voy a cenar con amigos, tomo el transporte público. Pero este modo de vida responde más a la soledad (todos trabajan) y a una política de austeridad financiera (al menos hasta que consiga empleo) que a una elección. En contra de otras cosas que he escrito y de decisiones más o menos conscientes tomadas como empleado de la Secretaría de Turismo de Monte Hermoso, referentes al comportamiento de los turistas, quizás ahora ese papel me resultaría el más deseable de representar. Sin embargo, la ciudad me mira detrás de una pesada capa de nubes y de carteles con precios exorbitantes y me dice: todavía no. Mientras anoto estas líneas, me preparo mentalmente para la entrevista de trabajo que tendré esta tarde en el bar and lounge dependiente de un restaurante llamado Guru –“the first Indian restaurant in Scandinavia”, según me dijo Ricky, el dueño, con el que ayer hablé por teléfono–. Estoy nervioso, aunque esa intensidad baja un poco cuando me convenzo de lo obvio: que acá no soy nadie y no importa que las cosas no salgan bien a la primera porque no tengo nada. El miedo al fracaso se alimenta de todo lo que puede perderse con la derrota, por lo que me dispongo con humor a hacer papelones intentando conseguir un empleo para el cual no tengo ni un ápice de experiencia. Soy el Joker, The Comedian, la risa sardónica, el nihilismo. Me convenzo de esto. Hago abdominales y flexiones para vaciar la cabeza enfocándola en el cuerpo. Trato de no tomarme muy en serio. Pero mi cerebro no sabe de humor y hoy me despierto con un mareo que hace girar toda la habitación que comparto con Ana, como si me arrastrara una de esas olas que rompen cerca de la orilla, esas que te revuelcan sin darte tiempo para analizar dónde es abajo.
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Contrario a lo que esperaba, el viaje me deja sin nada que escribir. A la quinta semana ya abandoné (para variar) el proyecto de llevar este diario. Estoy trabajando desde hace dos semanas en un puesto de café ubicado en el corazón de un mercado pensado para turistas llamado Torvehallerne, a una cuadra de la estación de Norreport. Pagan el mínimo (110 coronas la hora), pero está bien. Al menos hago lo que me gusta: café. Por ahora, que todavía no comenzó el verano –me dijeron que entonces va a andar mucha gente–, no estamos muy ocupados y las tardes se pasan lentas con mis compañeros, todos daneses. Buena gente, macanudos. Más dados de lo que el sentido común –formado en lo que uno supone que son los escandinavos– me hacía esperar. Me entretengo haciendo en la crema del café esos dibujitos con espuma de leche que los esnobs gustamos de llamar latte art. El español me sirve para pronunciar espresso con las eses pesadas y esa ere bien paladeada que a los daneses no les sale. Algunos clientes me preguntan si soy italiano por eso. Me hago el boludo. En resumidas cuentas, eso: tranquilidad. A veces demasiada. Supongo que entré en una rutina: me levanto, voy a trabajar y vuelvo. Tampoco hago mucho más allá de eso porque no conozco a mucha gente fuera del grupo de latinos al que me introdujo Anita. Pero de la escritura ni noticias. Ni siquiera cuando efectivamente ocurren cosas que cortan la rutina: hace un par de semanas fui a Berlín, me encontré allá con Ana y Carlos, y también con Anita que había viajado dos días antes que yo, y luego volvimos juntos a Copenhague. Pero no escribí nada el respecto. ¿Qué podría haber dicho? ¿Tiene sentido anotar algo ahora? ¿Es lo mismo la notación inmediata del diario que la imprecisa evocación de un recuerdo que, aunque reciente, ya es bruma? Como esas formas de humo que, apenas aparecen, ya se están deshaciendo. Podría nombrar lugares, como un turista que tacha los atractivos imperdibles en el mapa del destino al que viaja: la foto obligada –luego de esperar mi turno tras una aglomeración de turistas– junto a un segmento del Muro que no me transmitió absolutamente nada; el paseo alrededor de la Torre de Telecomunicaciones con Ana y Carlos, y lo bien que estuvo encontrarnos con ellos en Berlín. Recuerdo, sí, la desolación que sentí en el memorial de los judíos asesinados. El sol ya estaba cayendo a la hora que llegamos con Anita. Quizás eso potenció esa aura ominosa que se levanta cuando uno se interna entre esas columnas de concreto. Por dentro parece un laberinto. Más tarde me senté encima de una de esas columnas/tumbas y me pareció que, mirando desde esa perspectiva y con la luz ya baja del anochecer, el conjunto formaba el paisaje más parecido al mar que había visto en mucho tiempo, con su oleaje rígido moviéndose hacia la oscuridad. Por lo demás, comienzo a desconfiar de una idea que tenía antes del viaje (y que, en gran parte, lo propició): que la escritura se encuentra en un espacio diferido –y, sobre todo, que se encuentra, que es posible encontrarla.
(Actualización mayo-junio 2019/ BazarAmericano)