diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Al atardecer de un jueves, en el interior de la formación subterránea, algo se infiltra entre hábito de traqueteo, conversaciones, miradas, puertas neumáticas que abren y cierran, voz metálica que indica el nombre de la estación actual y anuncia el de la próxima.
“…más tristes esta noche. / Escribir, por ejemplo…”
Los oídos y los ojos saben neutralizar naturalmente los datos ambientales cotidianos, partes del paisaje sonoro y visual inevitable del traslado, o prestarles, si acaso, una atención mínima, mientras cada uno continúa o retorna a lo suyo: nada, algo, asociaciones mentales caóticas y semiconscientes, juegos solipsistas en diminutas pantallas, chats familiares o comerciales, flirteos más o menos toscos y banales –poca formalidad, mucha trampa–, lecturas que a veces, todavía, soportan el soporte papel sobre el que distintas tintas pintan sin píxeles tipografías significantes.
A fuerza de costumbre, algunas intrusiones se han integrado a su manera a ese paisaje: voceo de ofertas de alfajores y linternas, músicos con equipos portátiles de un karaoke itinerante, eventuales malabares o destrezas físicas que interactúan con el diseño del vagón y sus ocupantes temporarios, enfermos con patente que piden ayuda. Y el mensaje de amenaza velada dirigido al confort culposo: “podría haber salido a robar…”
Pero ahora, como de la nada, aparecen noches estrelladas y ventosas donde astros azules temblequean y uno que dice que puede escribir y que puede escribir y que puede escribir. Y da ejemplos de lo que escribiría, escribiéndolo o diciendo que lo escribe.
La comunidad visual que conformamos sin querer no es homogénea. Nuestras vistas se cruzan, nuestros cuerpos interfieren la luz, la reflejan, la desvían. La comunidad acústica, tan inestable y precaria como la otra, asimila como puede tanto estímulo, filtrando aguijones como el del altavoz que profetiza fácil la inminencia de Río de Janeiro, para tratar de conservar intacta la intervención singular, como de rito y letanía, productora de diferencias, de quien pone en voz (alta) lo que otro había escrito sobre lo que podía escribir.
De hecho, esas palabras (las elles para ella, que lo quiso; el io de quien ia no la quiere, es cierto, pero que tal vez la quiere) resultan acusmáticas, sin referencia alguna a su punto de emisión: vengo a ser su receptor pitagórico. Pero hay más: oigo esa voz (que sesea con articulación al parecer ápicoalveolar –imagino en parte la fuente oculta– y asocio irresponsablemente con un hablar boliviano andino o subandino con poco o nulo sustrato aymara) ya permeada o redireccionada por músculos y pieles, fierros y plásticos, pelos y cuero de zapatos, mochilas y bolsos. Hasta en eso no puede no ser comunitaria.
El intérprete vocaliza el poema. Los alejandrinos le proporcionan el bastón de los hemistiquios de siete, pauta prefijada que fuerza un paso monocorde, con acentos internos –también bastante reiterados– casi sin matices en la (vamos a decir) evolución verbal y emocional de su recitado. Un reconocimiento: pese a eso o por eso mismo mejora mucho la dicción del registro discográfico de Pablo Neruda, allá por 1962. Empecemos por la duración: la lentitud de la lectura del chileno lleva el minutero a 3:20. No he cronometrado la performance del recitador de Metrovías, pero me ayuda el índice espaciotemporal promedio de las paradas: la versión rodante del Poema 20 no alcanza a completar dos estaciones. Y si proyecto lo que le insume al tipo despachar un verso (medido, ahora, a partir de un recuerdo y de mi imitación más o menos falible) a los treintaidós de la pieza, estimo que toda la ejecución habrá tomado unos 2 minutos 30 segundos, y eso contando dos interrupciones: el intervalo ruidoso de una estación; un imprevisto que puso en cuestión el andamiaje discursivo del poema. Si la diferencia les parece poca tienen que repensar su relación con el tiempo, o calcular que la versión del autor supera en un tercio la de quien revisita el poema noventaicinco años después de su escritura. Una de las puestas en escena de Berta Singerman es aún más extensa: unos 4 minutos 40 segundos. Pero en su caso pesa un imaginario en que el arte de la declamación negocia con los aires de gran diva teatral, y el ralentamiento de los períodos casa bien con la suspensión de los tules y la necesidad de llenar, sola y su alma, todo un escenario, aun si ha grabado en estudio.
Algo más a tener en cuenta: Neruda se lee; el declamador lo memoriza. Son relaciones de apropiación radicalmente distintas entre las que la figuración mental del poema como una totalidad almacenada internamente –así trabajan también los cantantes– corre por cuenta del performer del siglo XXI. Neruda será, todo lo que se quiera, el creador, pero su dicción de la criatura depende del apuntador inerte que tiene ante sí. El hombre de Chuquisaca se ha emancipado de esta dependencia, no de la que supone la digna gorra con la que no se cubre pero que aguarda sin impaciencia la ocasión de la remuneración de su trabajo.
La escucha me permite reparar en aspectos sin duda obvios pero que no aparecían con tanta evidencia en la lectura. Por empezar, las repeticiones ayudan, sobre todo para quienes ésta es la primera audición, a fijar fragmentos (habría que decir “momentos”) que el continuum de lo dicho amenaza perder. La noche está estrellada; la noche está estrellada. A lo lejos; a lo lejos; a lo lejos. Mi alma no se contenta, y de nuevo, después o más abajo. En noches como esta; en noches como esta. Y ella no está conmigo, y así.
Se podrá alegar que, por cambio de contexto cada vez, no hay repetición posible, y las partes presumiblemente duplicadas o triplicadas podrían afirmar, de sí mismas, en pliegue, como el poema: “Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos”. Entre lo que retorna cambiado y lo que cambia sin más se establece un ritmo. Ritmo interior y ritmo proyectado, ahora, rumbo a Río de Janeiro y después, así sea como residuo, hacia San Pedrito, punto terminal de la línea A. Y más allá, en la superficie, hasta perderse en el mundo o fundirse con él.
Pero todavía no, todavía falta. Antes hay que notar cómo el sucreño escande “estan cór-tuela mór-iestan lár-güelol ví-do” en prolija secuencia de dáctilos. Y antes aún, tras la tercera comprobación de lo estrellado de la noche, seguida de la primera del “ella no está conmigo”, el recitador tendrá que asumir “Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos”, ubicado en el centro del poema. En realidad, ya que se trata de pareados (con dos únicas excepciones de versos sueltos que, en el conjunto final, confirman el número par), el centro exacto es un espacio entre versos: un silencio; con “Eso es todo” arranca la segunda mitad. “A lo lejos alguien canta” pretende apartarse un instante, con un apunte auditivo, de ese ensimismamiento irremediablemente melancólico, solo para volver a sumirse de inmediato en él.
Entonces, el que declama, que ha venido reteniendo el interés del pasaje, dice:
Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.
Llegado a este punto, tiene que largar:
Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.
“Tiene que largar.” Acabo de cortar (tal como catorce líneas más arriba con el “tendrá que asumir”) el relato puramente fáctico e impresionista para activar la función de un narrador presencial que se anticipa apenas a lo que está por hacer el personaje. Y eso, por dos razones heterogéneas: la primera, porque tengo (o lo tiene ese narrador) el discutible changüí de conocer el texto del poema (sin garantía alguna de que el performer seguirá siendo fiel a la escritura primigenia o de que no tendrá un lapsus); y además, porque debo dar cuenta de un acontecer peculiarísimo para el que solicito la mayor atención, en una cuerda que se tensa entre las expectativas de continuidad y lo que de improviso ha ocurrido ese viernes 3 de enero, en el convoy que recorre un túnel, en Buenos Aires, debajo de la mítica avenida Rivadavia, y va a ocurrir en su relato, ahora, mientras afuera, allá, atardecía y aquí anochece.
Ahora sí. Escuchen. Y ahí va:
Eso es todo…
Y ya no puede seguir. Un cerrado aplauso clausura el recitado. En otras circunstancias se escribiría “Telón” o se lo vería bajar.
Para que la lógica reconstruya lo acontecido o para asignarle, a lo acontecido, cierta lógica situacional, podría postularse que alguien, quizás, con atención apegada a cada palabra, ha entendido literalmente “Eso es todo” y ha hecho punta con sus palmas, seguidas por el comportamiento de contagio social de buena parte de los circunstantes. Pero qué literalidad es esa. No, por cierto, la de lo dicho en el poema, a saber: que la ausencia de ella en la noche estrellada se presenta como conclusiva, absoluta, inmodificable. En cambio, hay otra literalidad: la del decir del recitador. Todo un tema de la performance, cuya relevancia ha crecido con las vanguardias, cuando las convenciones de punto final del espectáculo quedaron seriamente vulneradas por la incertidumbre: empezando por la música, donde la atonalidad no permite decidir dónde concluye la obra si no hay señales externas, incluyendo la gestualidad de los intérpretes. Bien: “Eso es todo” pudo entenderse, entonces, como embrague terminativo de la declamación subterránea, a falta de telones que bajan o spots que se apagan. “Eso es todo” ha sido oído como una versión del imbatible That’s all Folks consagrado (y tartamudeado) por el dibujo animado de Porky para la productora de los hermanos Warner desde los años 30 del siglo pasado.
Esta clase de embrague, mejor dicho, su decodificación, tiende a diferenciar los públicos. La soberbia ignorancia elitista gusta chistar a quienes, en el concierto, aplauden al final del movimiento en lugar de esperar a que concluya la sonata o la sinfonía, porque eso le da la escasa entidad de que puede vanagloriarse: el “yo sé” que se opondría a la imprudencia del palmoteo extemporáneo del advenedizo. Cosas de etiqueta. Y voluntad de etiquetar. El mismo chistador participa de la ovación a los cantantes después de un aria de lucimiento, y considera que está todo bien, pese a que con ello ha atentado contra otra convención más consistente: el pacto de ilusión cómica que debería mantenerse al menos hasta el final del acto, donde el mundo de la no ficción/no representación retorna por sus fueros.
El malentendido del subte, revelador de que los aplaudidores no han prestado atención a la caligrafía tonal –diría Ana Porrúa–, nada conclusiva, no habría ocurrido durante la lectura silenciosa. Porque, claro: el “Eso es todo” está en el comienzo de un verso ubicado, a su vez, en el centro de la composición y de la página. Al leer “Eso es todo” nos consta que estamos en el medio de algo, no en su finalización. Basta verlo. Lo sabe el declamador, que para memorizar el texto y trasvasarlo al universo oral secundario lo ha debido leer unas cuantas veces hasta fijarlo, y ya retenido lo ubica en el centro de ese archivo virtual depositado en el disco rígido de su mente. Parece innecesario señalar que lo sabía Neruda al grabar el disco. Pero validar ese saber suyo no es tan sencillo.
Porque eso que sabía tropezó de pronto con un micrófono, punto de partida de un proceso de registro que debía encontrar, del otro lado, en la reproducción de lo registrado, a una comunidad virtual de oyentes conocedores y no del poema. He regresado a ese registro y me he encontrado con una sorpresa mayúscula cuyo hallazgo (en el sentido estricto de serendipia) debo a los efectos del recorrido subterráneo del hombre del altiplano.
Escuchar la voz de Neruda leyendo sus poemas es una experiencia límite. La práctica de las obras literarias leídas en voz alta por sus autores (o por cualquier otra persona) está signada inevitablemente por la decepción, con muy contadas excepciones. La virtualidad de la lectura contiene, se diría, todas las posibilidades de realización, menos, precisamente, la que se está escuchando, aquí y ahora, en la voz de quien sea, porque ese acto anula todas las variantes y consolida una sola e inmodificable. En Neruda hay, además –y me disculpo sinceramente ante sus incondicionales, pero la presunta ofensa puede derivar en admiración– un plus de estulticia. Cuando dice, por ejemplo (verso 25, temporizador en el lapso 2’31’’ a 2’34’’) “De otro. Será de otro. Como antes de mis besos”, no se reconoce en su inflexión ni en su línea tonal, se diría, ninguna emoción humana asociable con esa conjetura, esa comparación y la cadencia que solicitan. Solo una marca (registrada) de quien piensa: “es mío y hago lo que quiero”. Abominable. Genial. Si lo pronunciasen los Niños Cantores de la Lotería Nacional, y luego, en una especie de réplica a modo de la alternancia llamada-respuesta en tantos géneros musicales, oyéramos “¡Ubica-ciónnnn!”, la extrañeza no sería mayor.
Pero voy a la motivación que me lleva a esta fuente. Imagino –pura conjetura– a Neruda lector de sí mismo, enfrentando, ante el micrófono, hace casi seis décadas, el “Eso es todo” de su escritura de juventud. Toma una decisión: lo leerá a la carrera, para que ni en la más mínima fracción de segundo se insinúe que eso pueda llegar a ser, en realidad, todo. El punto antes de “A lo lejos” es ignorado: desaparece sin dejar huellas. Nada detiene el flujo vocal. “Esoestó-doaloléjos”. En el tren subterráneo no se habría producido el menor resquicio para aplaudir. Y en radical contraste con esa continuidad sin fisuras, el resto del verso no es, en el disco, menos asombroso: “…alguien canta. [PAUSA] A lo lejos”. Me tomé el trabajo de cronometrar la cosa. No tuve a mi disposición la aplicación Adobe Audition ni otras equivalentes que me habrían permitido medir las duraciones en milisegundos. No hizo falta. La pausa entre “alguien canta” y “A lo lejos” es de 1 segundo, 10 centésimas. Un abismo de silencio, para el tempo estándar de cada alejandrino, lo que compensa, en el fraseo general, la maratón del rubato de doaloléjos.
Debo cerrar esta prolongada expansión, porque el tiempo no se detuvo, mientras la formación atronaba el túnel de la línea A rumbo a Nazca y las ondas volvían como rebote acrecentando la polución acústica del viaje. Al cabo del cálido aplauso de mitad de performance, el recitador continuó, como si nada: “A lo lejos…” y no hubo que lamentar más víctimas verbales de la interrupción. El verdadero final de “y éstos sean los últimos versos que yo le escribo” fue seguido de muy ubicados aplausos, y la circulación de la gorra fue precedida por una didáctica de referencia bibliográfica: el hombre situó el poema como parte de lo que llamó “una publicación”; dio el título completo; exhortó a leerlo sin intermediarios.
Cuando bajó, no lo pude seguir. Me pregunté si su repertorio sería más amplio o si, por el momento, insistiría con el Poema 20. En ese caso, la experiencia del final previo por la acción del público fuera de libreto, ¿habría ocurrido por primera vez o ya venía siendo experimentada en realizaciones anteriores? Y si había sido así, ¿el intérprete no había corregido, como Neruda mismo en el disco, su versión, ni desplegado una estrategia ad hoc posterior a los aplausos adelantados? Y eso, ¿sería mera irreflexión de artista trashumante o astuta capitalización del malentendido, porque posibilitaría dos aplausos para una misma interpretación? Ya que nada es verificable, elijo pensar que el aplauso intempestivo fue una completa sorpresa, otra primera audición, esta vez para el decidor ambulante. De ser así, poco menos de un siglo después y a mil quinientos quilómetros de distancia de su escritura (parecen datos irrelevantes en la espaciotemporalidad digital en red), el poema se habría encontrado con una recepción accidentada, que en cierta forma lo puso a prueba y desvió su rumbo. Un hito en la historia de su recepción productiva, verificado fehacientemente en las catacumbas de Buenos Aires, el 3 de enero de 2019, poco antes de las siete de la tarde.
Coda escaleras arriba
Así como el poema puede ser interrogado desde su posteridad, admite una interpelación desde el pasado. Pienso en “Amor sádico” de Julio Herrera y Reissig (Los peregrinos de piedra, 1909). Donde Neruda escribe “Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise” y enseguida “Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero”, el soneto de Herrera corrige, quince años antes, “Ya no la amaba, sin dejar por eso / de amar la sombra de su amor distante”; el mälstrom verbal que se desencadena concluye: “Y ya perdida para siempre […/…], ¡Jamás viví como en aquella muerte!”
No quisiera caer, en el cotejo de ambas resoluciones, en la facilidad de las remisiones epocales, que ignorarían el anacronismo de toda contemporaneidad, ni en la comodidad de la apelación a los (reduccion)ismos. Arriesgaré, más bien, que si Neruda incrementa el voltaje emocional de una melancolía de la vacilación y quizá de la culpa, Herrera apela a la coexistencia ambigua y perversa de dos sentimientos encontrados; donde uno pulsa con su letanía la cuerda de la pena y la nostalgia, el otro ensaya el goce del juego conceptual con la paradoja, que viene de una larga tradición poética: “¡Nunca te amé como en aquel minuto!”
En la furiosa juntura de la afirmación negada de la temporalidad (nunca) con la precisión circunstanciada de una de las unidades de medida del tiempo terrestre (minuto) en que todo se extrema, resplandece la supernova revulsiva de las pasiones, estalla la devastadora consumación del amor.
(Actualización mayo-junio 2019/ BazarAmericano)