diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Julio Schvartzman
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Ausencias reales
Tamburello

Una y otra vez declarada caduca, la épica persiste en una sobrevida abundante. ¿Por qué este asombro y este amor por lo heroico? No importa que haya abandonado las formas más encumbradas. Tal vez nunca las invistió, tal vez se trató siempre de la respuesta de una comunidad, o de un pueblo, a la experiencia de la muerte. Aunque solicitada por el así llamado arte, su apropiación es posterior y se extingue casi de inmediato. La seriedad adulta y la buena conciencia solo pueden considerarla una infantilidad o, peor aún, un resabio inapropiado después de que las guerras modernas la hubieron mancillado con lo innominable. Pero el sentimiento persiste aun. Borges lo visita como nostalgia y Bataille como experiencia sagrada. Después, solo es un espectro en el imaginario popular, que muy pronto gana el mainstream y que mantiene en forma acaso indiscernible algunos deportes. Un futbolero debe admitirlo: Messi no puede morir en una cancha. En la épica, se trata de poder morir, de hacer de la muerte una posibilidad.

Cuando tenía trece años, vi morir a Ayrton Senna en la pista de carrera. Recuerdo ese 1 de mayo con resplandeciente nitidez, un espléndido domingo de otoño. Fue la primera vez que tuve alguna experiencia de la muerte. Había perdido a mi abuelo y a algún primo antes, pero era demasiado chico para sentir algo y, además, no lo había presenciado. La cada vez más sofisticada televisación de los espectáculos deportivos volvía posible siquiera darnos la ilusión de que un relato captaba lo inatrapable. Para mí fue algo crucial, aunque solo mucho después podría elucubrar alguna razón.

Con el aniversario enfático, tuve la excusa para volver a ver “Senna”, el documental de Asif Kapadia. Aunque con algunos ribetes melodramáticos, la película tiene su mérito y, supongo, no necesita mucho para conmover a quienes veíamos las carreras de Senna en aquellos años. Por tratarse de un documental, el largo juega con una paradoja de base. La muerte de Senna estuvo rodeada de misterios y sospechas respecto de las medidas de seguridad en la Fórmula 1. De hecho, Frank Williams fue llevado a juicio y luego absuelto (eso no aparece en el film, que termina cronológicamente en el funeral). Pero la película, elaborada con material de archivo y testimonios póstumos, lejos de pretender esclarecer, tiende más bien a restituir el misterio, a hacerlo más espeso.

Comienza con las carreras de karting que un muy joven Senna protagoniza para de inmediato trasladarse desde su Brasil natal a Europa. De entrada nomás, la épica es la experiencia de su pérdida, que solo pertenece a la infancia: la voz en off de Senna nos dice que entonces, en las carreras de karting, se trataba solo de correr, no había ni política ni dinero. Esto anticipa uno de los ejes del relato: Senna como un corredor salvaje, natural, enfrentado primero con el poder político de la FIA y después con la creciente tecnología electrónica de los monoplazas. Su duelo personal con Alain Prost forma parte de esa batalla. El retrato de Senna es el del típico brasileño de fervor religioso. El francés, alias “el Profesor”, es, muy por el contrario, el corredor táctico y cerebral. De modo que la batalla es entre el telurismo americano, que encarna la experiencia sagrada de vivir cada vez el riesgo de la muerte, y la racionalidad ilustrada, que encarna la creciente politización y tecnologización del deporte. Desde luego que la película carga las tintas, pero eso es justamente lo espléndido, su afán mitificador. Hasta el predominio del primer plano lo subraya: el rostro de Senna, bello como un mártir en estampita, tiene esos ojos siempre tristes, como empañados, incluso cuando sonríe (y lo hace a menudo), mientras que Prost, aunque su peinado lo acerca a guitarrista de banda de rock inglesa, exhibe siempre dos ojos bien abiertos y penetrantes que parecen calcularlo todo.

En el gran premio de Montecarlo de 1988, primer año en el que ambos corren en la misma escudería (los inolvidables McLaren Honda, rojos y blancos, con la propaganda de Marlboro), Senna va ganando la carrera con unos cuantos segundos de ventaja sobre Prost. No faltan muchas vueltas. Entonces siente que ya no conduce con su conciencia, sino que se ha liberado de ella o ella lo ha abandonado, poniéndolo en otro plano, en otra dimensión. Con la carrera en el puño y los ingenieros que le dicen por radio que puede desacelerar sin riesgo de perder la punta, Senna termina chocando. Después declara: “De algún modo, me sentí más cerca de Dios”. Hay en el piloto una especie de exceso que no obstante prescinde de estridencias. El momento epifánico, que lo coloca en un plano sagrado, es el del máximo riesgo y el de la transformación: ese año gana su primer campeonato. Al siguiente, cuando los compañeros de equipo ya se enfrentan explícitamente dejando de lado la camaradería, el francés le arrebata el título “en el escritorio”. Prost declara: “Ayrton tiene un problema. Piensa que no puede morir porque cree en Dios y cosas así”. Senna contesta que el hecho de creer en Dios no significa que se considere inmortal y que tiene tanto miedo como cualquier otro de salir lastimado durante una carrera.

A fines de los años 80, el enemigo de nuestro héroe es la política: el presidente de la FIA, francés y amigo de Prost, le robó por lo menos un campeonato al brasileño. En los 90, el monstruo es otro: la tecnología. En 1992, Nigel Mansell, eterno segundón, corredor sin carisma y siempre ofuscado por percances técnicos, sale campeón gracias a la notoria superioridad de los Williams Renault, que poseen la ventaja de una suspensión electrónica. Tanto se notaba que Mansell solo quería sacarse la espina que ahí nomás anunció su retiro, aunque después volvería (esto no está en el documental pero así lo recuerdo, porque era entonces el tipo que más antipatía me producía en el circuito). Williams contrata a Prost para la temporada 1993 y el francés gana el título, también retirándose. Pero cuando es el turno de Senna, la FIA prohíbe la suspensión electrónica para emparejar las cosas.

La última parte del film subraya la idea de fatalidad, de destino aciago. Senna no se siente cómodo en el Williams. No hace ningún podio en las primeras carreras, durante las cuales domina el joven Michael Schumacher, un Alain Prost más gélido y sucio, germano hasta el tuétano, que por vivir demasiado y ganar demasiado terminaría muchos años después de un modo tan antiépico. En los días previos al gran premio de San Marino, se suceden los accidentes: se estrella Rubens Barrichelo, paisano y amigo de Senna, aunque sale ileso. Durante las pruebas de clasificación del 30 de abril, el austríaco Roland Ratzenberger choca a 300 kilómetros por hora y muere en el acto (hacía más de diez años que no había un accidente fatal en la categoría). Senna lo ve por las pantallas del pit. Parece una ficción, pero se trata de imágenes de archivo: ¿cuánto logra el montaje y cuánto pertenece de suyo a las imágenes? ¿Cómo pudo ser captada esa mirada, el terrible presentimiento, la negrura del presagio en sus empañados ojos? ¿O es que la narrativa del film nos lo hace sentir de ese modo? Con la pole position, Senna se sube a su Williams. Viene salado con el monoplaza, tiene al alemán detrás, el circuito de Imola parece embrujado. En una imagen previa a la largada, la mirada de Senna es una mezcla de espanto y de resignación, como si pudiera sentir lo que se avecina. En un inicio con más accidentes en la fila, Senna agarra la punta seguido de cerca por Schumacher. Durante la séptima vuelta, no logra tomar la peligrosísima curva de Tamburello y se estrella contra el muro de cemento. Aunque en el momento la televisión no lo informó (lo recuerdo claramente y en el documental no consta), Ayrton Senna da Silva había muerto en la pista a los 34 años. Fue el último héroe del automovilismo: el que pudo, como los compadritos de Borges, morir en su ley.

 

(Actualización mayo-junio 2019/ BazarAmericano)

 




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ISSN 2314-1646