diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Compruebo con perplejidad que las escrituras más interesantes sobre experiencias literarias las están haciendo no los críticos (la mayoría de ellos enfrascados en discusiones estúpidas y de gueto), sino los filósofos. O, para no ponerlo en términos valorativos, caigo en la cuenta de que estoy leyendo con amor y voracidad ensayos sobre literatura (y sobre filosofía y sobre cine y sobre arte y sobre política: no hay deslindes claros de esferas) de filósofos inquietantes, que desde el interior de la investigación en la Argentina (esa investigación que está puesta en jaque por las políticas de ajuste y de productividad) ponen la disciplina fuera de quicio y la vuelven un potente objeto de interrogación del presente. Fabián Ludueña Romandini, Silvia Schwarzböck, Germán Osvaldo Prósperi, Mónica Cragnolini: los espectros, los monstruos, las almas, los animales. No puede ser casual: siempre me interesaron los críticos literarios de prosapia filosófica. Pero también recupero cierto estilo exasperado que en mi juventud no se hallaba debidamente pulido y que ahora me asedia (como un fantasma) en la prosa paratáctica de José Miccio y en su invención para escribir sobre cine (y sobre literatura) desprovisto, como una vez dijo Aira, de “ortopedias” teórico-literarias.
La colisión es des-astrosa. Entro en un ensueño con el alma (en sentido hegeliano) despierta y me asedian imágenes de una película que he vuelto a ver hace poco, A Ghost Story, de David Lowery. Pienso un ensayo que tal vez no termine nunca y que acaso nunca comience. Un ensayo sobre cine que le pueda dedicar a Miccio. Un texto rapsódico y esquizofrénico que vaya de A Ghost Story hasta Zama de Lucrecia Martel y de ahí pase a Le grand bleu de Luc Besson y termine en Solaris de Tarvoksvki (¿o de Lem?). El paso de una película a otra se haría en el modo del encadenamiento y no de la totalidad del “corpus”. ¡Al carajo con el corpus y su justificación! Semejanzas inmateriales que funcionen como bisagras o eslabones de manera que, en efecto, poco tenga que ver, o no tenga nada que ver, Lowery con Tarkovski (¿o sí?; ¿no son también espantos los de Solaris?).
En la maravillosa y conmovedora y desoladora (la yuxtaposición de fuertes impresiones sensitivas me hace no querer corregir este ripio) película de Lowery, los espectros van poco a poco perdiendo su carácter humano. Fuera del tiempo, el fantasma es el haz de recuerdos de un lugar, pero también su espera. No es nunca actual, sino apenas contemporáneo. Carece de género (inmensa trampa del film, que le pone una sábana con florcitas al fantasma de la casa vecina, de modo que las dos veces que vi la película pude imaginar una fantasma mujer, como se supone que es un fantasma hombre el que deja la muerte de Casey Affleck). Siendo nada más que el recuerdo de un mundo (inmaterialidad pre y pos-humana que vuelve al lugar neutro un espacio, un hábitat, un mundo), tampoco tiene memoria: la devastadora respuesta de la mujer fantasma o el fantasma femenino, –Estoy esperando a alguien. –¿A quién? –pregunta el fantasma de Casey Affleck. –No lo recuerdo. ¿Qué será de los espectros cuando el planeta sea destruido y cuando, después, el universo llegue a su fin? Hay una pregunta por la supervivencia de los fantasmas que va mucho más lejos que la pregunta limitada sobre la especie humana. El espanto nos precede (primera escena de la película, y también última, o penúltima): el fantasma, cansado (con ese cansancio que es previo a todo trabajo, ese cansancio del que Sergio Cueto habla a propósito de Blanchot), con un cansancio del tamaño del universo, se sienta en el taburete del piano y roza el teclado produciendo un ataque escalofriante (en la primera escena) y tristísimo (en la penúltima).
Martel vio mejor que muchos críticos literarios el estatuto espectrológico de la animalidad dibenedettiana. Hizo muy bien en suprimir en archi-quemado mono muerto, fetiche de la crítica especializada (al que inevitablemente convierten en metáfora, soslayando su corporalidad literal: es un mono muerto, pero todavía entero, un cadáver de mono, una persistencia de la vida más allá de la “muerte”), pero me hubiera gustado que filmara el puma alucinante que Zama ve o imagina (es un ensueño, una imagen hipnagógica) justo antes de fisgonear el baño de Luciana Piñares de Luenga. Zama (la película) multiplica los animales en una dimensión que no es la de este mundo, sino la de los espectros. La lectura de Martel transforma en imágenes cinematográficas (me importa un huevo el problema de la adaptación) aquello que es invisible: no tanto la espera (otro fetiche de los críticos de la novela), sino más bien el asedio. Se trata de una verdadera hauntología, una experiencia del futuro que naufraga y por eso mismo, cada vez, permanece como futuro, como inminencia, no como utopía sino como esperanza, y como esperanza cada vez defraudada.
Lo que asedia (haunt) completa su transformación no solo a-humana, sino también no-viva, no-orgánica, en el sublime mar de Le grand bleu: la inquietante familiaridad se vuelve geodésica, planetaria, cósmica, pero no hacia el afuera, sino hacia el vientre. Jacques Mayol, el hombre-pez, el hombre-delfín, está fascinado con la infinitud vertical del océano, con un azul que se vuelve negro, en el que la compañía de los mamíferos acuáticos restituye un vínculo con una comunidad de vivientes no-terrenal, fantasmal pero acuática, pre-natal, en un agua que es también la nostalgia de la vida intra-uterina (guiño psicoanalítico: Jacques nunca conoció a su mamá), esa vida que para Hegel es alma, pero no sujeto, una vida des-subjetiva, animal (que también tiene alma) en un líquido amniótico cuya efervescencia rebosa y aniquila. Un océano batailleano donde la vida es tal porque se pone en juego en cada apnea, en cada interrupción del respirar, porque el agua suspende la existencia terrenal, es interpolación sagrada de la vida profana, es un ahogamiento del flujo vital que cuanto más se acerca a la muerte, cuanto más oscuro se pone el azul, más vida es, más intensidad, más inhumanidad, pero también más soledad, más abandono y trance. Jacques practica horas de yoga antes de sumergirse en lo innominado. La respiración fluida, su corazón de ballena (porque a la historia psicológica la preside una condición genética: ¿será su madre desconocida un animal acuático?), lo preparan para el momento de la gran interrupción, la experiencia apneica de morir sin morir, de suspender el ritmo (cardíaco, cósmico) en la caída libre hacia el abismo, que todo el tiempo tienta con la alegoría, pero que, como el ruido de El silenciero, es horriblemente, maravillosamente, literal.
Si Dios puede ser, al fin y al cabo, solo un modo de designar al amor en su dimensión impersonal, también puede ser una palabra para nombrar un miedo también ilocalizable. Es la lectura teológica que Tarkovski hace de la novela de Lem. El planeta Solaris de Lem es borgiano. El océano vivo de Tarkovski es eckartiano. El océano in-humano de Besson se vuelve océano místico en Tarkovski. O demoníaco. Las fuerzas demoníacas que metamorfosean en imágenes fantasmales no lo que pensamos, sino lo que nos piensa; no lo que recordamos o fantaseamos, sino aquello que nos fantasea y nos recuerda a nosotros (habría que revisar en esta clave “Las ruinas circulares” de Borges). Los espectros solaristas poseen la presencia inquietante de lo que no conocemos pero presentimos, lo que no dominamos pero sabemos que existe porque nos domina. El océano demonio nos devuelve lo que deseamos, lo que anhelamos, lo que hemos perdido, y nos los regala con todo el terror que puede tener un deseo cumplido (como en la fábula romántica de la mano de mono: cuidado con lo que deseas, porque puede ser concedido). Los espectros no asedian desde afuera, sino que habían estado siempre aquí, en la casa que llamamos nuestra memoria, en el espacio desconocido de lo que llamamos nuestra intimidad. Nos convertimos en espantos. Nos espanta el espanto. Tenemos miedo del miedo. Pero el miedo es también la intensidad de lo que amamos.
(Actualización septiembre – octubre 2018/ BazarAmericano)