diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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After plop!
Al son de los tranvías africanos

1 – La casa se reserva el derecho de admisión
Vi Star Wars: Episode IV – A New Hope en el Palacio del Cine de Bahía Blanca cuando tenía doce años y la película todavía no era la cuarta parte de nada sino sólo una película de ciencia ficción que no se llamaba Una Nueva Esperanza sino La Guerra de las Galaxias. Ya no sé qué recuerdo de esa función, porque he vuelto a ver la película con mis hijos en el cine, en video, en dvd, online en la web, sola, con las dos partes que le siguen, con las tres que la anteceden, con escenas que habían quedado fuera en el primer corte, digitalizada, con comentarios del director, con nuevo tratamiento de sonido y no sé, francamente, qué más. Hay, sin embargo, una escena que sí recuerdo de esa primera vez, una escena clásica, de apenas siete minutos: el momento en el que Obi Wan y Luke buscan un piloto y una nave y llegan a la cantina del puerto de Mos Eisley, en el planeta Tatooine, donde se encuentran con Harrison Ford. La cantina de Mos Eisley (que es posible encontrar en Wikipedia bajo la categoría Restaurantes Ficticios) era gloriosa, con una variedad de muñecos de distintos planetas, que, presentada como el lugar más peligroso del puerto, parecía más bien un cuadro del Show de los Muppets, con un toque lisérgico, eso sí. Era fácil, a los doce, a los quince y hasta un poco más grande, encontrar a la cantina estelar replicada en distintos escenarios de la ciudad: el bar La Morenita, de Villa Mitre, o El Viejo Tropezón, de Tiro Federal, eran la cantina de Mos Eisley, la mesa de padres, abuelos y tíos en los cumpleaños de quince de nuestras compañeras de colegio era una versión dark de la cantina de Mos Eisley, y el Club Universitario después de las cuatro de la mañana era sin duda lo más parecido a la cantina de Mos Eisley que uno podía encontrar en este rincón de la galaxia.
Treinta años después, bien mirada, la cantina de Mos Eisley parece ser bastante menos misteriosa que sus simulacros bahienses. Veamos: está en un puerto, es posible encontrar en ella pilotos aventureros que se manejan por su cuenta, todos borrachos y fuera de la ley: es una taberna de película de piratas. Pero también: hay un empujón, un inicio de pelea, alguien desenfunda y pone orden: es el clásico saloon de western. Y más aún: un matón aparece, encañona al muchacho, hay amenazas y el reclamo de una deuda en nombre de quien controla el lugar: es el típico bar clandestino de la ley seca. Sí, la cantina de Mos Eisley es un collage de versiones de cine genérico, con alienígenas. Sobre esas versiones reconocibles, familiares, la cantina se presenta como el lugar en el que cualquier encuentro podría volverse posible. O al menos eso nos pareció en 1977, y así fue archivada en nuestra memoria para reactivarse con cada relanzamiento, y ante cada situación anómala. Sin embargo, la música que se escucha ahí no es ningún tipo de mezcla bizarra, es más, suena bastante parecida a lo que en la tierra conocemos como jazz, y es todo un dato. Uno hubiera esperado, como mínimo, encontrarse con una versión galáctica de The Beatles haciendo una versión galáctica de I am the Walrus, pero no, la cantina mantiene un equilibrio entre estereotipo y desborde que no debe romperse. Es un escenario clásico donde lo verdaderamente monstruoso, es decir, el encuentro imprevisto e inconveniente, ha sido conjurado.
La singularidad de la cantina de Mos Eisley es precisamente parecerse a todos los bares, tabernas y saloons que existieron, existen y existirán en el universo cinematográfico. Como buen producto destinado a perdurar (es decir, a volverse citable) en el paraíso pop, responde a una fórmula básica e ineludible: 80% parecido a, 20% novedad (la proporción puede variar, aunque dentro de márgenes más bien restringidos).
Veamos ahora la versión que de un tema del folklore argentino hace un artista que si bien fue nominado como “Mejor Artista Pop revelación” para los premios Billboard Latin Awards 2001, nunca podría tocar, por inconveniente, en el remoto puerto del remoto y multicultural planeta Tatooine.

2 – ¿Sueñan los kollas con vicuñas electrónicas?
El destino de las canciones populares es permanecer en estado de disponibilidad continua a los efectos de ser reversionadas una y otra vez. Hay versiones que consiguen potenciar una canción y desplazarla a un nuevo horizonte de sentido, como es el caso de La cucaracha por Lila Downs, El arriero por Divididos o My way por Sid Vicius. Y hay versiones que no. Un claro ejemplo lo constituye la Banda del Liceo Militar Argentino cuando interpreta (tal vez resulte más adecuado decir: ejecuta) Luna tucumana.
Hay, también, canciones que se sobreponen con orgullo a las versiones que les toca padecer. Un caso paradigmático es el de El Humahuaqueño, que consiguió sobrevivir a Roberto Carlos en los lejanos setentas, y en el turbulento 2001, a King África.

La versión de King África es casi un catálogo, perfectamente utilizable con fines didácticos, de lo inconveniente a la hora de versionar un tema folklórico. Establezcamos una comparación: si en la letra de El arriero la indignación está puesta en sordina, en un tema que es casi un lamento, la versión de Divididos transforma esa indignación en corriente eléctrica que crispa el tema de principio a fin, tanto en la guitarra como en la voz de Mollo. La versión potencia algo que estaba en la canción original, y desde ahí la vuelve otra, sin que por eso deje de ser la misma. Por el contrario, en la versión y en el clip de El Humahuaqueño todo parece colisionar con la versión original, empezando por la vestimenta: King África luce como un Ekeko comprado en un supermercado chino. Su performance como rapper lejos de, digamos, Public Enemy, Cypress Hill o 50cents, se asemeja, en su gestualidad, a los movimientos de “artes marciales intergalácticas” de los Power Rangers (que tanto nos gustan en los Beastie Boys), y en su vocalización, surgida entre quenas, charangos y el melodioso canto de un kolla, a la vociferación de un vendedor de choripán de tribuna futbolera. Agreguemos a todo eso dos bailarinas entre swahilis y cariocas (no descartemos que sean uruguayas), sacudiendo caderas en medio de una diablada en (¿dónde sino?) Humahuaca, y obtendremos una versión que produce vértigo. Es decir, una versión que no dudaremos en calificar, contra todas las expectativas, de fascinante.
Volvamos a El arriero: versos como “las penas son de nosotros, las vaquitas son ajenas” contienen el grito en estado embrionario. Mérito de Divididos haberlo dejado salir. Concedamos que, por el contrario, es una empresa condenada al fracaso intentar rapear: “llegando está el carnaval / quebradeño mi cholitay” (por algo nunca lo intentaron los siempre-cool Ilia Kuryaki and the Valderramas). El estupor, y la risa, que provoca la versión africana de El Humahuaqueño (al fin de cuentas, es una versión festiva, y carnavalesca) nos previenen contra toda mistificación esencialista y recaídas en adhesiones a “las raíces milenarias (o minerales) del canto ancestral del pueblo”, o cosas así. La inconveniencia de la versión africana deja escuchar, ya no las coplas que el viento susurra al oído de la gente sencilla (en principio porque no hay nada parecido en el planeta tierra a esa entelequia que los medios venden como “gente sencilla”), sino más bien el run run de un tranvía inglés sobre las adoquinadas calles porteñas. Subamos.

3 – Last tramway to Humahuaca
El compositor de El Humahuaqueño es Edmundo “Porteño” Zaldívar (hijo), nacido en Buenos Aires, quien en el año 1941 forma parte del conjunto “Motivos de mi Tierra”, de presentación regular en Radio El Mundo. Zaldívar se sube regularmente a un tranvía para hacer las cinco cuadras adoquinadas que separan su casa del estudio de la radio, y la mañana en que lo sorprendemos se encuentra particularmente enfrascado en su asiento junto a la ventanilla: en la radio le han pedido que componga un “aire norteño”, en vista de que el repertorio habitual (cuyano-pampeano) comienza a decaer entre los oyentes. Zaldívar está un poco perdido. En principio, no conoce el norte, aunque tiene, sí, una idea de su música, y algo como una tarjeta postal del altiplano en su cabeza. Poco como para encarar una composición que aspire a sonar creíblemente “norteña”. De todos modos, como Zaldívar es un profesional talentoso y responsable, y trabaja para un medio que tiene necesidades y plazos muy concretos, ahí va, probando ritmos y melodías en silencio. Y finalmente esa mañana de 1941, con el run run de la rueda sobre el riel todavía en su cabeza, Zaldívar baja y siente que está en condiciones de cumplir con el pedido. Tiene algo, aunque no sabe aún que es. Tiene el nombre, porque la mínima acción transcurre en Humahuaca, y poco más. Sabe que no ha hecho cualquier cosa, que el tema suena bien y es verosímil (así se lo hacen saber sus compañeros de “Motivos de mi tierra”), pero no consigue ubicarlo genéricamente: es que el andar del tranvía le aplicó una regularidad al fraseo y al juego rítmico-melódico del tema que lo distancian de lo que tranquilamente podría haber sido un huayno. Sin encontrar otra solución, y contra reloj, Zaldívar inventa un género para una sola canción: el carnavalito (la letra también habla de eso), y se decide a lanzarlo, más como un compromiso profesional que a partir de una convicción profunda. El tema prende, es un hit, da la vuelta al mundo con el ballet folklórico de Joaquín Pérez Fernández y es adoptado como propio en la mismísima Humahuaca. El círculo se cierra con la llegada, finalmente, de Edmundo “Porteño” Zaldívar (hijo) a Humahuaca en 1951, en gira con su conjunto musical, y con el decreto nº 3621 de fecha 30 de septiembre de 1954, expedido por el Poder Ejecutivo Provincial, que declara a El Humahuaqueño baile y música regional de la provincia de Jujuy.
Si volvemos a You tube, y vemos los comentarios debajo de las distintas versiones de El Humauqueño por King África, notaremos, entre una serie de adjetivos calificativos descalificadores, que al carnavalito se le adjudican distintos orígenes: se dice que es peruano, que es chileno, que es boliviano, que es argentino, se sostiene que es música milenaria legada por los incas. De modo que el ciclo se completa en el momento en que una canción creada para la industria cultural olvida su origen y se folkloriza. Ha comenzado el proceso de mineralización, a costa incluso de obviar que la tríada “erke, charango y bombo” es ficcional: nada semejante es posible encontrar en Humahuaca, es “una asociación instrumental tan insólita como absolutamente inexistente” (1)
Ahora sabemos, entonces, que la versión de King África, rapeada y con bailarinas swahilis, es una combinación tan inverosímil como lo es la cercanía de un erke con un charango y un bombo, ni más ni menos. Se trata de un producto multimedial del siglo XXI que versiona un producto radial del siglo XX: el primero utilizado por Burger King para una campaña publicitaria, el segundo apropiado por los humahuaqueños para sus ceremonias religiosas (y sus actividades comerciales, como el turismo). Por ningún lado raíces milenarias, sino usos y contextos diferentes. Y no se trata, por supuesto, de disolver todo intento de construcción identitaria regional en un magma global y mediático, sino de tomar nota de las complejidades que se presentan en la actualidad para dar cuenta de los modos en que precisamente esa construcción se produce, sin caer en mistificaciones ni replegarse en argumentos esencialistas.
Zaldívar fabricó un clásico de la puna con ritmo de tranvía y se apoyó en el lugar común para la letra:. Él sí puede acodarse en la barra de la cantina de Mos Eisley y pedir un trago intergaláctico: su novedad se montó sobre lo ya conocido y de ese modo inventó una tradición ancestral. King África, prohibida su entrada en el planeta Tatooine por inconveniente, nos mira a la distancia: en su exitoso exilio ibérico prepara nuevos hits y se prueba las ropas del ser nacional siglo XXI, hechas de retazos inconciliables, explícitamente artificiales y excesivas, paradójicas, festivas, recién llegadas del continente negro (que es posible encontrar en Wikipedia bajo la categoría Continentes Ficticios).


(1) Pérez Bugallo, Rubén, Catálogo ilustrado de instrumentos musicales argentinos, Ediciones del sol, Buenos Aires, 1993.

 

(Actualización agosto-septiembre 2010/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646