diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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En un cuento de Graciela Montes que no puedo localizar, alguien, en Río Grande do Sul, siente que está ensillando con palabras. Tal cual. Oigo la voz de mi viejo, buen jinete entrerriano, recitarme el ritual de las pilchas del apero: sudadera, jerga, carona, lomillo, cincha, cojinillo, sobrepuesto… Él contaba y parecía estar viendo. Yo oía y eran solo términos; pero tenían la virtud de reconstruir un mundo, por desconocido que fuera para oídos urbanos, en tiempos en que mi padre ya solo jineteaba un Chevrolet 39, gran fierro que, eso sí, tenía estribos.
Esa magia oral poderosa, ajena a todo diccionario por más que parezca requerirlo a quienes no pertenecen del todo al hábitat aludido, retorna cada vez que escucho “Pelajes entreverados”, milonga campera que escribió Carlos Adolfo Castello Luro en los primeros sesentas, y que Atahualpa Yupanqui musicalizó en 1966, dándole, además, una versión definitiva.
Son seis décimas que consuman un prodigio: en la exposición del vínculo de la voz que canta con los yeguarizos, se despliega un inventario de cincuenta y cuatro pelajes distintos. Todo, en sesenta versos, y la hazaña es mayor si se considera que los catorce primeros (la décima de arranque y la mitad más corta de la siguiente) se destinan a hablar de uno solo:
Tuve un lindo doradillo;
salió de un monte con puerta;
medio charcón, lista tuerta
y apenitas de colmillo.
Por lo blanco en los codillos
era mi flete lagarto,
recio de encuentro y de cuartos,
como avenao de ligero;
ni lo véian los rayeros:
de ganar ya estaba harto.
Se lo llevó el romerillo
por emprestarlo una vuelta.
Ya no arrebata más sueltas…
Se apagó mi doradillo.
(A falta de una transcripción confiable en texto y puntuación –lo que más se viraliza en internet son los errores–, prefiero correr el riesgo de la mía propia.)
La evocación del inicio no podría ser más virtuosa ni estar más filtrada de emoción, hasta en el deleite de la imprecisión: charcón (flacucho) pero no del todo; colmillo (no tendría el pingo, entonces, menos de tres años), pero apenitas. El color de la capa se complementa con el apunte sobre la raya algo desviada en la cabeza. Aquí y en lo mucho que resta, el lego (como yo) se pierde, y es bueno perderse, pero no tanto como para que la intuición no lo auxilie, cuando no lo hace la propia canción, al proporcionar, como al descuido, la definición de lo que nombra: era lagarto “por lo blanco en los codillos”, y ya está completada la imagen. Es más: saber, a veces, tampoco ayuda; durante años, escuché “como venao de ligero”, y estaba muy bien y así lo canta Atilio Reynoso: es una comparación apoyada en la experiencia propia o ajena y en la tradición; en el Paulino Lucero de Ascasubi alguien dispara “más ligero que un venao”. Pero Yupanqui canta, clarito: “como avenao de ligero”, y entonces el símil pega un giro algo extraño: ahora la idea es que el doradillo corre como loco, y en la ponderación se dibuja una sonrisa de ternura.
Pongo el tilde ortográficamente indebido pero orientador en véian, porque corresponde al decir de los mejores intérpretes, a tono a su vez con la escucha que pide el verso, lo que remite al gran descubrimiento de Élida Lois en su edición crítica del Martín Fierro para la colección Archivos, que ha marcado un hito en la historia de la lectura del poema: se trata de la decisiva sinéresis que, contra toda prescripción culta o académica, une en diptongo sílabas que la gramática de la lengua general manda separar. Esa observación –que data de 2001 y que evidencia las ventajas de poner el oído en lo que se lee– permitió entender por primera vez la causa de la insólita acusación de Mitre y Cané, que consideraban que Hernández contaba mal las sílabas y pifiaba el octosílabo: en realidad, eran ellos quienes no podían entrar en el territorio del habla de los paisanos, que (otra vez según Lois) el texto de Hernández, alternativamente y según su humor político para la fecha de la reedición, enfatizaba con esa sinéresis o moderaba buscándole equivalencias menos hostiles al oído (sordo) de algunos letrados.
Detrás de la hiperbólica afirmación de la invisibilidad del doradillo para los jueces de raya y del gracioso y presumido hartazgo de ganar, se indicia la práctica de las carreras cuadreras y en particular del mundo de las apuestas del jinete, que atraviesa con no poca discreción el desarrollo de “Pelajes entreverados”.
En la segunda décima sobreviene la pérdida y un principio, no más que eso, de duelo o elegía. Hay un tenue ejercicio de la culpa por haber emprestado esa joya a quien no supo valorar lo que tomaba. Haber dejado pastar al flete donde crecía el venenoso follaje del romerillo implica una desidia imperdonable, que el viejo refranero contempla y condena en sentencias ya sagaces, ya conservadoras. Así, “El ojo del amo engorda el ganado” encarece el celo del propietario y fustiga tácitamente a quien descuida un bien que no le pertenece. Otros dichos son más específicos y maliciosos: “A caballo ajeno, espuelas propias” (en otras palabras: poco cariño, mucho rigor), y también “Caballo ajeno, ni come ni se cansa”; es decir, para qué alimentarlo si es de otro; y por lo mismo, por qué no extenuarlo en la carrera.
Tras la contenida lágrima de “se apagó mi doradillo”, eso es todo. Sin transición, la estrofa sigue: “Hoy tengo un chuzo tordillo”. Y ya. Si antes tuve uno, ahora tengo otro. La breve y conmovedora historia inicial se cierra y advertimos, no bien asoma el buen tordillo, que ha sido solo el principio, algo dilatado, de la exhibición de un conjunto: de una tropilla. Solo en uno de los demás ejemplares exhibidos se insinúan las delgadas líneas de una historia:
Un flor de gateao tiznao
me sacó de mil apuros:
marca de Remigio Luro
–me lo habían regalao.
En rápida secuencia, la caracterización en alabanza, el destino del complejo animal/jinete (o sin eufemismos: el servicio prestado por uno al otro), el establecimiento de origen (a través de la violencia naturalizada de la marca) y la vía de adquisición: el don, el obsequio. Mucho, todo junto, apretado. Y en la huella simbólica de la yerra, la firma de autoría en el interior de la composición: algo debió ser Remigio, seguramente, de Carlos, y ahora el parentesco vuelve, otra vez, como marca.
No son de naturaleza muy misteriosa los apuros de los que el gateado pudo haber sacado a su jockey. Se confirma la idea de que estos pingos, al menos en una parte considerable, son parejeros. Sin que se lo mencione, el dinero va y viene. Y luego: “De ahí [de don Remigio] procedía un bragao, / un tostao, un lunarejo”… Y la serie se dispara, arrebatada como el doradillo en las largadas, en tiradas como esta:
maneao de atrás, el fajao,
raya’e mula, el media res,
mancha, pintao, yaguané,
rabicano y por si salvo,
uno, dos, tres y cuatro albo,
bien calzao y pangaré.
En la cascada verbal, el rendimiento de la enumeración pasa de catorce versos para un solo ejemplar, a cuatro, a dos, a uno… y ya en la escala menor del interior del octosílabo, a la mención de uno, dos, tres y hasta cuatro. Es otra magia, asociada a la medida y al ritmo de la composición. Ahora la descripción se agota en el nombre del tipo, y ya no hay historia ni modo alguno de individuación, sino el goce puro del floreo de nombrar. Como en el mítico catálogo de las naves aqueas del canto II de la Ilíada, estamos ante el arte de hacer de la clasificación, frase; de la tipología, discurso; de la nómina, expresión; del sistema, performance. Con un plus que requiere atender a lo no dicho: en Homero, el término correspondiente a nave o nao (ναuς en sus distintas inflexiones de caso y número) aparece con mucha frecuencia; en la milonga de asunto netamente equino, caballo no se dice nunca. Para el amansador, caballo es una abstracción, como árbol para el leñador o, mejor todavía, para el que lo planta. En cambio, flete habla del afecto y colorao gargantilla de este mismo que estoy viendo o montando. Las denominaciones son las aceptadas y reconocidas, si no todas en todos los rincones del idioma, todas sin duda en el ámbito pampeano y en su irradiación geolectal más o menos cercana. Y la alternancia de distintos criterios en la conformación de la nomenclatura es en sí fascinante. ¿Alguien se ocupó de hacer un estudio semiológico del sistema del pelaje? Sería bueno. Daría testimonio no solo o no tanto de la variedad del objeto sino de las vías de su percepción: el espectro cromático, los matices, las formas –círculos, tiras, manchas, estrellas–, las partes del cuerpo –lomo, cabeza, ojos, encuentro, verijas, patas, remos, cola, crin…–, la combinación y hasta la superposición de perspectivas. Y también del arsenal poético empleado: una paleta chúcara –la mezcla que da el rosillo–, metáforas visuales –nevado, sangre de toro, huevo de pato; el yaguané que apela al zorrino por las franjas que contrastan con el color de la capa–, locas locuciones que llegan a parecer adivinanzas. Solía creer que, bien al final, con ese impecable “para dir cerrando el trato”, cuando se nos propone “llueve y no llueve es la menta” había un juego propio del paisano cantor para que sacáramos, con la pista de la incertidumbre climática, el tipo en cuestión, precioso en tanto hallazgo léxico: “me he referido al tormenta”. Más todavía: para dar cuenta de variantes, como quien quiere ser exhaustivo en la confección de un atlas lingüístico, se nos canta de inmediato: “pa’muchos, entrepelao”. Y es así: el código de pelajes de la Sociedad Rural releva el entrepelado, pero no el tormenta. Resulta que lo que creíamos ocurrencia de la canción, ese maravilloso “llueve y no llueve”, es parte de la terminología popular regional: uno puede montar eventualmente un llueve y no llueve. ¡Casi en el límite de la agramaticalidad! Lindo estilo de montar la lengua.
Cincuenta y cuatro clases (y bastante más ejemplares, ya que algunas clases están en plural). No es, tal vez, una tropilla entera simultánea sino, en muchos casos, para decirlo así, sucesiva, aunque la vida media del equino llega a los veinticinco, treinta años, y todo pudiera ser. En cualquier caso, es mucha riqueza. El punto de vista que se jacta de la colección, ¿es el de un dueño? Parece, por lo de “tuve…”, “hoy tengo…”. Pero, por un lado, se puede tener sin poseer, como sería el caso del arriero de Atahualpa, el de la razón penas/vaquitas. Y si quedan dudas, vean la “Milonga del peón de campo”, del mismo Yupanqui, que planta de entrada esta declaración:
Yo nunca tuve tropilla:
siempre he montao en ajeno.
Tuve un zaino que, de bueno,
ni pisaba la gramilla.
Por otro lado, el yo que canta y cuenta en “Pelajes” asume, hacia la mitad de la pieza: “Amansé unos testerillas”, y sigue una nómina de otros doce amansados. Pudo hacerlo para sí, si suyos, o para otros, si ajenos. El oficio ya vendría a explicarnos, de paso, la pericia de la mirada nomencladora. En la quinta y penúltima estrofa se ufana: “Sé distinguir un trabao”, y la lista de pelajes distinguibles llega a dieciocho. De manera que la colección crece y crece y la heterogeneidad no solo afecta a sus miembros sino también a la relación con ellos: como dueño, como amansador, como observador sagaz e infalible. Claro que es ambiguo y siempre dominará un orgullo de posesión:
Hoy tengo un chuzo tordillo
de los llamados sabinos
y como buen argentino
no me podían faltar
dos gateaos para mudar:
uno rubio, otro barcino.
Conozco unos cuantos buenos argentinos a los que les falta no digamos un gateado sino casi todo lo necesario para llevar una vida digna. Pero no es cosa de ensañarse con el ademán soberbio, que en cierto contexto se podría entender, sino más bien de ver cómo la milonga de Castello Luro se integra, al apropiársela Atahualpa desde la composición musical y la interpretación, a la vastedad y la pluralidad de sentidos del repertorio del mayor artista que ha producido la música de raíz folclórica en la Argentina, en el que predomina una indiscutible sensibilidad social. Esto se ve no solo en “El arriero”, sino en casi toda su obra, en la que se admira con qué inteligencia y con cuánta delicadeza ha sabido asumir la posición del desposeído. De ese vasto conjunto solo quisiera traer ahora el recitado con fondo de milonga de “Mi viejo potro tordillo”, terriblemente desconsolado pero altivo en la aspiración de una muerte pampa, y en el que se conjura ante el animal agonizante la escatología ominosa del frigorífico, sobre la letanía del estribillo llorado: “Malhaya triste destino, los caballos argentinos”. Me gusta comprobar que acá el gentilicio se ha transferido, no sin sorna, de la monta al montado (no importa que la cronología sugiera el pasaje inverso), con lo que la patria se aleja de la ostentación para localizarse en la pena.
En todo caso, es llamativa la reticencia sobre el origen de la tropilla. Nunca compraventa. Sí regalo o ganancia en apuesta; sí faena de amansar. Y no más referencias. En contraste están los desplantes de “muy bien montado” –como en el poema de Francisco Madariaga–, siempre a manera de yapa o remate y por eso adelantados por la conjunción: el ya citado “y como buen argentino”, el cierre de “y si de algo me he olvidao / vayan sacando la cuenta” (¡si pueden!), el gracioso “y como suebra pincel” de un paisano muy pintor.
En su propuesta de cantar a esa tropilla de varios pelos, como la habría llamado Fernán Silva Valdés en algún compuesto, la milonga de Luro y Atahualpa tenía antecedentes y generó secuelas. Cierto que el suyo es el intento más logrado, pero en la primera edición, de 1943, del Vocabulario y refranero criollo, Tito Saubidet recogía, en la entrada pelaje, las cuatro décimas de “Mi tropilla” del criador Darío H. Anasagasti, donde la poética del inventario ya está plantada. La primera persona se presenta como resero y la cuenta se detiene en dieciséis, aparte de la madrina; el lector reconoce los tipos de “Pelajes entreverados”, salvo uno: el mano blanca, pero en la milonga se lo denomina un albo. Anasagasti primerea en la andadura de los versos (“un blanco orejas rosadas, / un oscuro escarciador”) y también en lo de dejar constancia del origen: “el crédito es un tostao, / pingo muy aponderao, / marca de «las dos argollas»”. Entre las secuelas, tengo la sensación de que “De todo pelo”, de Saúl Huenchul, pretende aportar el sesgo social asordinado en Luro. Lo de Huenchul es más narrativo: de las seis décimas, solo la mitad se consagra a la lista, y ahí el principio constructivo no difiere de lo que venimos viendo. Pero en las otras hay énfasis. De entrada se aclara: “yo para vivir domaba / y cualquier patrón me daba / ocho o diez para amansar”. Ya descriptos los pelos, insiste: “y aunque de diversos dueños…” Como innovación, hace la suma (hasta ahora, los datos numéricos eran parte de mi obsesión personal): “que eran veintiocho los pingos / y la yegua: veintinueve”. Y cierra, en variación del viejo arriero “prendido a la magia de los caminos”:
hoy sigo solo y cansao
del camino a la ciudad
sin tener más propiedad
que el corazón y el recao.
Vuelvo al del doradillo harto de ganar. La composición ha suscitado tantos errores de audición, decía, como perplejidades. Entre estas, una que se instala desde el inicio: “Tuve un lindo doradillo; / salió de un monte con puerta”. Una persona voluntariosa subió a YouTube en septiembre de 2011 la versión de los hermanos Osorio sin el crédito para el dúo cuyano, sin indicar autoría y hasta cambiándole el título por el menos gracioso de “Milonga de pelajes”. De no haber sido por los saberes de Emilio Portorrico, no habría llegado a descular, en esas voces anonimizadas, a Omar y Beto Osorio. El gran mérito del responsable del video: haber sincronizado la letra con fotografías que ilustran los pelajes involucrados. Al pie de las imágenes, alguien pregunta en 2015: “me gustaría saber qué significa ‘salió de un monte con puerta’”. Y otro, en 2017… A propósito, me encantan estos diálogos diferidos por años, a medida que la gente va accediendo al sitio web: tan alejados de las impaciencias suscitadas por otras formas perentorias de comunicación electrónica, al punto de parecerse a un famoso chiste sobre el diálogo demorado de tres santiagueños. Y en 2017, decía, alguien amaga: “Un monte con puerta creo que es en la zona de monte, el hueco que deja el paso de los animales. Creo”. Buena, la insistencia en lo de creer. En este acto de fe, “monte con puerta” llega a ser la combinación literal de lo que creemos que es un monte con lo que creemos que es una puerta. Y la lengua no suele trabajar así. Suerte de estancia no combina las acepciones dominantes, en el creer, de suerte y de estancia. Ni jarabe de pico las de jarabe y pico. Sin aventurar conjeturas, Julio Cortázar ya se había preguntado, en Último round, de 1969, cuando la milonga de Luro/Yupanqui recién comenzaba a difundirse en disco: “¿Un monte con puerta? Me lo tendrías que explicar, Atahualpa”, y la demanda connotaba proximidad, porque el músico, por entonces, ya se había establecido en Paris.
En cuanto a los errores, tal vez el más recurrente sea la transcripción “llueve y no llueve lamenta”. No condenaré que alguien traiga a colación, en una parte claramente celebratoria y jocosa, la posibilidad del lamento, aunque nunca pondría mis fichas ahí. Incluso probaría jugar, en “llueve y no llueve es la menta” (traduzco y prosifico: “llueve y no llueve es una fórmula para nombrarlo o mentarlo”) con la menta que puede llegar a crecer muy cerca de donde monta sus fletes nuestro criador, peón o amansador. Pero insisto: no se trata de saber sino de escuchar.
Para concluir, casi: entre las versiones, me interesa detenerme en un aspecto de la de los Osorio. Excelente, el aire de milonga que han elegido para la introducción y los interludios, resueltos a dos guitarras y con la gama de opciones que ofrece un género dichosamente básico y popular. En esto, me parece que la milonga funciona para el tango como el blues para el jazz: es una fuente insoslayable que lo precede y también lo excede, y donde el amante del género ama también la constante repetición y por eso tiene expectativas en lo que sobre lo repetido y consabido emerge como novedad: en particular la evolución de la letra.
En esta versión de “Pelajes entreverados” la primera voz se hace cargo de los primeros cinco versos de cada décima, y después los restantes se cantan a dúo. Hay un momento en que se da una típica apropiación de performer. En la tercera estrofa, donde se estampaba la firma de Luro, los Osorio cantan: “marca de Pequi Tello / –me lo habían regalado”. El gesto es perfecto: eligieron el lugar exacto en donde poner la firma de la versión; sale Remigio Luro, que era apenas un toque en el original, y entra Pequi Tello, sea quien fuere. Aquí, algo muy interesante para mencionar. Entre los comentarios del video subido a YouTube, uno lleva la firma por Carlos Adolfo Castello Luro, que se presenta como hijo del autor de la letra y pone algunas cosas en su lugar. Entre ellas, el hecho de que el poema original, antes de devenir letra de la milonga, tuviera dos estrofas más, y las transcribe: hacen de introducción. En un recital, Atilio Reynoso ya había contado que Atahualpa bromeaba con Castello Luro sobre la extensión excesiva e innecesaria de su pieza. La omisión de esas dos décimas (en las que se trasuntaba el temperamento del amansador/cantor, tal como ocurría en las de Anasagasti y Huenchul) ha sido una decisión sabia, que ha beneficiado mucho a la milonga.
Pero el hijo del autor, como si enfrentara una errata, agrega: “donde dice ‘marca de Peti Tello’ debe decir marca de Remigio Luro que era un tío abuelo mío”. Cerramos así la info contextual (don Remigio era, nomás, tío del poeta) con la sospecha de que, como tantos datos duros de la biografía de los autores, no resultaba necesaria. Y de nuevo: no ha sido un error de los Osorio sino un muy divertido recurso para apropiarse del tema, si no fuera porque no se animaron a hacerlo del todo. Por razones de metro y de eufonía, nada menos que en una canción popular, la secuencia “Pequi Tello” no reemplaza bien a la de “Remigio Luro”, no solo en la concepción del verso, que así se acorta fulero a siete sílabas (podría superarse musicalmente, pero basta escuchar al dúo para advertir que no lo han podido resolver, y su interpretación flaquea exactamente en esa parte), sino en el armado de la décima, que pierde una consonancia clave de ese verso con el anterior (“me sacó de mil apuros”) dejando a ambos guachos de rima. No tratándose de un error sino de una apuesta de intérpretes, tendrían que haber ido a fondo y, para ser fieles a la obra, haber terminado de alterarla, modificando el verso previo –ya que estamos criticones, hagamos un aporte– con un toque como este:
Un flor de gateao tiznao
lucía una estrella en el cuello;
marca de don Pequi Tello
-me lo habían regalado.
Desde luego, es una mera sugerencia que puede mejorarse mucho, con lo que retiraría la moción.
Finalmente: ¿le habrá podido explicar a Cortázar, don Ata, quizás en el ranchito hospitalario de la rue Descartes, que “con puerta” es una de las variantes del juego de monte, aventura del naipe donde in extremis se arriesgaba todo, desde el reloj hasta el traje? ¡Nuestro domador se ganó el doradillo en la timba! Mucho amor por los pingos, pero llegado el caso, ¿qué otra?
De todos modos, haber escrito “salió de un monte con puerta” en lugar, por ejemplo, de “me lo agencié en la baraja” es otra manifestación de la maestría de Castello Luro: de ahí salió, nomás, el doradillo, como hubiera salido, mismito, por un claro del monte. Hay pudor en esta elección. En las pocas líneas biográficas que se pueden leer en red, se dice que, en la materia, Castello Luro era un autodidacta. No sé si hay otra forma de aprender estas cosas. Pero en detalles como este, y en la destreza de jinete en el cincelado de la décima, el tipo tuvo la mejor escuela.
Vínculos a las versiones mencionadas
Atahualpa Yupanqui. “Pelajes entreverados”
Atilio Reynoso. “Pelajes entreverados”
Hermanos Osorio. “Pelajes entreverados”
(con otro título y sin información de intérpretes)
Imprescindibles, para estas idas y vueltas: el Vocabulario de Saubidet, el Diccionario hípico rioplatense de José Barcia y el fundamental Pelajes criollos de Emilio Solanet, con prólogo de Aimé Tschiffely, dueño y monta, respectivamente, de dos héroes de nuestra historia equina: los caballos criollos Gato y Mancha, que hicieron la travesía Buenos Aires-Nueva York entre abril de 1925 y septiembre de 1928.
(Actualización julio – agosto 2018/ BazarAmericano)