diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
La enfermera
Algo sabemos de la cocina de la más emblemática exhortación visual al silencio en contexto sanitario, nacida en los 50 del siglo XX en la Argentina. Se divulgó veinte años después gracias a una nota del periodista bahiense Carlos Guardiola para la revista Paralelo 38, epónimo de la latitud en que el suroeste de la provincia de Buenos Aires comienza a abrirse al sur indefectible.
La historia es más o menos así. Inspirado en las vanas reclamaciones de una enfermera contra el ruido en la sala de espera de un hospital de Rosario, Juan Craichik, jefe de visitadores médicos de un laboratorio y fábrica de instrumental clínico, concibió la idea de un cartel que actuara como relevo funcional de esos esfuerzos. La empresa vio en su idea la posibilidad de distribuir el poster como forma de afianzar su imagen institucional y la hizo realidad en ese mismo año de 1953. ¿Habrá derivado el proyecto a una agencia? ¿O tendría su propia agencia cautiva? ¿Quién habrá sido el diseñador gráfico? ¿Y la productora? Incógnitas que quizá un investigador tenaz y con tiempo disponible pueda despejar.
He omitido militantemente el giro “un tal Juan Craichik”, que en los repetidores de internet (aquí se suma uno) recurre convulsiva y mecánicamente, porque la normativa de su uso explica que esa construcción indefinida modifica nombres propios de personas no conocidas del hablante y/o los oyentes. Y entiendo que unir el sintagma “Juan Craichik” con su creación, que él llamó “Silencio hospitalario”, es ya empezar a conocerlo. Un héroe de la comunicación visual merece otro trato que el ninguneo propio de un abominable espacio público tinellizado por celebrities de las que creemos saber todo, cuando solo nos consta su patética fatuidad. Si a Billy Wilder no le debiéramos Sunset Boulevard (El ocaso de una vida) ni Some Like it Hot (Una Eva y dos Adanes), tan solo la secuencia del vestido volado de Marilyln sobre la rejilla de ventilación del subte en La comezón del séptimo año (The Seven Year Itch) bastaría para impedir que fuera un tal B.W. y para lograr la consagración de su onimato (diría el juguetón Gérard Genette) en coautoría con el fotógrafo Sam Shaw. La foto de Shaw en Lexington Av. (no el fotograma del film, que recreó esa toma en estudios) tiene fecha: 15 de septiembre de 1954. ¡La separan meses del retrato de la enfermera más famosa del mundo!
Quienes le endilgan “un tal” al inquieto visitador médico estampan sin perplejidad ni prevenciones el nombre de Taranto, laboratorio cuya trayectoria y pedigrí desconocen por completo: ideología en estado químicamente puro. Si Taranto acaba de entrar en esta crónica chúcara es un poco porque el apellido resuena fuerte a palo del cante flamenco, a madera, a garrote y hasta al tallo que ingresa, cuando lo dejan, a la yerba; y otro poco porque su memoria hace justicia a la cadena de factores que hizo posible la imagen global de “Silencio: hospital”, como simplifica la memoria. Y Dios no será argentino como su vicario, pero esa imagen y casi todos sus gestores sí lo son.
De manera que como tenemos al menos los nombres de Juan Craichik, de la modelo Muriel Mercedes Wabney, sabiamente elegida en el casting para el rol, y del fotógrafo español residente en el país Francisco Pérez (Saráchaga acaba de rematar una foto tomada por él en 1937), estamos en condiciones de atentar contra la folclorización de un ícono que integra la cultura visual de centenares, quizá miles de millones de personas.
Algo, decía, sabemos, entonces, de la producción de esa imagen. El resto, que importa, solo puede ser objeto de conjetura o de examen. Me ocuparé del visaje mismo que, cordial y perentorio, amigable y convincente, nos insta a respetar el reposo de los enfermos y luego, por extensión, una tranquilidad que no tiene por qué ser asociada con valores conservadores, ya que su amplio espectro podría abarcar la atmósfera necesaria para pensar, susurrar discretamente, conspirar, apelar a otro tipo de contacto y hasta, por qué no, preludiar o intermediar en la emisión de una sonoridad poderosa en sugestión y aun en volumen: la de la música. El espectro de posibilidades es amplísimo, desde que los labios comprometen la articulación del lenguaje, la alimentación, la succión, el beso. Y en el lenguaje, en abismo, las formas de nombrar esa misma multiplicidad, y su negación taciturna. Desde el quevediano “No he de callar, por más que con el dedo, / ya tocando la boca, ya la frente…” hasta el lapidario “punto en boca”. Debo recordar que este punto es el de la costura, con lo que la obturación propuesta ingresa de manera abrupta en el universo del marqués de Sade.
Miro hipnóticamente el rostro de Muriel. Alguien podría ver allí asepsia sanatorial. Yo veo sensualidad, que ayuda a que la invitación silente sea eficaz, por la vía de la seducción. Cejas fuertes, nariz decidida, pómulos frescos que se ahuecan graciosamente por efecto del adelantamiento de los labios, mirada que no solo solemniza el pedido de la expresión principal sino que, a riesgo de afectar la claridad del mensaje –pecado que marketing y publicidad no consentirían–, sugieren ensoñación, por lo que el encanto revierte inesperadamente sobre la eficacia del pedido.
Ahora, si el paisaje interior que esos ojos trasuntan no evita el acceso al sentido general, ¿qué pasa con eso que es como un ruido (¡en medio de la demanda de su ausencia!) en el mensaje? Digo, porque, para ponernos tediosamente saussureanos, acá el significado /haga silencio/ y-o /no hable/ o /baje la voz/ se liga, voluble, con dos significantes que parecen colaborar pero que eventualmente podrían competir y, de ese modo, atentar contra una norma básica de toda señalización.
Uno de esos significantes es autosuficiente en el interior del soporte elegido. La señalética pide claridad y por eso se satisface mejor con la síntesis bien legible de un trazo que con el excedente de información que aporta un rostro. Sin embargo, como la naturaleza se pliega al arte al replicar al arte que replica al arte, un gesto humano puede, como lo saben los imitadores y los caricaturistas, aspirar a la síntesis y a la simplificación del diseño gráfico. Además, hallado un ícono consensuado de determinado objeto o actividad, el lenguaje visual encuentra un morfema de negación para vedar el uso del objeto o el ejercicio de la actividad. Dadas las viñetas simplificadas de una cámara fotográfica, un cigarrillo encendido, una fueguito, un perro, una E mayúscula, el círculo rojo que las rodea, atravesado por una barra del mismo color, está indicando “prohibido equis”: desde sacar fotos hasta estacionar.
Sobrio delantal blanco y cofia que enmarca una cabellera algo desprolija (viene de la guardia, no de la peluquería), Muriel acerca el índice de su mano izquierda a los labios. El dedo actúa –código prácticamente universal del gesto, independientemente de la lengua del gesticulador– como la barra de negación del círculo rojo: prescripción de silencio en código visual, no sonoro. La realización no vulnera la soberanía del sistema elegido: tramo último y visible del aparato de fonación, los labios funcionan como íconos orgánicos del habla; el dedo-barra tacha el emblema del habla: silencio.
Pero otro significante se abre paso. Es que una forma habitual de hacer callar al prójimo, por ejemplo en el contexto de una sala oscura, donde un cuchicheo o una cadena de toses amenazan perturbar la audición de un concierto, una representación, un film, es el sonido que se deja nombrar por su onomatopeya: chist o, con más contundencia consonántica y sibilante, shhh. Puede dudarse de la oportunidad o de la coherencia del chistido: para imponer mutismo –en ceremonias artísticas que en otros tiempos no lo requerían en absoluto– lo vulnera. El shhh requiere adelantar los labios y abocinarlos con un cierre menor que el que precisa la emisión de la /u/. De modo que su producción puede inferirse, sin necesidad de pronunciar nada (lo que traicionaría aquello que se pide), con el mero dibujo mudo de ese movimiento. A diferencia del otro, este significante gestual, satélite de un planeta fonocéntrico, vale en tanto remite a otro código. Y bien: eso es lo que hace Muriel en “Silencio hospital”. Es decir: el índice de su izquierda no llega a superar el labio inferior en reposo o ligeramente tenso; se limita a proyectar una continuidad virtual para que quien ve “oiga”, en imagen acústica mental, el shhh.
No importa que, si nos ponemos estrictos, la falange-barra de prohibición prometa atravesar el gesto de chistar-pedir que cese el barullo, con lo cual deberíamos entender: “Prohibido pedir silencio”. Los signos son, también o especialmente, la historia de sus convenciones y la tradición de su recepción. Y por más que la lógica de la mezcla de dos señales indicie confusión, pocos mensajes han sido más hospitalarios a la comprensión de la consigna silenciosa.
Y un detalle en el que vengo insistiendo. Ese índice no atraviesa ambos labios: reposa sobre el inferior, engrosado por la presión del dedo, y la punta de la uña invade apenas el hueco negro del interior de la boca, allí donde la luz se detiene. Hubo muchos clicks aquella tarde de 1953 en que se tomaron las fotos entre las que saldría la definitiva. ¿La decisión de que el índice no cruzara la boca pudo haberse debido a la necesidad de que el gesto de shhh (todo lo discutible que se quiera con su tachadura virtual) fuera leído sin obstáculos? ¿O habrá sido una disposición antes estética que comunicacional, para preservar el dibujo de la magnífica bocina de los labios de Muriel?
Invito a buscar en internet las imágenes del gesto de silencio, sobre todo las vinculadas con los ambientes clínicos, y observar la diversidad etnocultural de las modelos (hay, por ahí, algún enfermero, algún médico), para descubrir la coexistencia de ambas estrategias: labios entre relajados y casi estirados contra labios abocinados en la posición de shhh. Y en ambas situaciones, la abrumadora cantidad de casos en que los índices cruzan efectivamente, como barras prohibitivas, los dos labios; en particular, por su nitidez, la foto que ilustra un artículo de Patrick Pelloux, “Le sexisme du silence” –que de paso fustiga la división de roles genéricos en el ejercicio de la medicina y en los entornos paramédicos–.
La curiosa
La serie de óleos de Nicolaes Maes lleva el título común De luistervink, en inglés The Eavesdropper: El fisgón/La fisgona. Se trata de seis escenas de la (mal) llamada pintura de género, clasificación tan descaminada como la de “cine de época”. Están fechados entre 1655 y 1657 y actualmente se encuentran cuatro en Londres, uno en Boston y otro en Dordrecht. Un personaje, en el centro del cuadro, es testigo auditivo de una situación de trasgresión: en cinco de las seis obras, la criada ha dado entrada a un desconocido que la manosea. Hay variantes, pero lo que tienen en común es que el personaje central, cuya presencia organiza la complejidad espacial (distintos planos superiores, inferiores y laterales de la casa, lugares de transición, ventanas que dan al exterior), está poniendo atención a eso que pasa y mirando al espectador (mirándonos) como para pedir silencio o solicitar complicidad. El título genérico en holandés carece (me dicen), como en inglés, de precisión morfológica de género: una falta que enriquece. En cambio, el plus de determinación genérica del español se queda corto a la hora de pensar y nombrar la serie. Un sustantivo despersonalizado cumpliría mejor con la misión. Por ejemplo: “La escucha”, o “Escucha furtiva”.
La complejidad, en este discípulo de Rembrandt, no es solo espacial: es también psicológica. En general, la figura central desciende con mucho sigilo de una escalera. A veces, atrás, hay otra escena: la familia y alguna visita en torno a la mesa. En un caso, quien escucha sostiene una vasija, como que ha bajado a buscar vino para los comensales y se ha topado con (ha oído) lo que no esperaba; en otro, una copa vacía. En toda la serie advertimos un gesto enigmático y un índice (en un solo cuadro es el de la mano izquierda) que se eleva, pero nunca llega a los labios; más bien se detiene junto al mentón o se apoya en él, o antes de ese contacto queda suspendido en el aire. Como voyeurisme, es muy especial. Lo que está ocurriendo es, más bien, el ejercicio del écouteurisme, con todo lo que supone en relación con lo imaginario. El voyeur, estrictamente, es uno: vemos a alguien en escucha impertinente, y empezamos a sospechar.
“Ama de casa que escucha”, “Amantes escuchados por una mujer”, “Fisgona y mujer que regaña”, “El marido celoso”. Costumbrista, pero también superadora del costumbrismo merced a un sesgo raro o crítico, la pintura holandesa nos hace penetrar en la domesticidad burguesa. Y en su interior, como notamos en los diferentes eavesdroppers (David Toop propone considerarlos performances de la misma obra), se despliega un tipo de comunicación interclasista. La verticalidad dice mucho. Los patrones bajan, y notan que, abajo, pasa algo. Esa es la cuestión. Pareciera que la criada y su partenaire han violado las normas del hogar burgués; sin embargo, la turbación está del lado de los patrones. Convengamos en que ese hábitat propicia las espías de uno y otro lado. Pero acá quien luce desubicada (intrusiva, perversa, quizá culposa) es la figura central: de la pintura y de la casa. Adicionalmente, en un rincón, el tópico del gato ladrón, aunque no en toda la serie, haría hincapié moralista en los perjuicios resultantes por la distracción de la criada.
La única versión que invierte el esquema dominante de la serie permite reforzarlo: An eavesdropper with a woman scolding (“Fisgona y mujer que regaña”, traducción imperdonable). Ahora la curiosidad no es de la patrona sobre la criada solicitada que ha descuidado sus obligaciones (se ha perdido, entre nosotros, el matiz acosador de la idea de solicitación), sino de la criada sobre su patrona, que está reprendiendo no sabemos a quién (¡la curiosa sí sabe!), porque una oportuna cortina vela el resto de la escena. Si antes el descuido de las tareas de la casa estaba motivado por la circunstancia amorosa, en esta ocasión su causa es la curiosidad misma, que ha cambiado de sujeto. Y de lugar y dirección: la criada espía lo que ocurre arriba.
En un artículo de 2006, Georgina Cole caracteriza la condición ambivalente y mediadora de la figura central, que la hace, también, una figura retórica. Citando, respectivamente, a Victor Stoichita y a William Robinson, relaciona su presencia con una recomendación de Leon Battista Alberti a los artistas, en De pictura (1435), para que introduzcan en la obra un comentador interno, que sirva de guía u orientación para el espectador externo; y también con el bufón en el teatro cómico del siglo XVII: en efecto, “el bufón permanecía invisible para los protagonistas de la pieza, y se lo empleaba para parodiar sus acciones como una especie de comentador moral”. Es como si la fisgona estuviera adelantándose para practicar, con nosotros espectadores, un aparte. Amplío: ese paso al frente nos ficcionaliza como contempladores de la obra, al tiempo que realiza el relato de la pintura, y en particular la entidad de la curiosa. Ella se proyecta hacia afuera y nosotros nos metemos de cabeza en la imagen. Notable: Cole considera que la misma función la desempeñan las aberturas (puertas, entradas) en algunos óleos de Samuel van Hoogstraten, contemporáneo de Maes, por ejemplo en sus deslumbrantes “El pasillo” y “Las pantuflas”. Confirmando esta presunción, algunos bocetos de la serie de Maes (sigue Cole) revelarían que la definición del espacio de la casa ha sido previa a la distribución de los personajes. Habría algo, entonces, en los vestíbulos, las ventanas, los marcos de puertas, el de la escalera, que posibilita un flujo interno en la pintura y una comunicación hacia y desde afuera del cuadro.
En Resonancia siniestra (aunque no es para tanto), David Toop dice que el punto de apoyo de la serie, su punctum barthesiano (disiento: este punto estaría suscitado por el ordenamiento estratégico de toda la imagen; adolece de centralidad), es el ademán del dedo que avanza a los labios, ese shhh silencioso. Es muy bueno el delirio enumerativo que le sigue:
Notorio o implícito, ese punto, sibilante y cauteloso como una serpiente, cae en la categoría del stop, del estornudo, del spray de un aerosol, relaciones cercanas, todas, con el dolor repentino, el orgasmo, el ataque al corazón, las ramas que se parten bajo el calzado, el click de una cámara, el cierre repentino de un libro, un portazo, una copa que se quiebra, un choque de autos, una explosión. Hay una puntuación, un señalamiento (a pesar de que el dedo apunta hacia arriba, hacia el cielo, a la vez que invita a callar), una tachadura.
Vanguardia musical, techno, ambient y electrónica, improvisación, son algunos parámetros que connotan el tipo de audición de Toop, en una red que comunica (entre otros cruces) con Debussy, Eno, Cage, Zappa, como se oyó recientemente en Buenos Aires y se lee en su Océano de sonido.
Para matizar su perspectiva, consideremos la de Martha Hollander, que al estudiar el espacio doméstico en Maes ve en el dedo levantado una señal equívoca: puede ordenar silencio y también demandar atención, ya que siempre se dirige hacia la escena objeto de curiosidad. Y en la trama que historiza las escuchas indiscretas de estos cuadros, recupera una pintura perdida de Isaack Koedijck, de hacia fines de la década de 1640, rescatada, como ha ocurrido tantas veces, por una copia en acuarela del siglo XIX. Se titula “La sorpresa” y es notable la composición, básicamente la misma que la mayor parte de los óleos de la serie de Maes, empezando por el personaje que baja por la escalera central (en Koedijck, caracol); la escena que nosotros vemos y él oye es más jugada: un tipo le está levantando la pollera a la criada. El dueño de casa hace, aquí sí, una visible invitación con el índice puesto sobre los labios (Hollander, An Entrance for the Eyes: Space and Meaning in Seventeenth-Century Dutch Art).
La gran similitud estructural entre las resoluciones pictóricas de Koedijck y Maes no hace más que subrayar la distancia que ha decidido tomar el segundo respecto del gesto del dedo, ambiguándolo. Por empezar, disocia índice y labios; a veces, índice y rostro. Es como si hubiera preferido captar el movimiento: tal vez ese índice siga su trayecto y convoque al silencio, pero en rigor no lo sabemos. El rostro queda libre para que su gesto luzca, aun en su indefinición. Elijo la performance más rica y múltiple de esa obra única postulada por Toop: la que permanece en la ciudad de Maes, Dordrecht; es también la de mayor tamaño (92 x 121 cm). Lamento no haber tenido el privilegio de Toop, que la contempló in situ, por lo que debo conformarme con ampliar el detalle del rostro y de los labios hasta su difuminación pixelar, a riesgo de errar en mis hipótesis.
Y bien. Es muy curioso (para redundar) el mohín de la curiosa. No es tan evidente su sentido, por más que se perciba la nota de picardía. Me resulta extraño el dibujo de los labios: en su centro parecen querer abocinarse, pero en sus extremos se estiran en sonrisa. Y sabemos que el estiramiento labial requerido por la sonrisa más tímida ya impide el abocinamiento. Si aguzamos la mirada, lo que se nos deja ver, en apuesta ajena a todo realismo, es un prodigio contrafáctico: unos labios que amagan abocinarse al mismo tiempo que sonríen. Anatómicamente, el músculo risorio y el buccinador (o el orbicular) no podrían intervenir simultáneamente. En símil musical: podrían actuar en arpegio, no en acorde. Maes estaría inventando un acorde del risorio y el buccinador. Después de todo, no es muy distinto de lo que ocurre con el “Ramo de flores en jarrón de cristal”, de Nicolaes van Veerendael: todo está perfecto, solo que esos pimpollos se han abierto en distintas estaciones y no podrían coexistir tal como los muestra la tela; o con el “Cesto de frutas” de Caravaggio…
En fin: podríamos sentarnos a esperar que la evolución, si acaso, logre la compatibilidad del gesto imposible que (ad referendum de una comprobación en el Dordrechts Museum) creo ver en la curiosa de Maes. Si se tratara de bacterias, podría ser un proceso rapidísimo, un ratito (pero, claro, no estaríamos hablando de músculos faciales). Si de pájaros como el pinzón de Galápagos, pocas generaciones de la especie, en cuestión de años. Tratándose del movimiento de labios humanos, y no poniendo en juego, ese cambio, ni la alimentación ni la reproducción (¡ni falta que hace para una plaga del planeta!), es de suponer que el talento de Maes, más que anticipatorio, ha sido simplemente fantástico.
En Maes lo expresivo supera lo representativo, para decirlo con algún esquematismo. Mientras la foto de la enfermera, instalándose desde la perspectiva institucional hospitalaria, escinde al sujeto de mandato de su objeto (porque los visibles labios en protrusión indician la emisión de ese shhh sibilante interjectivo, flecha de aire unidireccional), la curiosa de Maes se incluye, incluyéndonos, en la sugerencia abarcadora del momento suspendido: la primera persona del plural del imperativo puede llegar a ser, sobre todo en contextos no fraudulentos ni demagógicos, la menos imperativa, la más cordial: quedémonos expectantes, algo está por ocurrir: no levantemos la perdiz.
(Actualización noviembre 2017 – febrero 2018/ BazarAmericano)