diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Acabo de ver, tardíamente, la película que en el 2008 ganó como mejor largometraje en el Bafici: Aquel querido mes de agosto. Un film al que no le queda grande el calificativo de asombroso por el modo en que cuestiona la temporalidad interna del cine e inserta en el centro de la ficción el testimonio –que en Miguel Gomes es, extrañamente, una representación verídica del cine–. Por momentos, ese testimonio lacónico proviene no sólo de personajes secundarios hablando a la cámara, sino de conciertos de música desangelados en un pueblo montañoso de Portugal al que Gomes y su equipo han llegado para filmar. Nunca queda claro dónde empieza y dónde termina la película. Dónde comienza la representación. El director tampoco se preocupa por dejar claro cuál es su estrategia, pero el proyecto de película que los trae a ese pequeño pueblo naufraga, por exceso de escenas, desfasajes de sonido, insubordinación, y el resultado es, en apariencia, lo que vemos: la sobreimpresión inteligente y traslúcida de un film por fuera del film, Aquel querido mes de agosto. Gomes dirige de un modo desconcertante, narra sin contar, como si la cámara orbitara y cumpliera una única función: espiar lo real con la distancia justa, para cumplir con el mandato de la ficción. Y en efecto, cuando el espectador menos lo espera, ya se encuentra envuelto en una sensación paradójica y legible de ficción verídica. Ese deslizamiento resulta asombroso: nada como asistir en pantalla al nacimiento de un film. De pronto el film aparece construido por fuera del film que Gomes y su equipo, en teoría, fueron a filmar a ese pequeño pueblo, y da la impresión de que los personajes destinados a actuar hubieran olvidado que están siendo filmados y hubieran comenzado a vivir su vida en ese caluroso agosto. Como si todo pudiera ser filmado a escondidas, y hacer cine consistiera en organizar imágenes en el azar para decantar una historia, esta película es, si se quiere, una obra maestra de la contingencia y la alusión: el yugo de un padre, el amor entre una joven y su primo, la conflictiva idiosincrasia portuguesa que, por el modo en que queda implícita (el ser portugués parece tener un peso karmático y acomplejado), crea una dimensión sentimental que es materia política. Exactamente todo lo contrario podría decirse de El secreto de sus ojos, la película de Campanella. Un film que es ejemplar no sólo por su capacidad de organizar clisés, sino por modular un triángulo político/jurídico/amoroso que calza a la perfección en el mercado de valores nacional actual. La película de Campanella por momentos arriesga una hipótesis dura en torno a la represión de estado de los setenta, pero se repliega premeditadamente en un doble desenlace sentimental –uno inverosímil, en el que la justicia individual repara la injusticia del sistema; otro de naturaleza infanto juvenil, en el que ni vale la pena detenerse– inusualmente efectivo para el cine local. En definitiva, el film cede a la compensación moral, al efectismo, a la moraleja, mecanismos subliminales que vacían de sentido y despolitizan cualquier historia, y que el actual cine de Hollywood ejecuta en la última hora para aliviar la mente atormentada de sus espectadores. Una película alegórica como El secreto…, en sus medias tintas sin embargo disimula bien, a diferencia de otros films de Campanella, su adecuación incondicional –y casi excesiva– a parámetros comerciales. Para una crítica lábil, cada vez más seducida por la idea de que de un buen cine industrial argentino puede emerger un artista, llega a confundirse con cine de autor. Y ese es el mayor problema: el malentendido que puede generar un film intermedio. Las películas de Campanella tienen, desde hace años, un problema de proporciones y de estereotipos demasiado subrayados: modos de mitificar, caricaturizar y esquematizar el ser nacional que rezuman inocencia y demagogia. Un problema beneficioso, en términos de entendimiento, para el público masivo. Un problema que cualquier cineasta debe despejar si desea problematizar en serio lo real o el lugar del espectador, en vez de articular fábulas históricas ejemplares. Desde luego, esa clase de riesgos, más patentes a la hora de abordar la historia política, implican exponerse a algún tipo de ininteligibilidad, que el cine industrial, al menos entre nosotros, no soporta. No me refiero ni siquiera a una clase de ininteligibilidad que bordea la abstracción, como la de Ernesto Baca en Samoa, sino a la extrañeza de cierto cine que trabaja sobre lo real, en sus zonas de enigma, en sus agujeros negros: Lisandro Alonso, Lucrecia Martel. Directores que, al igual que el portugués Miguel Gomes, le deben todo a su propia sensibilidad artística, y poco o nada a la industria y al mercado de valores nacional en el que periódicamente Campanella abreva y acondiciona historias sobrescritas. (Actualización abril-mayo 2010/ BazarAmericano)