diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Talking Heads
Lo que el cine nos da

En el ámbito del cine documental se habla de cabezas parlantes cuando se quiere señalar la falta de arrojo de las películas. Lo mismo pasa en la ficción con el montaje de plano y contraplano. Son recursos que dicen la vagancia, señales de un laburo hecho en piloto automático. Queda bárbaro denunciar su inelegancia o conservadurismo: se gana rigor a costo nulo. El problema es que para evitar las cabezas parlantes el documental de creación (así quiso llamarse) codificó decenas de trucos que terminaron por ser igual de protocolares. En la ficción, pasó algo similar con el llamado cine de arte y ensayo. Fuera de la norma está la libertad pero también el lugar de reposo para las almas finas y sin vigor. Es decir: la ruptura leve, el academicismo. El mundo triste de las novelas de Alan Pauls.

Las cabezas parlantes del documental subrayan el compromiso de la película con lo verdadero. Es una de sus funciones fundamentales, que comparten con las imágenes de archivo. Por eso los falsos documentales no dejan nunca de incluirlas. Se las puede ver en This is Spínal Tap, en Zelig, en toda la obra de Christopher Guest, en la estupenda Un tigre de papel de Luis Ospina. No es que cada cabeza diga cosas ciertas: lo que hace es pedirnos que aceptemos que no finge, que efectivamente cree en eso que dice. El tipo que en un documental se sienta frente a una cámara y afirma que hay que terminar con las razas inferiores es un nazi. Puede que actúe, como hacemos todos. Pero sus ideas son esas.

Hay una película de 2007, casi desconocida, que se llama No Island:The Palmers Kidnapping of 1977. La dirigió Alexander Binder. Un catálogo de festival (ese cementerio de la escritura) podría presentarla así:

Austria. El 9 de noviembre de 1977 el empresario industrial Walter Michael Palmers es secuestrado frente a su casa de Viena por miembros del Movimiento 2 de Junio, una  guerrilla urbana cercana al grupo Baader-Meinhof. Permanece cuatro días en cautiverio y es liberado luego de un rescate millonario. Dos semanas después los líderes del secuestro son arrestados. Se llaman Thomas Gratt, Othmar Keplinger y Reinhard Pitsch. Ahora, a treinta años de los acontecimientos, los tres hombres se sientan frente a la cámara de Alexander Binder para contar por primera vez la historia que protagonizaron.

Documental duro, No island reduce sus recursos de puesta en escena a lo mínimo indispensable: testimonios en plano medio sin rodeos de cámara o cambios escenográficos culposos y algunos archivos de los años 70, la mayoría de ellos relacionados con el juicio a los tres secuestradores. No necesita nada más.

No Island es mejor que la mayoría de los documentales de creación que conozco. Es mejor que El cielo gira (Mercedes Álvarez, 2004), mejor que El lugar más pequeño (Tatiana Huezo, 2011), mejor que El foso (Ricardo Íscar, 2012). No combate la convención haciéndole gambetas previsibles y llenando la pantalla con metáforas o secuencias animadas (esa nueva huevada artie que no perdonó ni a Kurt Cobain) sino asumiéndola hasta más allá de lo que la misma convención está dispuesta a dar. En lugar de negarla, la ahoga en su propio cumplimiento. Por eso corre más riesgos. Porque es fácil confundirla con un ejercicio televisivo más, un vehículo de información y listo. Y porque pide paciencia.

No acuso a nadie de desatento. Es lo que me pasó a mí. Cuando la vi por primera vez caí en la trampa, y más o menos a la media hora pensé que la película desaprovechaba su historia en una forma ultraconvencional. Igual seguí adelante. Primero porque me interesaba el tema. Después porque la insistencia de Binder en filmar los testimonios tal como se supone no debe hacerlo quien aspira al reconocimiento, y lo parco que era en el uso de archivos, me hizo pensar que podía tratarse de otra cosa, no de falta de imaginación. Cuando No Island terminó estaba seguro de haber visto una gran película.

Así que durante la hora y media del documental pasé por tres estados: interés, sospecha y entusiasmo. Esta estructura ternaria es uno de los ritmos secretos del mundo. Se la puede encontrar en ámbitos muy distintos. Por decir solo algunos. 1) En Blues Brothers 2000 John Landis hace que choquen diez autos y es muy gracioso, hace que choquen veinte y es aburrido, hace que choquen treinta y es otra vez gracioso, y todavía más que antes. 2) Los Stones encarnaron el rock hasta los treinta, fueron viejos chotos hasta los sesenta y volvieron a ser el rock después, con Richards viejo y panzón ganándole definitivamente la pelea al flaco Jagger. 3) Un proverbio zen dice: “Primero, las montañas son montañas y los ríos son ríos. Luego, las montañas dejan de ser montañas y los ríos dejan de ser ríos. Finalmente, las montañas vuelven a ser montañas y los ríos vuelven a ser ríos”. 4) La famosa frase de Picasso -“Tardé toda una vida en aprender a dibujar como un niño”- sigue la misma lógica, solo que la expresión de los tres estados aparece hiperconcentrada. 5) Los primeros discos de los Ramones son brillantes, los siguientes permiten el cansancio, en los últimos la repetición se torna gloriosa y redime todo. La insistencia en el procedimiento, su radicalidad, es lo que lo vuelve legítimo. El problema de una novela no es que haya que escribir “La marquesa salió a las cinco”. El problema es no tener los huevos como para escribirla toda con oraciones equivalentes. En El bautismo, al comienzo de la segunda parte, Aira asume las miserias de la descripción durante el tiempo suficiente como para que la torpeza se vuelva júbilo. Composición tema: la lluvia. O mejor: el temporal.

Los truenos ya eran un discreto acompañamiento a las horrísonas tubas del chapoteo / El viento transportaba de un lado a otro cubos de magnas aguas / Sonaba un metálico cañonazo constante / El gris congelado del planeta hacía temblar la turbulenta humedad / Las lomadas se deshicieron como crestas de azúcar / Claxon de escudos líquidos / Casas desarmadas y cadáveres erizados partieron al azar por vértigos sombríos / Remolinos de turba untuosa, giróscopos encontradizos.

Tres o cuatro veces, esos adjetivos, esas metáforas y símiles son simpáticos. Ocho o nueve veces, insoportables. Quince veces, maravillosos. Aira parte desde un lugar degradado, así que su movimiento es más radical. No empieza con lo correcto sino con lo inaceptable (porque está mal, porque es feo) o lo imposible (porque no se pude contar una historia con semejante punto de partida, o incluso con semejante título). Pero la estructura es la misma. Uno, dos y tres. El problema es siempre quedarse en el medio, que es lo que hacen casi todos en el círculo neoacadémico propio de los festivales de cine, cada vez más lleno de profesionales y películas que aspiran al respeto y el sensato comentario crítico.

(En el primer volumen de sus Diarios Piglia celebra que Arlt, Gombrowicz y Carlo Emilio Gadda no usen la lengua literaria media. Es un buen gesto, un gesto de buen lector: Piglia celebra que no hagan lo que sí hace él).    

Lo mismo que vale para los procedimientos vale para las referencias culturales. Raúl Ruiz te lleva a Klossowski y a William Beaudine. Marco Ferreri a Velázquez y al chiste de pedos. Paul Verhoeven a Picasso y a Hellraiser. João Cesar Monteiro a Esquilo y el porongo gigantesco que le extirpan en Va y viene, su película de despedida. Por eso son tan grandes. Escapan de todo lo que tanto le gusta al cineasta educado. Escapan de la atenuación, del equilibrio, de ese modo de proceder que se mueve apenas de la convención y deja todo por la mitad, como para no joder a nadie, y que gusta tanto a los que piensan que el cine es Paterson y que Martín Kohan tiene algo que ver con la literatura. No Island es una gran película porque aguanta que los espectadores se aburran y cambien el aire. Alguno dejará de ver. Pero es un precio que vale la pena pagar.

Esto en cuanto al documental. Ahora me gustaría hablar de la ficción, que a diferencia de lo que la gente respetable dice me parece algo distinto. Es hora de dejar de decir indecidible al menos por dos años. 

En Gravedad, George Clooney se mueve en el espacio impulsado por un matafuegos. En The Martian (que trata de aprovecharse de Gravedad) Matt Damon se hace un agujero en el traje y usa la reacción como motor. Tengo debilidad por momentos como estos, que enojan tanto a los profesionales de la verosimilitud. Me parecen hermosos porque solo son posibles en el cine y porque le imponen a las disciplinas que pretenden controlarlo una mueca de burla eterna. Hay una película yanqui (pésima) en la que Lincoln caza vampiros. Es una gran idea. Sospecho que si en Argentina alguien se animara a darle a Sarmiento una ballesta y lo mandara a bajar zombis no podríamos sino ver alegorías. Mojarle la oreja a la física y la Historia ha sido siempre una de las actividades preferidas de la ficción cinematográfica. El cine ríe como un gremlin sacado cuando “nuestros amigos los verosimilistas” (así los llamaba Hitchcock) asoman la cabeza. Especialmente si tienen un doctorado. Todos lo sabemos. Siempre hay algún científico que sale a explicar que algunas cosas no son posibles en el espacio, como si ante la danza cósmica de Clooney y Sandra Bullock la física importara algo, y algún historiador que se enoja porque Tarantino mata a Hitler con una felicidad demente.

En La noche es mi enemiga (hermoso título falopa con el que se estrenó en Argentina Monsieur Hire de Patrice Laconte) un tipo enamorado se tira desde un edificio. Vemos su caída en plano subjetivo. Cuando pasa por el ventanal del departamento donde vive la mujer que ama la gravedad se suspende, la cámara flota, el tipo mira por última vez, un par de segundos, y entonces sí, la caída se reanuda. Es un momento genial. Pertenece al mismo equipo que The Martian, Bastardos sin gloria, Lincoln: Vampire Hunter y Gravedad. Pero su incumplimiento es obvio (nadie le pregunta a Google si es posible dejar de caer) y tiene una carga de romanticismo que impide que a nadie, ni siquiera a los físicos, se les ocurra hablar de la aceleración de los cuerpos. En este sentido Monsieur Hire es una película respetable. Las otras no. Por eso son modélicas.

Clooney maneja un matafuegos como si fuera una moto espacial. Lincoln caza zombis. No hay ninguna trampa: nadie quiere hacer pasar gato por libre. No son falsas ficciones: son ficciones absolutas. El pacto que proponen es honesto. El escándalo o la amonestación de las personas serias son sus triunfos. Debería ser claro y reluciente como película de Rohmer. Y sin embargo, este impulso plebeyo que es la gloria misma del cine (y sin el cual el cine muere) enorgullece cada vez menos a quienes deberían celebrarlo y defenderlo. Porque en realidad el problema no son los amargos que quieren poner orden en lugares que deliberadamente lo rechazan sino la defección de la cinefilia, que aprendió a tenerle miedo a su fuerza anárquica y parece preocupada porque alguien le diga que ama algo que no importa. El resultado de esta neurosis es una cinefilia de tutelaje, siempre dispuesta a buscarle al cine redención en esta actividad o aquella otra, pidiendo favores y citas de cuarta mano a la Historia, la política, la literatura o la filosofía. Una cinefilia boba, que no se anima a reír cuando Herzog dice que prefiere una de kung-fu antes que una de Godard o que, peor todavía, trata de disculparlo.

Parientes de todos estos momentos de ficción pura son otras cabezas parlantes, obviamente opuestas a las del documental. En Aguirre un español empieza a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis  siete, ocho. Cuando dice nueve, otro español lo decapita. Herzog hace entonces un barrido trucado y genial. La cabeza completa el conteo: diez. En Trauma (una película menor de Dario Argento) el  protagonista va en busca de una mujer que puede ayudarlo a resolver el caso que investiga. Cuando la encuentra, la cabeza no está ya en el lugar que debería. Todavía mueve la boca, sin embargo. Y llega a decir una palabra (“Lloyd”) que conduce a la identificación del asesino.

Las cabezas parlantes de Herzog y Argento no están interesadas en nada que tenga que ver con lo verdadero. Por el contrario: afirman rotundamente el dominio de la ficción. Tienen además una cualidad humorística, aunque participen en películas que no son comedias. Tal vez Roque Larraquy estime estas escenas, o si no las conoce tal vez las estimara, porque en su maravillosa La comemadre hay unas cuantas cabezas parlantes y un momento genial en el que, organizadas en una secuencia, arman una especie de cadáver exquisito. Las cabezas recuerdan a la guillotina, y la guillotina a Dickens, que en Historia de dos ciudades escribió: “Era esta (la guillotina) un buen tema popular para chistes: el mejor tratamiento para el dolor de cabeza; evitaba infaliblemente las canas; daba a la tez una palidez muy delicada y especial; era la ´navaja nacional´ que afeitaba a la perfección; el que besaba a la guillotina se asomaba por el ventanillo y estornudaba dentro del cesto”.

Los chistes que Dickens refiere sin ningún agrado (pero no corrige), el juego cruel de Larraquy y las escenas de Herzog y Argento me traen a la cabeza una última cabeza. Hace poco, gracias a que una amiga de Facebook postea a menudo canciones de bandas españolas, me topé con el video clip de “Me gusta que me pegues” de Los Punsetes, que termina con la decapitación de un hombre piñata y los cuatro músicos juntando caramelos como chicos. La cabeza no habla esta vez. La que habla es la canción, con ese título en voz de una mujer, jugando el juego de lo completamente inaceptable, diciendo “Afílate los puños en mi cara / hoy tienes dos por uno en mi mejilla” y otras provocaciones casi al mismo tiempo que Café Tacvba decide dejar de tocar “Ingrata” porque entiende que así contribuye a la lucha de las mujeres. “Me gusta que me pegues” es una canción punk, es decir, una canción Pistols, una canción Los Twist, una canción Fassbinder, una canción Laiseca, que escribió cuentos con nombres como “Las gordas también viajan por internet” o “La mujer que engordó en un campo de concentración”, magníficos y atroces. Su letra y su video payasesco dicen lo que dicen las cabezas parlantes de Herzog y Argento. No “diez”, no “Lloyd”. Dicen: “ficción”. Como los vuelos espaciales de Clooney y Matt Damon y la jeta de Hitler barrida a balazos en la obra maestra de Tarantino.

 

 (Actualización mayo – junio 2017/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646