diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
En el entrañable testimonio sobre su aciago destino, Juan José Saer recuerda así a su amigo: “El 1976, las marionetas sangrientas que impusieron el terrorismo de Estado, lo arrestaron la noche misma del golpe militar y, sin ninguna clase de proceso, lo mantuvieron en la cárcel durante un año. Los notables mendocinos que había frecuentado durante décadas se lavaron las manos, de modo que cuando salió de la cárcel, a los 56 años, lo esperaban el destierro, la miseria y la enfermedad. Ni una sola vez lo oí quejarse, y cuando le preguntaba las causas posibles de su martirio, sonreía encogiéndose de hombros y murmuraba: ‘¡Polleras!’”
La primera vez que la leí, interpreté de un modo la respuesta de Antonio Di Benedetto y ahí se cerró el asunto. Un modo, no obstante, cargado de matices, pero aunados en una misma dirección. La respuesta parecía minimizar, e incluso soslayar, los motivos histórico-políticos de ese martirio. Por otra parte, era una respuesta en la que Di Benedetto parecía asumir la culpa. La compleja trama histórico-política se decantaba en una subjetividad replegada que atribuía a sus avatares más elementales (el amor, el deseo) las consecuencias nefastas. Como si Di Benedetto se hubiera convertido en su personaje Diego de Zama: también este parecía sacrificar el tiempo histórico de indigencia que le había tocado vivir a un problema puramente íntimo, carnal. Como si el drama de América Latina perdiera solemnidad en la subjetividad deseante y sufrida del pobre asesor letrado.
En efecto, se ha visto en la tragedia de Di Benedetto, encarcelado y torturado, exiliado, quebrado y nunca vuelto a integrar plenamente en la vida de su país a pesar de su regreso apoteósico, un absurdo de su universo narrativo, como si finalmente ese elemento oscuro y extraño, que obsedió toda su narrativa, se hubiera apoderado de su vida (así lo sugiere Saer). Como un Kafka latinoamericano, su pesadilla prefiguraba el cataclismo de un continente y, sobre todo, el suyo.
Se esperaría que un libro como el de Natalia Gelós, Antonio Di Bendetto. Periodista (Capital Intelectual, 2011), podía tener, en este sentido, un efecto desmitificador. En parte lo tiene: la investigación periodística restituye rigor documental allí donde el recuerdo retrospectivo de seres queridos y de artistas imaginativos (o ambas cosas) había forjado una mitología pregnante. Volver novela la vida de un narrador es una tentación poderosa. No obstante, es posible extraer lo novelesco de un relato que se quiere verídico y que se escribe con sobriedad y discreción. Natalia Gelós logra dejar que lo novelesco de la historia se presente por sí mismo, sin necesidad de edulcorar o exagerar: quizás este logro sea fruto, justamente, de una falta de deliberación.
Más allá de que la historia del encarcelamiento de Di Benedetto, que Gelós atribuye a su labor periodística, es conmovedora y necesaria, no tardan en filtrarse las interrupciones o disonancias, a causa de las cuales nuestra piedad por su protagonista comienza a vacilar o a desplazarse. Curiosamente, este desvío, o suplemento, me obligó a reinterpretar el pasaje saeriano, archivado en mi memoria con su sentido bien cristalizado.
Cuando Di Benedetto lleva algunos meses presos en La Plata, su mujer, en Mendoza, descubre las cartas de sus amantes y confirma la sospecha de la infidelidad. Una de ellas, Adelma Petroni, viaja a La Plata y, según el relato de Gelós, habría sido la principal artífice de la liberación del escritor, pues se encarga de canalizar y movilizar todos los pedidos y cartas por su liberación que llegan sobre todo desde el exterior. Cuando Di Benedetto por fin se exilia, lo hace con su hermana, porque Petroni no tiene dinero para viajar. Ella entonces ahorra algunos años y se compra un pasaje a Alemania. Di Benedetto la atiende en la puerta y le dice que la relación se terminó. Petroni se va a ver a Osvaldo Bayer, al que no conoce, y le cuenta su desdicha. No tiene dinero para regresar. Bayer y su esposa la alojan y le organizan exposiciones para que pueda vender sus cuadros (Petroni es pintora). Después de dos meses, cuando puede comprar el pasaje, se vuelve a la Argentina.
Di Benedetto dedica sus Cuentos de exilio a Heinrich Böll y a Ernesto Sabato, a quienes atribuye el logro de su libertad. Según Gelós, Di Benedetto nunca tuvo palabras de agradecimiento para con su fiel Adelma. A ella se dirigían las cartas que ocultaban, en letra microscópica, los cuentos escritos en la cárcel que constituirían el libro Absurdos y que Petroni recibía a través de la vigilancia militar y descifraba después cuidadosamente con una lupa. Cuando Di Benedetto cuenta la historia (Las cartas empezaban: “Querida amiga, anoche tuve un sueño hermoso…” y lo que seguía era el cuento: así evitaban que los militares, al leer el comienzo, la incautaran, porque no sabían que lo que seguía era un relato), afirma que las cartas comenzaban: “Querido amigo…”
Lo que más atormentaba al escritor, además del infierno físico y moral que tuvo que sufrir y que, como dice Saer y describe Gelós, lo destruyó para siempre, era no saber por qué lo habían detenido y, sobre todo, torturado. En 1984 Di Benedetto vuelve a Mendoza, a la que no había regresado desde su secuestro. Gelós dice que Di Benedetto confiesa ahí que sentía todavía la prisión y la tortura como una condena personal y un castigo justo por sus pasadas acciones cotidianas. Y cita la entrevista célebre que le hace Jorge Halperín y que se publica al año siguiente: “Me parece que es un castigo que necesitaba porque yo, al igual que el personaje de la novela (Zama), era muy orgulloso, y el orgullo, la presunción, la vanidad, merecen un castigo a veces, sobre todo si dañan a los demás. Yo me siento responsable por no haber sido suficientemente equitativo con el prójimo […]. Yo no me porté muy bien con el prójimo, aunque traté de llevar una vida que puede calificarse de moral y de buena conducta”.
Supongo que para el periodismo de investigación, las oscuridades de este relato pueden resultar negativas. Para un lector de literatura, esas interrupciones de la reconstrucción fidedigna, ese deslizamiento de hipótesis borrosas, casi sin intención, pueden volver un libro más potente, porque restituyen a la historia un misterio que le es esencial y cuya revelación, en aras de la verdad, evapora. Gelós logra superponer a la claridad de la hipótesis de investigación el enigma de una oscuridad novelesca que cruza la vida con la obra. ¿De qué prójimo habla Di Benedetto? ¿Con quién no se portó bien? ¿Acaso con sus mujeres? Una moral de hierro, que lo llevó a una actividad periodística de denuncia no acorde con su falta de militancia política, y que le costó la cárcel, parece encontrar su límite en una estructura patriarcal que seguramente habrá que comprender sin juzgar como propia de una época. Entonces la frase que recordaba Saer adquiere un sentido completamente distinto.
(Actualización septiembre – octubre 2016/ BazarAmericano)